LXII

Corrí al piso de abajo a buscar herramientas. Mientras lo hacía, estudié de nuevo la distribución de la planta. Si de veras existía otra habitación, nunca se había podido acceder a ella desde el pasillo; en el lugar donde debería haber estado la puerta, se encontraban los peldaños de la escalera.

Regresé a toda prisa con un hacha de carnicero y un martillo de carne de la cocina. Me sentía frenético como un empleado de matadero al que el calor de la canícula le hubiera hecho perder el juicio.

—La entrada debía ser a través de esta habitación —indiqué a Helena. En Roma, era un hecho habitual. Miles de personas llegaban a sus alcobas cruzando otra estancia, por lo menos, o incluso una serie completa de ellas. La nuestra no era una cultura que diese mucho valor a la intimidad doméstica.

Palpé la pared con la mano abierta, tratando de olvidar que la había visto rociada con la sangre del soldado. El tabique era de listones de madera y argamasa, con un enlucido tan basto que podría haber sido obra de mi cuñado, Mico. Tal vez lo fuera: recordé que Mico me había contado que Festo le había proporcionado un trabajo. De todos modos, no creí probable que mi cuñado hubiera alcanzado a ver lo que había emparedado en la habitación secreta. No; tenía que haber sido otro quien tapiara el hueco a escondidas… Casi con seguridad, alguien que yo conocía.

—¡Festo! —murmuré. Sí, Festo, esa última noche en Roma… Festo, escabulléndose de la lavandería de Lenia con el cuento de que tenía un trabajo pendiente.

Para eso debió de buscarme esa noche: para que le echara una mano en el trabajo pesado. Ahora, después de tanto tiempo, allí me encontraba por fin, sin él y dispuesto a destruir su trabajo. Cuando pensé en ello, me embargó una sensación extraña que no era únicamente de júbilo.

A pocos dedos de distancia del gancho de la capa, aprecié un cambio en la superficie. Recorrí la pared de parte a parte, golpeándola levemente con los nudillos. No cabía ninguna duda de que el ruido cambiaba de tono al llegar allí, como si pasara ante una zona hueca de apenas tres palmos de anchura. Aquello podía haber sido, en otro tiempo, el hueco de una puerta.

—¿Qué te propones hacer, Marco?

—Correr el riesgo.

Las demoliciones siempre me inquietan. La bayuca era una construcción tan deficiente que un movimiento en falso podía provocar el hundimiento de todo el edificio. Los huecos de las puertas son resistentes, me dije. Di unos saltitos sobre los talones, probando el suelo, pero éste parecía bastante firme. Sólo esperaba que el tejado no se viniera abajo.

Busqué una grieta, introduje el hacha de carnicero como si fuera un buril y golpeé cautamente con el mazo de ablandar la carne. El yeso se desconchó y cayó al suelo, pero el impacto no fue suficiente. Tuve que golpear con más fuerza, pese a mi intención de ser muy cuidadoso. No quería irrumpir en la estancia secreta entre una lluvia de cascotes. El escondrijo podía contener objetos delicados.

Tras desprender la capa superior de yeso, pude trazar el borde del dintel y del marco. El hueco de la puerta había sido taponado con ladrillos de arcilla refractaria. El trabajo, bastante imperfecto, se había llevado a cabo a toda prisa, sin duda. La argamasa era una mezcla pobre que se desmoronaba con facilidad. Intenté quitar los ladrillos empezando casi desde la fila superior. Tras mucho esfuerzo y después de levantar bastante polvo, conseguí retirar uno; luego, procedí de igual manera con los siguientes, retirándolos uno a uno. Helena me ayudó a apilarlos a un lado.

Efectivamente, había otra estancia. Tenía una ventana como la de la habitación en que nos encontrábamos, pero la cámara secreta estaba oscura como la pez y llena de polvo. Cuando me asomé por el hueco, no alcancé a distinguir nada. Con paciencia, despejé en el antiguo hueco de la puerta un orificio de dimensiones suficientes para poder pasar por él.

Después, aguardé unos instantes a que el polvo se asentara, mientras me recuperaba del esfuerzo. Helena abrazó con fuerza mis hombros empapados, esperando en silencio a que me pusiera en acción. Cubierto de polvo, le dirigí una excitada sonrisa.

Cogí el candil y, sosteniéndolo delante de mí, pasé un brazo por la angosta abertura y me colé de costado en la quietud sepulcral de la cámara contigua.

Había abrigado a medias la esperanza de encontrarla llena de tesoros, pero estaba vacía. A excepción de su único ocupante. Cuando hube pasado los hombros por el orificio y erguí el cuerpo, me encontré cara a cara con el hombre. Estaba de pie junto a la pared del fondo, justo enfrente de mí, y me miraba fijamente.