XLIII
Vi que mi padre se agarraba las manos.
Renuncié a mantener el humilde papel que me había impuesto Gémino y endurecí mi postura:
—He llegado a esta historia bastante tarde. ¿Os importa si repasamos los hechos para ver si los he entendido bien? Se dice que mi hermano mayor, Didio Festo, adquirió en Grecia una estatuilla, presuntamente un Poseidón atribuido a la mano de Fidias…
—Y que nosotros lo compramos, según consta —me interrumpió Caro, pensando obviamente que me había bajado los humos con su ocurrencia.
—No lo tomes como una grosería pero, ¿tenéis una factura?
—Por supuesto —asintió Servia. La mujer debía de haber tratado con mi familia anteriormente.
—Me la han enseñado, Marco —murmuró mi padre. No le hice caso.
—¿Os la extendió Festo? Pues bien, Festo ha muerto. ¿Qué tenemos que ver nosotros con esto?
—¡Es lo que yo digo! —declaró Gémino. Se irguió con aire digno y añadió—: Formalicé la independencia de Festo de la autoridad paterna cuando se alistó en el ejército. —Probablemente, estaba mintiendo, pero nadie ajeno a la familia podía demostrarlo. Resultaba creíble, aunque no lograba imaginar por qué habrían de recurrir Gémino y Festo a tal formalidad. Conseguir la emancipación del dominio de su padre es algo que sólo preocupa al hijo que se siente atado por esa autoridad paterna, y tal caso jamás se había dado en la familia Didia. Probablemente, cualquier vecino del Aventino al que se preguntara corroboraría el hecho con una gran sonrisa.
Pero Caro se negó a aceptar explicaciones.
—Yo espero de un padre que acepte la responsabilidad de las deudas de su hijo.
Sentí una incontenible necesidad de ensayar una ironía y exclamé:
—¡Me alegra comprobar que alguien cree todavía en la familia como una unión indisoluble, padre!
—¡Testículos de toro! —exclamó él. Caro y Servia quizá tomaron sus palabras por una referencia a los ritos místicos de algún culto oriental. O quizá no.
—Mi padre está trastornado —lo disculpé ante la pareja—. Cuando alguien dice que le debe medio millón, se descompone.
Caro y Servia me miraron como si acabara de decir algo incomprensible. Su indiferencia ante nuestros problemas me produjo asombro. También me produjo un escalofrío.
He estado en muchos lugares donde la atmósfera era más siniestra: los matones armados de garrotes y puñales producen un efecto muy vivo. Allí no había nada parecido, pero el ambiente era poco afable y, a su modo, tan intimidador como el que más. El mensaje resultaba inexorable: o pagábamos, o lo lamentaríamos. Lo lamentaríamos hasta que saldáramos la cuenta.
—Por favor, sed razonables —insistí—. Nuestra familia es pobre. Sencillamente, no podemos juntar tanto dinero.
—Debéis hacerlo —dijo Servia.
Podíamos seguir hablando cuanto quisiéramos pero, por mucho que argumentáramos, no llegaríamos a ningún acuerdo. A pesar de todo, me sentí obligado a probar de nuevo.
—Repasemos lo sucedido —dije—. Vosotros pagasteis a Festo por la estatua. Él intentó de buena fe hacerla llegar a vuestras manos, pero la nave naufragó. Para entonces, el objeto era propiedad vuestra. Por lo tanto —declaré, con más atrevimiento del que sentía—, vuestra es la pérdida.
Caro añadió un ingrediente más a la escudilla:
—En ningún momento se nos dijo que la estatua aún estaba en Grecia.
El asunto resultaba delicado y el corazón me dio un vuelco. Me pregunté qué fecha constaría en la factura. Tratando de no volver la vista hacia mi padre, incluso me pregunté si mi impresentable hermano les habría vendido el fidias cuando ya sabía de su pérdida. Seguro que Gémino se habría fijado en ese detalle cuando tuvo ocasión de ver el documento. Y, sin duda, me habría puesto sobre aviso… ¿O no?
Una cosa estaba clara: no podía atraer la atención sobre el fraude de nuestro muchacho pidiendo ver la factura en aquel momento. No importaba; si Festo había estafado a aquella pareja, no quería enterarme.
—¿Quieres decir que comprasteis el objeto a ciegas? —pregunté en tono de azoramiento.
—«Mármol antiguo» —entonó Caro, citando sin duda las palabras del documento de venta que prefería no examinar—. «Un Poseidón de Fidias», proporciones heroicas, expresión de noble placidez, indumentaria griega, cabello y barba abundantes, dos varas y cuatro pulgadas de altura, un brazo alzado en actitud de lanzar un tridente… Tenemos nuestros propios transportistas —me informó en tono cáustico—. Los hermanos Aristedón. Gente de confianza. Si nos hubiésemos encargado del flete por nuestros propios medios, entonces sí estaríamos dispuestos a aceptar la responsabilidad de la pérdida. Tal como sucedieron las cosas, no.
Festo podía haber dejado que corriesen con el riesgo del transporte, y un dato así era imposible que se le pasase por alto. Él siempre estaba bien informado de cuanto se refería a sus clientes. Entonces, ¿por qué no lo había hecho? Lo supe sin necesidad de pensarlo. Mi hermano quería traer la estatua por sus propios medios porque tenía una arruga extra en la manga de su mugrienta túnica.
Lo sucedido no era culpa mía. Ni siquiera de mi padre.
Pero aquello no detendría a Caro y a Servia.
—¿Vais a llevarnos a juicio?
—Los litigios en tribunales no son nuestra filosofía.
Conseguí reprimir un comentario: «No, lo vuestro sólo es la coacción por la fuerza».
—Escuchad, hace muy poco que me he enterado de este problema… —empecé una vez más—. Estoy tratando de investigar qué sucedió. Al cabo de cinco años no resulta fácil, de modo que solicito de vosotros un poco de comprensión. Os doy mi palabra de que pondré todo mi empeño en resolver el asunto. Sólo pido que dejéis de acosar a mi anciano padre…
—¡Sé ocuparme de mí mismo! —resopló el Didio de edad más avanzada, siempre dispuesto a intervenir con algún comentario absurdo.
—Y que me deis un poco de tiempo.
—¿Después de cinco años? ¡Imposible! —declaró Caro.
Tuve ganas de enfrentarme a él, de dejarme llevar por la cólera y replicarle que podía intentar lo que quisiera, que nosotros resistiríamos. Pero era inútil. Ya había discutido el asunto con mi padre camino de la casa: podíamos contratar guardaespaldas para las subastas y proteger con barricadas el despacho y el almacén. Podíamos tener custodiadas nuestras respectivas viviendas y no dar nunca un paso sin una comitiva de escoltas armados. Pero no podíamos mantener semejante situación todos los días, y todas las noches, durante años.
Caro y Servia tenían la torva insistencia de quien no suelta su presa. Jamás nos veríamos libres de la sensación de amenaza contra nosotros, contra nuestras propiedades, contra nuestras mujeres… y las repercusiones del asunto tendrían un coste abrumador. Jamás escaparíamos a la incomodidad ni a la sospecha pública que no tarda en levantarse hacia la gente que arrastra litigios de deudas.
Y jamás podríamos olvidar a Festo.
Los anfitriones empezaban a cansarse de nosotros y nos dimos cuenta de que estaban a punto de ponernos de patitas en la calle.
Mi padre fue el primero en aceptar que la situación no tenía salida.
—No puedo reponer ese fidias, no se tiene noticia de ninguna pieza similar. Y respecto a encontrar medio millón, eso me dejaría la caja vacía.
—Vende tus propiedades —le aconsejó Caro.
—No me quedará más que un almacén vacío y una casa desnuda.
Caro se limitó a encogerse de hombros.
Mi padre se puso de pie. Con más dignidad de la que esperaba de él, se limitó a afirmar:
—Vender todo lo que tengo llevará tiempo, Casio Caro.
Esta vez no pedía un favor, sino que estaba estableciendo sus condiciones. Unas condiciones que sin duda serían aceptadas, pues Caro y Servia querían cobrar.
—Vamos, Marco —me ordenó a continuación, sin alzar la voz—. Parece que tenemos mucho trabajo que hacer. Volvamos a casa.
Por una vez, prescindí de mi insistencia en dejar pública constancia de que Gémino y yo teníamos conceptos muy distintos de lo que entendíamos por «casa».
Mi padre abandonó la mansión con cara tensa. Fui tras él, presa de la misma desesperación. Medio millón era más de lo que ya me había resultado imposible reunir para mi más acariciado anhelo. Era más dinero, en realidad, del que yo esperaba ver junto jamás. Y si alguna vez llegaba a verlo, quería disponer de él para casarme con Helena.
¡Ay!, ésta era una idea de la que podía ir despidiéndome para siempre, si terminaba enredado en aquel asunto.
Pero, aunque lamentara el resto de mis días perder a Helena, me di cuenta de que no podía permitir que las consecuencias de la deuda de mi irresponsable hermano recayeran exclusivamente sobre los hombros de mi padre.