XV
El almuerzo que me preparó Helena fue correcto, pero nada más. Apenas lo hube terminado, me escabullí de la casa como si tuviera muchas gestiones que hacer. A decir verdad, pasé la tarde haciendo ejercicio en los baños. Deseaba tener un rato para reflexionar acerca de la muerte de Censorino… y ponerme en forma para afrontar los problemas que se me pudieran presentar.
Cuando hice acto de presencia en la palestra, Glauco me dirigió una mirada de reojo. No dijo nada, pero supuse que Petronio lo había interrogado acerca de mí.
No tenía ninguna prisa en volver a casa de mi madre. La lluvia cesó por fin mientras yo deambulaba por la Vía Ostiense. Un pálido sol se abrió paso entre las nubes y bañó con su grato resplandor los florones de los tejados y los postes de las marquesinas. Me atreví a retirar la capucha que me cubría la cabeza. Hice una profunda inspiración. El aire era frío, pero ya no amenazaba tormenta. Sencillamente, el invierno había llegado a Roma.
La ciudad estaba adormilada y las calles se veían solitarias. Aquí y allá algunas personas a las que no quedaba otro remedio transitaban con prisas, pero la urbe no era ni de lejos el lugar bullicioso que yo conocía en épocas más cálidas. No había nadie paseando por placer por los jardines de César, ni sentado en los balcones hablando a gritos con el vecino de enfrente, ni amodorrado en un taburete junto al hueco de la puerta; nadie acudía al teatro ni llenaba el aire vespertino con el rumor distante de los aplausos. No capté música alguna ni vi a ningún juerguista. El olor acre del vapor de las termas se extendía perezosamente en la atmósfera serena.
Empezaban a encenderse las luces. Era hora de dirigirme a algún lugar concreto, aunque no fuera a casa. Aquel callejeo sin rumbo podía atraer la atención sobre mí. Además, vagar así hace que uno se deprima.
Sin nada que perder, probé de nuevo a acercarme al local de Flora.
Esta vez no había a la vista ningún representante de la guardia de la ciudad. Tenía que andarme con cuidado pues Petronio, en ocasiones, se dejaba caer por la taberna antes de la cena, camino de su casa. No me atrevo a decir que mi amigo necesitara reforzar su determinación antes de enfrentarse a su esposa y a sus tres alborotadores hijos, pero Petronio era animal de costumbres y el local de Flora era uno de sus tugurios habituales. Eché una rápida ojeada, tanto al exterior de la bayuca como al interior, antes de dejar que mis pies se detuvieran.
Había calculado el momento con precisión. El subordinado de Petronio había cumplido su trabajo y ya estaría de regreso en el cuartel de la guardia. En el local no había más clientes. Los desocupados que lo frecuentaban durante el día se habían marchado y todavía era muy temprano para los parroquianos noctámbulos. La taberna era toda mía.
Me incliné sobre el mostrador. Epimando, el andrajoso camarero, estaba vaciando los platos de restos de comida, pero dejó caer la espátula tan pronto me vio.
—¿Lo de siempre? —se le escapó sin poder evitarlo, pero luego se quedó paralizado de pánico.
—Nada de comer. Sólo tengo tiempo para media jarra de tinto de la casa.
Lo tenía sobre ascuas. Por una vez, el tipo se puso en acción como impulsado por un resorte. La jarra apareció con tal rapidez que casi metí la mano dentro cuando me volví después de echar otro rápido vistazo a la puerta de la calle, que quedaba a mi espalda. Seguía sin haber rastro alguno de Petronio.
Epimando me miraba fijamente. Debía de estar al corriente de que yo era el principal sospechoso en el caso Censorino y, probablemente, le asombraba mi presencia allí cuando todo el Aventino aguardaba la noticia de mi detención.
Con el tipo aún pendiente de mí, tomé un enorme trago de vino como si estuviera decidido a pillar una borrachera tremenda. Epimando reventaba de ganas de hacerme preguntas, pero permanecía petrificado por temor a lo que yo pudiera decir o hacer. En un ejercicio de amarga ironía, me pregunté cómo reaccionaría el individuo si le confirmaba que yo había sido el autor del hecho, si me emborrachaba de verdad y, sollozando en su hombro consolador, le confesaba mi crimen como un idiota. Epimando debería estar agradecido de tenerme allí, de proporcionarle un episodio con el que estremecer a los clientes del local cuando se lo contara, más adelante. Me refiero a que una explicación del tipo «Falco entró, se tomó media jarra y se marchó sin más» difícilmente podría atraer la atención de los parroquianos.
Pagué la consumición y me cercioré de haber apurado el vino, por si Petronio aparecía de improviso y me obligaba a desaparecer a toda prisa.
El temor a que pudiera marcharme sin haberle contado algún chisme debió de ayudar a Epimando a soltar la lengua.
—Corre el rumor de que van a detenerte —dijo.
—A la gente le gusta ver a otros en dificultades. No he hecho nada.
—Los hombres de la guardia me aseguraron que lo vas a tener difícil para salir de ésta.
—En ese caso, voy a presentar más de una querella por difamación.
Epimando me tiró de la túnica con gesto de apremio:
—¡Pero tú eres un investigador! Puedes demostrar tu inocencia…
Su fe en mi capacidad resultaba conmovedora, pero interrumpí sus agitados murmullos.
—Epimando, ¿cuánto quieres por dejarme echar un vistazo a la habitación de arriba? —pregunté.
—¿Qué habitación? —inquirió a su vez con un hilo de voz.
—¡Vamos, hombre!, ¿cuántos secretos desagradables más escondéis en el local? —El camarero palideció. Desde luego, la bayuca había sido utilizada por tipejos antisociales en más de una ocasión—. Tranquilízate, no pretendo hurgar en el oscuro pasado de la taberna. —Epimando mantuvo su expresión aterrorizada—. Me refiero a la habitación de ese huésped que ha causado baja en su legión antes de tiempo. —Mi interlocutor no pronunció palabra ni se movió. Insistí, en tono más severo—: Epimando, quiero que me lleves a la habitación que alquiló Censorino.
Creí que iba a desmayarse. Aquel tipo siempre se acobardaba por cualquier cosa (lo cual era una de las razones por las que sospechaba que debía de tratarse de un esclavo huido).
—¡No puedo! —susurró por último, desesperado—. La tienen clausurada. Hasta hace diez minutos, había aquí un centinela de guardia…
Epimando parecía estar inventando excusas.
—¡Por Hércules! No me estarás diciendo que el cuerpo todavía está en el palomar, ¿verdad? —Dirigí una expresiva mirada hacia arriba—. Resulta un poco embarazoso, ¿no? Vais a perder clientes si empieza a gotear sangre del techo… —El camarero parecía cada vez más incómodo—. ¿Por qué no se han llevado ya el cadáver en un carro?
—Porque era un soldado —me respondió con voz ronca—. Petronio Longo dijo que el suceso debía ser notificado al ejército.
Esto último me sonó absurdo. El comentario resultaba sumamente impropio de mi irreverente amigo Petronio. Fruncí el entrecejo. Petro siempre se saltaba lo que otros consideraban las formalidades de rigor. Durante unos instantes, mi mente desbocada incluso se preguntó si no estaría reteniendo la orden de traslado del cuerpo para darme la oportunidad de echarle un vistazo…
—¿Tienes ostras esta noche? —pregunté a Epimando.
—No.
—Creo que me apetece tomar algunas.
—Aquí nunca servimos ostras, Falco. —Ahora que habíamos dejado de hablar de cadáveres, el hombre parecía recobrar un poco de confianza. Acostumbrado a tratar con clientes sordos, borrachos o ambas cosas, añadió—: Las encontrarás en la Valeriana.
La Valeriana era la taberna de la esquina de enfrente, un local limpio y ordenado, pero siempre vacío. La gente del barrio había decidido, sin razón aparente para ello, volver la espalda a la Valeriana con la misma constancia con que frecuentaba el local de Flora, aunque los precios fuesen excesivos y uno saliera de allí con algunos retortijones de vientre.
—No tengo ganas de trasladarme de taberna. ¿Querrías ir tú y conseguirme una buena ración, Epimando?
Ignoro si captó o no la insinuación, pero se dejó convencer para salir a la calle. Esperé que tuviera la sensatez de quedarse a charlar un buen rato con el camarero de la otra taberna.
Crucé a toda prisa las dependencias de la cocina y subí por la escalera trasera. Sabía dónde se encontraban las habitaciones de los huéspedes porque cuando los parientes de mamá venían a visitarnos desde Campania a veces los alojábamos allí. Había tres aposentos: dos pequeños cubículos encima de la cocina y otro mayor sobre el mostrador de la taberna. Censorino había ocupado la grande; lo supe porque la puerta estaba precintada con sogas.
Petronio me había devuelto el puñal después de inspeccionarlo y, cuando llegué ante la puerta, ya lo empuñaba con la intención de cortar aquellas sogas, que sus hombres habían sujetado a un par de largos clavos. Sin embargo, el precinto resultaba bastante ineficaz. La maraña de cuerda de cáñamo trenzado resultaba impresionante a primera vista, pero un bailarín de pantomima habría sido capaz de forzar la entrada sin romperse una uña siquiera. Conseguí desmontar intacto uno de los nudos, lo cual significaba que podría colocarlo de nuevo en su sitio cuando me marchara. Si me daba prisa, quizá podría entrar y salir sin que nadie se enterara.
Sin dedicar un solo pensamiento más a aquel patético intento por impedir el acceso a la estancia, abrí poco a poco la puerta de la habitación en que había tenido lugar el asesinato del legionario.