XXIV

En mis muy esporádicas visitas había notado que el despacho de mi padre cambiaba de aspecto y de carácter conforme vendía las piezas escogidas que lo adornaban. A ese aposento privado eran conducidos sus clientes más selectos, aquellos que tenían que sentirse especiales durante la media hora siguiente, mientras él les colocaba algo. Allí se sentaban sobre marfil, o sobre plata cincelada, o sobre maderas orientales de aroma intenso, mientras Gémino sacaba unas copas de vino con especias, exquisitamente decoradas, y les contaba mentiras hasta que se encontraban comprando más de lo que podía permitirles su presupuesto. En aquella ocasión tenía un salón de Alejandría: cofres delicadamente pintados y bufetes de patas esbeltas, con dibujos de ibis coronados y de flores de loto. Para completar el aire egipcio, había recuperado varios abanicos altos de pavo real (utillaje permanente, que ya le había visto utilizar con anterioridad), añadiendo unos cojines suntuosamente bordados al extraño sofá duro que llevaba allí desde siempre y no estaba a la venta. Detrás del sofá colgaba una cortina de color rojo oscuro, que ocultaba una caja fuerte empotrada en la pared.

Sin decir palabra, mi padre se encaminó hacia ella y guardó los ingresos de la subasta del día. Yo sabía que en lo concerniente al dinero sus costumbres eran de lo más metódicas. Gémino nunca abría la caja fuerte delante de la servidumbre, y mucho menos de un cliente. Conmigo se comportaba de otro modo (una de sus escasas maneras de reconocer que éramos parientes). En mi presencia, acudía tranquilamente a la caja y la abría con la llave que llevaba colgada al cuello con una cinta de cuero, como si él y yo, al igual que él y Festo, formáramos alguna clase de sociedad. Pero desde la muerte de mi hermano aquello sólo se había producido en una ocasión.

Se apresuró a dejar caer la cortina cuando hizo acto de presencia un muchacho con la acostumbrada jarra de vino y el cuenco de almendras.

—¡Hola, Falco! —dijo el joven con una sonrisa al reconocerme, apoyado en una pared como una escoba gastada. Después, hizo una mueca de inquietud. Ninguno de los criados sabía muy bien cómo tratarme. En mis primeras visitas al lugar me había negado a reconocer el menor parentesco; ahora, todos sabían que era el hijo del dueño, pero también apreciaban que yo no era tan campechano como Festo. Nadie podía recriminarles que les costara de entender; enfrentado a mi padre, yo mismo me sentía confundido.

Como no era un cliente, el criado pareció dudar si ofrecer el refrigerio o no, pero mi padre cogió la jarra de vino, de modo que el muchacho nos dejó la fuente en que la traía.

—Ese capitán de la guardia amigo tuyo te andaba buscando, Falco. Hay un juez que quiere interrogarte.

Sorprendido, engullí unas almendras demasiado deprisa y carraspeé. Gémino adoptó esa mirada perspicaz de los padres, aunque antes de continuar esperó a que el sirviente se marchara antes de hablar.

—¿Tiene que ver con el desagradable asunto del local de Flora?

—¿Debo suponer que conoces ese tugurio? —pregunté.

Me pareció advertir una mueca burlona en su rostro. La bayuca estaba incómodamente próxima a la casa de mi madre.

—He estado allí algunas veces —respondió. La taberna de Flora sólo tenía diez o doce años de existencia; por lo tanto, había sido abierta después de que mi padre regresara de Capua. Sin embargo, Festo siempre rondaba por el local y cualquiera que conociese a mi hermano tenía que haber oído hablar de ella—. Helena me explicó que te acusan del asunto. Da la impresión de que Petronio se propone echarte el guante.

—Petronio me ha concedido un plazo —le aseguré con el aire de un hombre de mundo a quien amenaza un simple acreedor que acaba de hacerle una capa nueva y tiene la absurda pretensión de cobrarla.

—¿Ah, sí? Bueno, yo tengo algunas influencias…

—No te entrometas —le espeté.

—A juzgar por lo que se comenta, necesitarás una fianza.

—Las cosas no llegarán a ese punto.

—Muy bien. —Estábamos en nuestro feliz intercambio de agudezas habitual. Gémino estaba irritado conmigo y yo, encantado de verlo así—. ¡Hazme saber cuándo hemos de acudir todos al tribunal para lanzar voces de alegría mientras esos cabrones te condenan! —Guardamos silencio mientras él llenaba las copas. Dejó la mía en una estantería; no la toqué—. ¡Oh, bebe y no seas tan pomposo! Ya hemos pasado por esto otras veces; andas envuelto en un buen lío pero no quieres ayuda de nadie. Sobre todo, de mí.

—¡Oh, claro que quiero tu ayuda! —repliqué con un gruñido—. No espero conseguirla pero, ¡por el Hades!, quiero saber qué hay detrás del asunto.

—Siéntate y tranquilízate. No estás en una tabernucha de mala muerte.

Rechacé el asiento que me ofrecía, pero logré dominar el tono de mi voz y dije:

—Es evidente que sucedió algo antes de que nuestro famoso héroe fuera atravesado en Betel por una lanza. Tengo la impresión de que tú estabas con él en el asunto, pero esperabas que éste se hubiera producido lo bastante lejos como para las consecuencias no te salpicasen.

Gémino no hizo el menor esfuerzo por ocultar una expresión farisaica.

—No tengo nada que ver con el asunto —dijo.

—¡Entonces, tampoco tienes motivo para no querer hablarme de ello! Todos debemos afrontar la verdad —insistí resueltamente—. La Decimoquinta ha sido trasladada y todos aquellos a los que parece que debemos dinero se están asegurando de obtener permisos para visitar sus casas. Ese legionario vino a remover la olla de las gachas y, ahora que ha muerto, es probable que aparezca otro. Esto no terminará así como así. —Mi padre agachó la cabeza con gesto hosco, dándome la razón en ese punto, al menos, de modo que continué—: Quien apuñaló a Censorino pudo haberlo conocido por casualidad… o estar metido también en el asunto. Si es así, no me gustaría tropezar con él en una escalera a oscuras. Alguien, en el pasado, debe de haber pisado una bosta de vaca muy repugnante y sólo ahora llega hasta nosotros la pestilencia. Por el momento la llevo encima, pero no te sorprendas si oyes decir que tengo planes para limpiarme a fondo.

—Necesitarás algo más que planes.

Sentí una presión en el pecho.

—¿Es una conjetura, o un hecho?

—Un poco de ambas cosas —respondió mi padre.

Gémino estaba dispuesto a hablar. Ya que tenía la copa de vino a mano y que me disgustaba despilfarrar, la cogí y asenté mis posaderas en una banqueta baja. Había escogido un rincón protegido, prefiriendo eso a una mayor comodidad. Encima de mí, desde el costado de un armario, un dios con cabeza de perro me miraba con una sonrisa burlona e inescrutable en su largo hocico.

—Tenemos que hablar de Festo —insistí en voz baja.

Mi padre soltó una breve carcajada, casi para sí mismo.

—¡Un buen tema de conversación! —exclamó.

Clavó la mirada en el vino. Estábamos bebiendo en unas pequeñas y estúpidas copas de metal, piezas de fantasía diseñadas para dar unos sorbos de cortesía, no para saciar la sed en serio. Gémino sostuvo la suya entre tres dedos. Tenía unas manos grandes de dedos cortos y regordetes, muy parecidas a las de mi hermano. En la diestra llevaba un gran sello con una hematita engastada y otro aro más pequeño, de oro, con la testa de un emperador Claudio, lo cual constituía un juego extrañamente sencillo para un hombre de su oficio, que veía constantemente joyas mucho más finas. En ciertos aspectos, era un hombre más convencional que cualquiera de sus hijos.

Todavía llevaba el anillo de bodas en el dedo corazón de la mano izquierda. Nunca he sabido por qué. Tal vez nunca se le había ocurrido pensar en ello.

—Marco Didio Festo… —Gémino frunció el entrecejo—. Todo el mundo lo consideraba un tipo especial. Quizá lo fuese. O tal vez no fuera más que…

—No te pongas sentimental —lo apremié, impaciente—. Mi hermano mayor tenía olfato y valor. No vería inconveniente en llevar una operación comercial desde el ejército, a mil millas de la ciudad. Pero tuvo que tener un contacto aquí, y estoy seguro de que eras tú.

—En efecto, estábamos asociados en algunas inversiones —asintió.

—¿De qué clase?

—Estás sentado sobre una de ellas —Gémino señaló el mobiliario egipcio con un gesto—. Festo encontró todo esto cuando la Decimoquinta estaba en Alejandría. Llegó con un cargamento que fue embarcado poco antes de su muerte.

—No recuerdo haber visto estos muebles la última vez que estuve aquí.

—No; hace poco que he decidido desprenderme de ellos. —Yo sabía que en ocasiones una venta era cuestión de sentimientos. A uno podía darle reparo elogiar los tesoros de su difunto socio, sobre todo si ese socio era también su hijo predilecto—. Cuando Festo murió, estos muebles quedaron arrinconados. Por alguna razón, no me sentía en disposición de venderlos. Pero cuando apareció ese tipejo de la Decimoquinta, volví a reparar en ellos. No sé por qué los he guardado tanto tiempo; estas piezas de poco peso no son mi estilo.

—¿Dónde tenías los muebles, entonces?

—En casa.

Ante la mención del hogar que compartía con la mujer con quien se había fugado, la atmósfera se hizo tensa. Yo sabía dónde vivía; nunca había llegado a trasponer el umbral, pero era de suponer que la casa rebosaba de seductores objetos de valor.

—Pensaba que quizás aún tenías algún almacén lleno de buenos artículos de importación de mi hermano.

Mi padre no parecía muy digno de confianza.

—Tal vez queden unos cuantos objetos en el viejo granero de Scaro. —Se refería a la casa de campo del tío abuelo Scaro, en la Campania, que Gémino había utilizado para guardar objetos durante largos períodos desde su matrimonio con mamá. (La libre utilización de las dependencias e inmuebles de sus cuñados había sido una razón de peso para que mi padre quedara prendado de ella). Gémino había dejado de acudir allí después de abandonar a la familia pero, más adelante, Festo se había hecho cargo del granero—. Aunque, cuando me puse en contacto con tu tío Fabio, me aseguró que estaba prácticamente vacío.

—Fabio sería incapaz de reconocer una caja con el rótulo «¡Lingotes de oro!». ¿Te importa si echo un vistazo cuando tenga ocasión?

—Irás de todos modos, diga lo que diga…

—¡Gracias por la autorización!

—Pero aparta las manos de lo que encuentres, si hay algo.

—No soy ningún ladrón. Y no olvides que soy el albacea testamentario de mi hermano mayor. De todos modos, sólo iré si me libro de la cárcel. Antes de estar en condiciones de hacer planes para una salida al campo tengo que responder a unas cuantas preguntas delicadas de Petronio. Ahora, háblame de Censorino. Sé que andaba lamentándose de cierto proyecto que había fracasado, pero no conozco los detalles y, desde luego, ignoro por qué los mantenía tan en secreto. ¿Acaso Festo importaba de Grecia algo ilegal?

—¿Por qué iba a hacerlo? ¿Insinúas que estaba saqueando templos o algo así? —Mi padre parecía indignado, pero yo lo creía perfectamente capaz de tal cosa. Gémino continuó sus protestas—: Grecia está llena de obras de arte apetecibles; no hay necesidad de expoliar recintos sagrados. De todos modos, no es ningún secreto. Tu hermano adquirió un cargamento variado de estatuas, jarrones gigantes y urnas, al que añadió algunos productos habituales de Siria y de Judea: lino, tinte púrpura, madera de cedro…

—Pareces irritado.

—¡No soy un jodido comerciante! Me disgusta esa clase de mercancía. El negocio era asunto exclusivo de Festo. Júpiter sabe qué habrá hecho para lograr introducirse en el círculo que controla ese comercio, pero ya sabes cómo era tu hermano. El gremio de la Púrpura Tiria ha estado cerrado oficialmente a los extranjeros durante mil años, pero supongo que acogió a nuestro muchacho como un príncipe fenicio largo tiempo ausente… Festo fletó un barco llamado Hipericón, que naufragó frente a Creta.

—¿Y tú no participabas en la operación?

—Ya te he dicho que no. El Hipericón era un asunto exclusivamente suyo. Lo organizó mientras estaba en Oriente. Por eso recurrió a sus camaradas a fin de obtener capital. Había tenido noticia del cargamento, en el que se encontraban varios objetos de suprema categoría, sin duda, y no tenía tiempo para ponerse en contacto conmigo. Me di cuenta de que en esa sociedad comercial, mi padre era el que financiaba y mi hermano el que aportaba el espíritu emprendedor. Festo buscaba; Gémino compraba y vendía. El asunto funcionaba cuando los dos conseguían ponerse de acuerdo con antelación pero, en caso contrario, planteaba dificultades. La correspondencia con Judea podía llevar entre quince días —si las mareas y los vientos eran favorables— y medio año. O una eternidad, si la nave se hundía.

Reflexioné detenidamente sobre aquello para familiarizarme con la mecánica de funcionamiento. Luego, comenté:

—Si Festo tuvo acceso a una mercancía interesante, seguro que no permitiría que la mera distancia frustrara los planes. Ni la falta de fondos. Así pues, involucró a sus camaradas de tienda y de juerga y todos perdieron el dinero invertido. Una verdadera tragedia pero, ¿qué tiene de especial? ¿A qué viene ahora tanto alboroto? ¿Qué había de extraordinario en ese cargamento?

—Nada —dijo Gémino sin alterarse—. Hasta dónde yo sé, la mercancía era normal. Lo que apestaba era el dinero con que la operación fue financiada.

—¿Lo sabes con seguridad?

—Lo supongo.

—¿Cómo es eso?

—Imagina.

Estudié el problema.

—¿De qué estamos hablando, de unos cuantos viejos dioses de mármol y de un puñado de alabastros?

—Nada de eso. Por lo que contó Censorino, Festo había encontrado suficientes cerámicas de primera calidad para surtir un museo privado. Al parecer las estatuas eran excelentes.

Por eso tu hermano necesitó más dinero del habitual, y por eso no quiso arriesgarse a estropear la transacción esperando a ponerse en contacto conmigo.

—¿No tenéis avales comerciales en las tierras del Imperio?

—Hasta cierto punto. —Por un instante, me pregunté si mi padre había tenido una fe limitada en la honradez de mi hermano mayor. Al advertir mis dudas, sonrió levemente. Pero me ofreció la explicación pública—: No me gusta hacer grandes inversiones en cargamentos desde puertos lejanos. Un capitán deshonesto, un aduanero torpe o una tormenta fuerte, y todo perdido. Festo lo aprendió por las malas con el naufragio del Hipericón.

—Era demasiado impetuoso. Tenía buen gusto, pero ideas frívolas.

—Vendía pompas de jabón —asintió Gémino, con un matiz de admiración en sus palabras. Él tenía un carácter cauto, casi cínico, que yo había heredado. Pero quizá los dos anhelábamos poder correr riesgos azarosos con la feliz intrepidez de Festo.

—Sigo sin entender por qué la Decimoquinta Apolinaria nos viene ahora con reclamaciones por lo sucedido.

—Por desesperación. —La voz de mi padre adoptó un tono apagado—. Al parecer, la mejor pieza del cargamento desaparecido llevaba escrito el nombre de esos legionarios. ¿De dónde sacaría un grupo de centuriones en servicio activo el dinero necesario para comprar un fidias?

—¿Un fidias? —Aquélla era una sorpresa por partida doble—. Es la primera vez que oigo que Festo acaparara el mercado de las Siete Maravillas del Mundo.

—¡Siempre pensaba a lo grande! —exclamó nuestro padre con un encogimiento de hombros. Una vez más (no era la primera, por supuesto), volví a sentirme el segundón de la familia.

—Cuando he bromeado respecto a saquear templos, no estaba pensando en la estatua de Zeus en Olimpia…

Mi padre me rectificó secamente.

—Ese hombre me dijo que era un Poseidón. Y dijo que era bastante pequeño.

—¡Probablemente eso signifique que era enorme! ¿Estabas al corriente de esto? —pregunté, incrédulo.

—Sólo lo supe cuando ya era tarde para sentir envidia. Me enteré de que el Hipericón se había hundido. Durante ese último permiso Festo me confesó que había sufrido un grave quebranto con el naufragio y me habló del Poseidón.

Incluso después de que su plan se convirtiera en humo, mi hermano debió de estar impaciente por explicarlo.

—¿Te convenció lo que contó?

—Me resultó difícil tomarlo en serio. Festo se pasó bebido casi todo el tiempo que duró el permiso… aunque eso es comprensible, si de verdad había perdido un fidias. Yo tampoco habría parado de beber. De hecho, al poco rato de que me lo contara, también yo había pillado una buena.

—El dios está donde debe, padre. Si Festo tenía la estatua a bordo de ese barco, ahora se encuentra en el fondo del mar.

—Y ahí es donde quizá querrían estar sus camaradas de la Decimoquinta —refunfuñó Gémino—. Si mi teoría de por qué están tan agitados resulta correcta.

—¿Y cuál es esa teoría?

Me invadió progresivamente un presentimiento. Gémino apuró su copa con un gesto de enfado.

—Que los honorables camaradas de tu hermano adquirieron esa escultura de Fidias con el dinero robado de la caja de su legión.

Tan pronto como lo hubo dicho, la terrible historia encajó.

—¡Por los dioses! ¡Si los descubren, es un delito capital!

—No es descabellado suponer —dijo mi padre con el tono ligero y burlón que mi hermano no había heredado— que Censorino esperaba que tú y yo les devolviéramos el dinero a tiempo de salvar la piel. La revuelta judía está sofocada, la Decimoquinta Apolinaria ha hecho un alto en su gloriosa labor militar, se reanuda la normalidad cuartelera y…

—No me lo digas… ¡Y ahora esperan una visita de los auditores de la Tesorería!