XVIII
Hice un último intento por restaurar la paz.
—Hablo en serio, encanto. Puede que me detengan en cualquier momento. No estropeemos la velada con nuevas revelaciones domésticas.
Helena Justina me escuchó con las manos ligeramente cruzadas sobre el regazo, en un gesto casi tímido. Quien no la hubiese tratado nunca la habría tomado por una dama de alcurnia entrevistando a un fabricante de cojines en busca de trabajo, pero yo la conocía profundamente y sabía que su expresión apenada significaba que estaba furiosa… más furiosa que si su rostro mostrara irritación.
No tardaría en sentirse dolida, además.
—Marco…, cuando veo a todos tan impacientes por contarme que sedujiste a la novia de tu hermano, me gustaría poder asegurarles que tú mismo me has puesto ya al corriente de toda la historia.
—Gracias —respondí, fingiendo que tomaba sus palabras por un cumplido. Explicar toda la historia planteaba algunos problemas. Sólo Festo la conocía completa—. Para empezar, Helena, si seduje a Marina, ella no puso ningún reparo… y en cuanto a Festo, es probable que todo fuese idea suya.
—¿Acaso fue ella quien te sedujo a ti? —apuntó Helena, casi esperanzada.
—No. Eso es prerrogativa tuya —respondí con una sonrisa.
A continuación, le conté lo sucedido en Roma esa noche larga y terrible.
Al morir, Festo tenía treinta y cinco años. Para ser sincero, nunca habíamos esperado que fuera a morir de un modo heroico. Parecía mucho más propio de él perder la vida accidentalmente en el transcurso de una juerga.
Como me llevaba unos años, siempre me había parecido que Festo pertenecía a otra generación aunque, cuando se produjo el fatal suceso, las distancias entre nosotros se estaban reduciendo. La gente solía comentar lo parecidos que éramos, pero eso sólo se debía a que teníamos los mismos rizos rebeldes y la misma sonrisa bobalicona. Festo era más bajo y más fornido, más atlético y de temperamento más dulce. También era más dotado para los negocios, más afortunado con las mujeres, más elegante, más agudo y más fácilmente aceptado como un tesoro por el resto de la familia. Yo nunca había dudado ni por un instante de que mi hermano era el favorito de la casa, tanto para mis padres como para la mayoría de mis hermanas. (A pesar de ello, yo también había tenido mi parte de niño malcriado: durante la infancia, había representado en la familia el papel del hijo pequeño, ya que Maya, a quien le correspondía en realidad tal posición, no soportaba los mimos).
Como buen ciudadano romano que veía en ello la oportunidad de comer, beber y perderse a costa del Imperio al tiempo que utilizaba sus incomparables instalaciones para viajar por el mundo, Festo se alistó en las legiones tan pronto creyó tener edad suficiente para hacerlo.
—Entonces, tuvo que ponerse en contacto con tu padre, sin duda —apuntó Helena—. Para alistarse, necesitaría la autorización por escrito del cabeza de familia.
—Es cierto. Ese es uno de los aspectos de la vida pública en los que resulta dolorosamente embarazosa la ausencia del padre.
—Pero tú también entraste en el ejército, más tarde. ¿Cómo lo conseguiste?
—Mi tío abuelo, Escaro, hizo de tutor.
—¿Te caía bien?
—Sí. —El tío Escaro, un viejo bribón, alegre y campechano, siempre me había proporcionado el lugar en el mundo del que mi padre me había privado.
Los hombres emprendedores prosperan en el ejército. Al fin y al cabo, los reglamentos están para sacarles utilidad. Mientras que yo tuve que servir cinco años en las duras provincias del norte, Festo consiguió fácilmente, mediante artimañas, los destinos más cómodos y atractivos: pasó un breve período en Hispania, otro en Egipto con la Decimoquinta Apolinaria y después, al estallar la guerra civil en Judea, fue enviado a Oriente con el resto de la legión. Podría pensarse que esto último fue un error de cálculo pero, como en esa época el Imperio entero estaba a punto de entrar en erupción, mi hermano se habría visto envuelto en combates allí donde lo hubieran destinado. Con precisión de experto, consiguió colocarse bajo el mando directo del futuro emperador, Vespasiano. La legión estaba comandada por el propio hijo de éste, lo cual resultaba doblemente útil para Festo ya que éste había conseguido de algún modo el ascenso a centurión y, por lo tanto, veía a Tito César cada día en el consejo de guerra.
El año en que comenzó la rebelión judía, cuando Nerón envió a Vespasiano a encargarse del asunto y la Decimoquinta se puso en marcha desde Alejandría para colaborar en ello, Festo volvió a casa con un permiso por enfermedad. Para ello había simulado una herida, algo en lo que estaba especializado. Su estado parecía lo bastante grave para precisar de una convalecencia en Italia aunque, tan pronto como pisó tierra en Ostia, se mostró perfectamente capaz de hacer cuanto quería, sobre todo en lo que se refería a las mujeres. A las mujeres de otros, especialmente. Festo consideraba un deber patriótico de los no combatientes prestar sus mujeres a los centuriones de permiso. Y las mujeres compartían la idea.
El ejército, en cambio, no se tomaba las cosas tan a la ligera. Con las legiones tan desplegadas en el desierto, eran precisos todos los hombres. Al cabo de seis semanas en Roma mi hermano recibió, para su disgusto, la orden de regresar urgentemente a Judea.
—Todos teníamos a Festo por uno de los eternos supervivientes de la vida. Nadie imaginaba que fuera a morir allí.
—Supongo que él menos que nadie —dijo Helena—. ¿Es aquí donde debo empezar a sentirme molesta?
—Me temo que sí…
Su última noche en Roma —que habría de ser, también, la última ocasión en que nos viéramos—, me llevó al circo Máximo. Festo siempre había sido un asiduo asistente al circo, sobre todo por las descaradas mujeres junto a las que podía sentarse en las gradas no segregadas. Mi hermano era un devoto frecuentador de las muchachas que acuden a los escasos lugares en los que pueden exhibirse y mostrarse accesibles. Y cuando tenían cerca a Festo, por cierto que lo hacían sin reparos. Yo solía fijarme en ello con asombro y fascinación. Actuaban de ese modo incluso cuando, como esa noche, mi hermano iba acompañado de su eterna novia, Marina.
Festo no vio nada anormal en pasar la última noche de permiso con su novia y su hermano pequeño. Los tres formábamos un grupo difícil de encajar pero él, sencillamente, no se daba cuenta. Como tampoco parecía haber advertido que yo deseaba a su chica.
—¿Era atractiva?
—Muchísimo.
—No te molestes en describirla —resopló Helena.
A Festo siempre le habían gustado las mujeres llamativas. Aun cuando Marina estaba enfurruñada porque Festo dejaba Italia, su presencia nos convirtió en un grupo fácilmente reconocible y muchas cabezas se volvieron hacia nosotros cuando ocupamos nuestras gradas en el circo y más tarde, cuando Festo nos arrastró por una serie de tabernas apenas iluminadas. Marina conocía a Festo desde hacía años. Como novia permanente, tenía derecho a sentir más confianza que las diversas gatitas que se entregaban a él durante unos pocos días de pasión para luego encontrarse con que las despedía sin el menor miramiento. Todo el mundo —hasta el propio Festo, probablemente— daba por sentado que algún día se casarían. Sólo mi madre tenía sus dudas. En cierta ocasión, me confesó que veía más probable que mi hermano nos avergonzara a todos llevando a casa a alguna muñequita exótica que hubiera conocido un par de semanas antes, anunciando que había encontrado el amor verdadero. Festo, ciertamente, poseía una vena romántica. Sin embargo, murió antes de tener oportunidad de hacer algo semejante, lo cual le ahorró a mamá tener que educar a alguna jovencita que se creyese demasiado bonita para ayudar en la casa. También me dejó a mí la tarea de sorprender a la familia con una novia inadecuada, y dejó a Marina soltera pero inabordable. Y convertida en un miembro de la familia porque, para entonces, nos había honrado dando a luz a mi sobrina Marcia.
La pequeña Marcia contó desde el nacimiento con el respaldo permanente del clan Didio. Y si alguien se atrevía alguna vez a insinuar ante Marina que Festo tal vez no fuese el padre, ella se apresuraba a replicar que, si no era él, tenía que serlo yo.
—Una vez te pregunté si Marcia era hija tuya y lo negaste —dijo Helena con voz forzada.
En efecto, lo había hecho, pero apenas nos conocíamos y yo sólo intentaba impresionarla. Explicarle lo relativo a Marcia habría sido demasiado enrevesado. Aunque tal vez habría debido hacerlo, de todos modos. Ahora resultaba aún peor.
—Digamos que el asunto guarda ciertos interrogantes…
Lo que había sucedido era que, ya de madrugada, cuando Festo, Marina y yo estábamos demasiado borrachos para ser razonables, mi extrovertido hermano había conocido a unos artistas, también empapados en vino, en una taberna de baja estofa al pie de la colina Celia. Sus nuevos amigos eran muy del estilo de él: pícaros redomados, sin una moneda en los bolsillos de sus manchadas túnicas pero muy desenvueltos a la hora de sumarse a la mesa de otro grupo y pedir a voces más vino. Yo me sentía exhausto. Un rato antes había estado muy ebrio, pero ya me había recuperado lo suficiente para sentirme insociable y soez. A aquellas alturas, ya no me apetecía seguir bebiendo. Por el momento, incluso soportar a Festo había perdido su gracia. Anuncié que me marchaba. Marina dijo que ella también tenía suficiente. Festo me pidió que la acompañase a casa y prometió acudir allí enseguida.
Seguro que se olvidó. A decir verdad, tuve la íntima sospecha de que la descarada rubia que había estado sentada a su lado en el circo lo estaba aguardando en algún balcón. Marina también se había fijado en la rubia y, como era su última oportunidad de estar juntos, se lo tomó muy mal. Cuando llegamos a su casa, se quejó del trato que le daba Festo. Yo también me sentía muy decepcionado con él, pues también era mi última ocasión de verlo. Por una vez, mi hermano debería haber dejado de lado a unos miserables desconocidos y continuar con nosotros. El chasco que nos había dado después de aguantarle y seguirle en la ronda por las tabernas, junto a la inútil espera, acabó por sacarnos de nuestras casillas.
En un momento dado, hice un comentario estúpido respecto a que Festo tenía suerte de que yo no fuera de los que tratan de aprovecharse de las situaciones, a lo que Marina replicó:
—¿Por qué no?
Más adelante, Marina dejaría muy en claro que lo sucedido no le había producido un gran placer. Yo tampoco tuve oportunidad de disfrutar. La bebida, la confusión y el sentimiento de culpa echaron a perder el encuentro.
En algún momento de la mañana siguiente, me encontré de vuelta en mi piso sin la menor idea de cómo y cuándo había llegado hasta allí. Me di cuenta de que Festo habría partido hacia el puerto varias horas antes, si estaba en condiciones de hacerlo. (Lo estaba y, en efecto, lo había hecho). Por lo tanto, no llegué a despedirme de él.
Evité a Marina durante semanas, buscando excusas para pasar todo el tiempo posible fuera de la ciudad. Después, me llegó la noticia de que estaba embarazada, pero todo el mundo dio por sentado que Festo era el padre de la criatura; a mí me vino bien compartir tal opinión.
Más tarde, un año después, llegó el día en que, al regreso de una visita al tío abuelo Escaro, que vivía en la casa solariega que la familia poseía en la Campania, acudí a casa de mi madre a llevarle noticias de sus parientes y me encontré reunida a toda la parentela. Recuerdo que me fijé en un documento abierto sobre la mesa. Y cuando ninguna de las mujeres quiso (por una vez) decir nada, uno de mis cuñados me comunicó la noticia: Festo había conducido un asalto a las defensas de una ciudad asediada llamada Betel, en Galilea, y había sido herido de muerte mientras se volvía para animar a sus hombres a seguirlo. Se le había concedido la Corona Mural por haber sido el primero en cruzar el baluarte enemigo y sus heroicas cenizas habían sido aventadas en Judea.
Al principio, no pude creer lo que oía. Mucho tiempo después, todavía en ocasiones pensaba que debía de haber sido un sueño, o una broma.
Resultó que Marina y Festo nunca habían tenido por costumbre escribirse, y que ella no había considerado necesario hacerlo en esta ocasión sólo para decirle que había tenido una hija. ¿Para qué preocuparlo? Cuando volviera de la guerra, Marina le presentaría a la gorjeante criatura y a Festo se le caería la baba al instante. (En esto, acertaba. Aparte de que Marcia era una niña preciosa, mi hermano era un auténtico sentimental).
Perder a mi hermano ya era suficientemente doloroso, pero fue en esa misma asamblea familiar, a mi regreso de la Campania, cuando me pidieron explicaciones ante la inesperada declaración pública de Marina acerca de nuestra noche de lo que tan irreflexivamente se llama amor. Marina había armado un gran revuelo al anunciar que yo debía ocuparme de ella porque la pequeña Marcia era fruto de nuestro desliz.
Mi familia reaccionó ante la noticia con su habitual generosidad. Nadie puso en duda las afirmaciones de Marina. Yo había mostrado un profundo cariño por la recién nacida y, al fin y al cabo, en su última visita Festo era un hombre herido…
—¿Estaba herido en esa parte? —me interrumpió Helena, quien había permanecido escuchando con una expresión de perplejidad, no del todo hostil hacia mí.
—Mira, eso es muy propio de mi familia. La insinuación es absurda; Festo se clavó un puñal… ¡en el pie!
—Lo siento. He olvidado que la gente no razona con lógica. ¿Qué más sucedió?
—¿Qué imaginas? Fui recibido con un chaparrón de recriminaciones y recibí la orden terminante de casarme con la chica.
Helena me miró, aún más desconcertada, como si esperase oírme confesar que le había estado ocultando una esposa.
Lo cierto es que a punto estuvo de suceder. Presa de una confusión y de un sentimiento de culpabilidad aún más acusados, y muy bebido, me oí a mí mismo acceder a ello. Pero entonces Marina, que tenía un agudo instinto de autoconservación, hizo recuento de las vidas que estábamos a punto de arruinar y se asustó. Devolvió a Festo la paternidad de Marcia y renunció rápidamente a la boda. Para mí, aquello representó una nueva andanada de insultos, aunque a un coste menor.
Y así llegábamos a la situación actual.
—¿Cuál es la situación actual, para ser exactos? —preguntó Helena con ironía.
—Sólo la que tú creas.
—Me resulta pasmosa.
—Mucho.
Evidentemente, debía ocuparme de la niña. Tenía que hacerlo por mi hermano. Tampoco tenía modo de rehuir mi responsabilidad para con la madre. La conciencia es una cosa terrible. Marina me tenía atrapado y jamás me libraría de ella. Podría haberse casado y desaparecer pero, ¿para qué molestarse cuando tenía libertad para divertirse mientras yo le pagaba las facturas? Y, entretanto, me había convertido en el blanco de toda clase de bromas cada vez que a mis parientes les apetecía ejercitar sus talentos.
No hubo bromas por parte de Helena. Parecía molesta, pero no vengativa. Yo habría preferido ver volar la vajilla; las actitudes comprensivas siempre hacen que me sienta fatal.
Incapaz de soportar la tensión un momento más, salté del asiento y deambulé por la estancia. Helena tenia los codos apoyados sobre la mesa de la cocina de mi mamá y la cabeza hundida entre las manos. Finalmente, me acerqué por detrás y posé mis manos sobre sus hombros.
—Helena, no juzgues el presente por lo sucedido en el pasado. Tienes que saber que conocerte fue para mi un acontecimiento extraordinario.
Ella toleró el contacto y el comentario sin reaccionar.
Impotente, me aparté de ella. Helena se puso de pie, se estiró y abandonó la habitación rumbo a su lecho. Yo no había sido invitado, pero fui tras ella de todos modos.
Permanecimos acostados en la alcoba a oscuras durante lo que me parecieron horas, sin tocarnos. Debí de quedarme dormido porque volví a despertar al cabo de un rato. Helena seguía acostada, inmóvil. Puse la mano en su brazo, pero ignoró el contacto. Resentido con su falta de respuesta, le volví la espalda.
Al cabo de un momento, ella también se movió. Se deslizó detrás de mí, encajó las rodillas en el hueco de mis corvas y apretó el rostro contra mi columna. Esperé el rato suficiente para dejar sentado algo —ignoro el qué—, pero no tanto como para darle ocasión de apartarse otra vez. A continuación, me volví con cuidado y la estreché contra mí. Durante un breve rato, percibí sus sollozos. No me alarmé. Era culpa mía… pero Helena estaba llorando de alivio por el hecho de que estuviéramos allí juntos, abrazados. Éramos amigos. Y seguiríamos siéndolo durante mucho tiempo.
La retuve entre mis brazos hasta que su llanto remitió. Después, los dos nos sumimos en un profundo sueño.