LVI
Abandonamos Ostia por vía fluvial. Fue un viaje frío y lento. Sumidos como íbamos en reflexiones sobre el misterio que Cayo Baebio acababa de revelarnos, formábamos un grupo silencioso.
Había dejado de llover, pero cuando llegamos a Roma el cielo amenazaba tormenta. Los caminos estaban resbaladizos. Los charcos de agua rebosaban sobre las aceras allí donde los vendedores callejeros y los descuidados vecinos habían permitido que las hojas de col y los fragmentos de ladrillos viejos atascaran las alcantarillas. Los tejados goteaban de vez en cuando. El aire estaba impregnado de niebla del Tíber, a través de la cual nuestro aliento añadía nuevas vaharadas de humedad.
Al poner pie en tierra se presentó uno de los hombres de Petro, que había estado controlando las barcazas del río.
—¡Falco! —carraspeó—. Petronio nos tiene a todos buscándote.
—No he violado la libertad condicional. Estoy con mi fiador… —Dejé de sonreír—. ¿Problemas?
—Quiere hablar contigo. Dice que es urgente.
—¡Marte Ultor! ¿Qué sucede?
—El otro centurión relacionado con el legionario apuñalado se ha presentado. El jefe lo ha interrogado una vez, pero ha aplazado un juicio definitivo hasta que comprobemos la historia del sujeto.
—¿Estoy libre de sospecha, o ha presentado una coartada?
—¿Acaso no la tienen siempre? Mejor que lo sepas por Petronio. Yo correré al puesto de guardia para anunciar que has regresado.
—Gracias. Estaré en la Plaza de la Fuente. Me presentaré cuando Petronio quiera.
—¡Hablas como una de sus mujeres! —comentó el guardia misteriosamente.
Nos citamos en la bayuca de Flora. Encontré a Petronio Longo sentado ante su almuerzo y hablando con el camarero y con uno de sus hombres, Martino. Éste salió cuando yo aparecí. Otra comida, encargada previamente por mi cortés amigo, fue colocada al momento delante de mí. Epimando nos sirvió con gran obsequiosidad, en una muestra de respeto a Petronio, probablemente.
Distinguí la gruesa capa marrón de Petro, cuidadosamente doblada a su lado sobre una pila de pertrechos que reconocí como el equipaje del legionario muerto. Por el momento, no hice ningún comentario al respecto. Epimando, quien tal vez había reconocido también aquellos objetos, dio un rodeo para evitar nuestra proximidad como si el capitán de la guardia hubiese llevado a la taberna un caldero de bruja.
Encontré a Petronio tan calmoso e impertérrito como de costumbre.
—Pareces deprimido, Falco. ¿Es por culpa del caldo de la bayuca?
—Es por culpa de Festo —le confesé. Petro soltó una breve carcajada.
Conocía a mi amigo lo suficiente como para confiarle lo peor. Él me escuchó con su habitual expresión impasible. Petro tenía en muy mal concepto a la gente con intereses artísticos, de modo que las maniobras de Caro no le sorprendieron. También tenía una opinión desfavorable de los héroes; por eso, la insinuación de que la muerte de mi hermano podría no haber sido tan gloriosa como todo el mundo creía lo dejó igualmente imperturbable.
—¿Es que alguna vez se ha otorgado una corona cívica al hombre que la merece? Prefiero que consiguiera una tu hermano antes que cualquier mariposón que, casualmente, conozca a los miembros de un consejo de guerra.
—De todos modos, supongo que también tendrás una pobre opinión de la familia Didia, ¿no?
—¡Oh, algunos de sus miembros no están del todo mal! —replicó con una sonrisa vaga.
—¡Gracias por el elogio! —Ya habíamos intercambiado suficientes formalidades. Había llegado el momento de abordar el asunto—: ¿Qué hay, pues, del centurión?
Petronio estiró sus largas piernas.
—¿Laurencio? Parece un incauto bastante honrado que, por mera casualidad, fue a hacerse amigo y camarada de un tipo con mala suerte. Se presentó en el puesto de la guardia afirmando que acababa de enterarse de la noticia y me preguntó qué podía contarle del suceso y si le permitía encargarse de los efectos de Censorino. —Petro dio unas palmaditas sobre los pertrechos del muerto.
—¿Te has citado aquí con él? ¿Qué te propones?
—¡Bah, nada en concreto! Tengo la vaga esperanza de ponerlo nervioso con un encuentro en la escena del crimen —dijo con una sonrisa—. Si fue él quien lo hizo, quizá dé resultado… Si no, tú y yo nos habremos intoxicado con el caldo de Epimando a cambio de nada, como de costumbre.
—Pero tú no crees que haya sido él quien lo hizo. —Lo había deducido por su tono de voz—. ¿Qué te ha contado?
—Los dos estaban de permiso. Según él, Censorino tenía previsto hospedarse en casa de «una familia amiga». Hasta ahora no le he revelado que os conozco a todos. Laurencio, cuya familia es de aquí, se aloja en casa de su hermana.
—¿Lo has comprobado?
—Por supuesto. Dice la verdad.
—¿Y dónde estaba Laurecio cuando se cometió el crimen?
—Él, su hermana y los cuatro hijos de ésta pasaban una temporada en casa de una tía, en Lavinio. Estuvieron un mes.
—Y ya te habrás dado una vuelta por allí… ¿me equivoco? —pregunté con tono abatido.
—¡No iba a decepcionarte, Falco! Puse todo mi empeño en la investigación, pero todo el mundo en Lavinio, desde el magistrado de la ciudad hacia abajo, me ha confirmado su coartada. En concreto, la noche del crimen hubo una boda y ni siquiera tengo bases para sospechar que ese centurión pudiera escabullirse de la fiesta sin que nadie lo advirtiese y volviera a Roma en secreto. Su presencia se hizo notar de forma destacada durante toda la celebración, y el día siguiente se lo pasó, hasta bien entrada la tarde, durmiendo la borrachera tumbado en un rincón de una cocina. Todos los asistentes a la fiesta pueden atestiguarlo… menos el novio, que tenía la cabeza en otras cosas. No, Laurencio no lo hizo —confirmó Petro con su voz firme. Se hurgó los dientes con una uña y añadió—: En realidad, cuando lo conozcas, verás que no da el tipo.
—¿Y quien lo da?
—Bueno… —Petronio aceptó de buen grado que las teorías rotundas y apresuradas, como las valoraciones intuitivas, sólo existen para ser refutadas. De todos modos, entendí a qué se refería. El centurión le había caído bien y eso significaba que a mí también me agradaría, probablemente (aunque, por desgracia para mí, la facilidad con que había demostrado su inocencia me dejaba en el trance, mucho más arduo, de probar la mía). De nuevo, empezó a invadirme el abatimiento; volvía a ser un sospechoso bajo amenaza.
Apoyé la barbilla en las manos y contemple la mesa mugrienta. Correoso, el gato, saltó a ella pero evitó acercarse demasiado a mí dando un rodeo, como si el estado grasiento de la madera fuese demasiado repugnante para el animal. Petronio lo acarició distraídamente, al tiempo que hacía una señal a Epimando para que trajese más vino.
—Ya saldrá algo, Falco.
Me resistí a ser consolado.
Estábamos bebiendo en silencio cuando llegó Laurencio.
Tan pronto como se acercó al mostrador de la entrada, comprendí a qué se había referido Petronio. Aquel hombre quizá hubiera matado en el cumplimiento de su deber, pero no era ningún asesino ocasional. El centurión, que rondaba los cincuenta, era un hombre tranquilo, irónico y sensato, de facciones menudas, rostro inteligente y manos fuertes y hábiles acostumbradas a trabajos prácticos. Llevaba un uniforme cuidado, aunque los clavos de adorno de bronce no eran ostentosamente dorados. Su porte era sereno y firme.
Nos buscó con la mirada y pidió una bebida, por este orden. Luego, se acercó a nosotros sin aspavientos, trayendo consigo la jarra de vino como cortesía. Cuando se hubo sentado, me dirigió una nueva mirada de modo que yo reparara en ella y comentó:
—Tú debes de ser pariente de Didio Festo, ¿verdad? —La gente que había conocido a mi hermano siempre destacaba nuestro parecido.
Reconocí el parentesco y Petronio procedió a presentarnos, sin comentar la razón de mi presencia.
—He comprobado tu declaración —dijo Petro al centurión—. Respecto a dónde te encontrabas cuando se cometió el crimen, estás libre de sospechas. —El hombre asintió, aceptando que Petronio tenía un trabajo que cumplir y que lo había hecho como era debido—. He traído el equipo de tu camarada; no contiene nada que necesitemos como prueba. Ya nos has proporcionado una declaración jurada. Si deseas abandonar Roma para regresar a tu unidad, no tengo ninguna objeción. Pero, de todos modos, me gustaría hacerte unas cuantas preguntas más —añadió de improviso, en el instante en que el centurión ya se disponía a despedirse.
Laurencio tomó asiento de nuevo y, cuando volvió la mirada hacia mí, aproveché para decir:
—Censorino se alojaba en casa de mi madre. —Laurencio recibió la noticia con otro leve gesto de cabeza. Sin variar el tono de voz, añadí tranquilamente—: Hasta que se trasladó aquí.
El centurión echó un rápido vistazo al local. Si había algún destello de alarma en sus ojos, era el que cabía esperar.
—¿Es aquí donde…?
Petronio asintió, observándolo fijamente. Al darse cuenta de la situación, Laurencio le devolvió la mirada con una expresión gélida, casi de irritación.
—¡Jamás había estado aquí hasta ahora!
Aceptamos su palabra.
Superada la prueba, Laurencio miró de nuevo a su alrededor. Sólo era un hombre cuyo amigo había muerto allí y que mostraba su apenado interés por el lugar en que había sucedido la desgracia.
—Vaya sitio donde meterse… —Sus ojos se fijaron en Epimando, quien dio un respingo y desapareció a toda prisa en algún rincón de la trastienda—. ¿Fue ese camarero quien lo descubrió?
—No, fue la propietaria del local —respondió Petro—. Una mujer llamada Flora. Llamó a su habitación para cobrarle la estancia.
—¿Flora? —inquirí. Era la primera noticia que tenía de aquel detalle—. ¡Creía que Flora era una invención!
Petronio no respondió, aunque me pareció que me lanzaba una extraña mirada. Laurencio daba ahora crecientes muestras de agitación.
—Este viaje nuestro se ha convertido en un horror. Lamento que se nos ocurriera venir.
—¿Un permiso largo? —se interesó Petronio por educación.
—Estoy en excedencia. He solicitado un nuevo puesto. La Decimoquinta ha sido destinada a Panonia y no soporto la idea de una expedición por ese país tranquilo y aburrido.
—¿Te destinarán a otra legión?
—Supongo que sí. Tengo ganas de acción. He solicitado un destino en Britania.
Petronio y yo, que habíamos servido allí, cruzamos una mirada irónica.
—Pareces muy confiado.
—Desde luego. La posibilidad de un traslado es un aliciente para los que guardamos el fuerte en Judea mientras el resto volvía a Roma con Tito para acompañarlo en su Triunfo oficial. —Laurencio me miró con una ligera sonrisa—. Era el lema de Festo, ¿sabéis?: «¡Nunca te presentes voluntario para nada, como no sea para ser excluido!».
—¡Veo que conocías a mi hermano! —comenté con una mueca.
La charla sobre la milicia había relajado la atmósfera. Laurencio se volvió otra vez hacia Petro y le preguntó en confianza:
—¿No tienes idea de cómo sucedió lo de Censorino?
—No —respondió Petronio lentamente—. Empiezo a creer que quizá fue uno de esos encuentros casuales que, a veces, salen mal. Puede que algún día resolvamos el caso. Si es así, lo más probable es que se solucione por casualidad.
—Es una lástima. Censorino parecía un buen tipo.
—¿Lo conocías desde hacía mucho?
—Lo había tratado esporádicamente. No pertenecía a mi centuria.
—Pero formabais parte del mismo grupo inversor, ¿no? —Petronio hizo la pregunta sin cambiar un ápice su tono de voz ni apartar la mirada del vino que tenía delante, pero, una vez más, Laurencio se dio cuenta de lo que estaba sucediendo.
—¿Éste está al corriente del asunto? —preguntó a Petro al tiempo que volvía la vista hacia mí.
Adoptando la táctica de la franqueza, Petronio Longo dijo:
—Le he pedido a Falco que estuviera presente porque necesita las mismas respuestas que yo. Tu camarada tenía una vieja querella pendiente con él y nos gustaría saber por qué. Falco necesita saberlo porque hay pruebas en su contra.
—¿Erróneas? —me preguntó el centurión en tono ligero y desenvuelto.
—Erróneas —afirmé.
—¡Es bueno estar seguro de estas cosas! —El centurión juntó las manos sobre la mesa con gesto calmoso—. Lo que tú quieras, capitán de la guardia —declaró—. Si ayuda a encontrar al asesino…
—Bien.
A continuación, Petronio levantó una mano y su subordinado Martino, que había estado esperando junto al mostrador de la entrada, cruzó la bayuca y tomó asiento con nosotros. Laurencio y yo intercambiamos una leve sonrisa. Petronio Longo estaba haciendo las cosas como era debido. No sólo se aseguraba de tener un testigo de su proceder en el interrogatorio de dos sospechosos (uno de ellos conocido suyo), sino que Martino sacó una tablilla de cera y empezó a tomar notas abiertamente.
—Os presento a Martino, mi lugarteniente. Si no os importa, llevará un registro de la conversación. Si lo que hablamos resulta ser un asunto privado sin relación con el caso, las notas serán destruidas cuando terminemos.
Petronio volvió la cabeza para pedir al camarero que se alejase y nos dejara en privado pero, por una vez, Epimando ya había desaparecido discretamente.