LXIII

—¡Oh, por Júpiter!

No era ningún hombre. Se trataba de un dios. Del inconfundible señor de todos los demás dioses.

Quinientos años atrás, un escultor de talento divino había insuflado vida a un enorme bloque de mármol, creando aquello. En los días anteriores a que obtuviera su excelsa reputación, el escultor que más adelante iba a crear la ornamentación del Partenón había realizado para el templo de una pequeña isla anónima una estatua de Zeus que debió de superar todas las expectativas. Cinco siglos después, un puñado de sacerdotes de pacotilla la había vendido a mi hermano. Y allí estaba ahora.

Subirla por la escalera tenía que haber sido un trabajo de titanes. En un rincón, yacían abandonados algunos de los aparejos y poleas que había utilizado mi hermano. Me pregunté si Epimando lo habría ayudado. Probablemente.

Helena se había aventurado en la cámara detrás de mí. Asida a mi brazo, soltó una exclamación y se detuvo a mi lado, contemplando la estatua con arrobamiento.

—¡Bonita pieza! —susurré, imitando a Gémino.

—¡Hum! Demasiado grande para el consumo doméstico, pero tiene posibilidades… —dijo Helena, quien al parecer ya había asimilado la jerga.

Zeus, desnudo y con una abundante barba, nos observó con nobleza y calma. Su brazo derecho estaba alzado en el gesto de lanzar un rayo. Instalado sobre un pedestal en la penumbra del sanctasanctórum de un amplio templo jónico, debía de producir el asombro de todos. Allí, en la oscuridad silenciosa de la abandonada cueva del tesoro de mi hermano, incluso a mí me imponía un temor reverencial.

Todavía estábamos allí, absortos de admiración, cuando escuché unos ruidos.

De pronto, el pánico y el sentimiento de culpa nos asaltó a los dos. Alguien había entrado en la bayuca. Percibimos unos movimientos furtivos en la zona de la cocina y unos pasos que ascendían los peldaños. Alguien se asomó a la habitación del soldado, vio el desorden y soltó una exclamación. Desvié mi atención de la estatua. Estábamos atrapados. No me dio tiempo a decidir si era preferible apagar la lámpara o mantenerla encendida; antes de que pudiese hacerlo, otro candil apareció a través del hueco de la puerta tapiada, seguido de inmediato por el brazo que lo sostenía.

El brazo se contorsionó frenéticamente cuando un recio hombro se atascó en el angosto orificio. Una voz, que reconocí al instante, soltó una maldición. Un momento después, varios ladrillos sueltos rodaron por el suelo de la cámara al tiempo que una figura baja y robusta se abría paso por la fuerza.

Mi padre irrumpió en el escondite secreto.

Nos miró, volvió la vista al Zeus y, como si tuviera delante una simple bolsa de manzanas, se limitó a decir:

—¡Bien, veo que lo habéis encontrado!