XXVI

Tres miembros de otras tantas generaciones de la familia Didia nos miramos con cautela. Hice caso omiso de la petición del muchacho y, cuando Gémino vio que me quedaba sentado con aire tenso, ofreció a Gayo media copita de vino.

—¡Oh, abuelo, no seas tacaño! —exclamó el muchacho y, levantando la jarra con mano diestra, se sirvió unos tragos más. Le quité la jarra de las manos y llené otra vez mi copa mientras aún estaba a tiempo. Nuestro anfitrión recuperó la jarra con gesto malhumorado y apuró las últimas gotas.

—¿Qué se te ofrece, mocoso?

—Tengo un mensaje para el señor Problemas —respondió Gayo, dirigiéndome una mirada iracunda.

En casa lo llamábamos «¿Dónde está Gayo?» porque nadie sabía nunca dónde se había metido. Siempre andaba vagando por la ciudad, sumido en un mundo privado de planes y trucos (un rasgo familiar). El chiquillo era un auténtico pandillero, mucho peor que el mismísimo Festo.

De todos modos, era hijo de un barquero, así que nadie podía culpar al chiquillo por su forma de ser. El padre, aquella pulga de agua, era un mujeriego y un inútil; incluso mi obtusa hermana tenía el buen juicio de echarlo de casa a patadas tantas veces como le era posible. En aquellas circunstancias, cabía descartar la esperanza de cualquier refinamiento por parte de los hijos.

Lo contemplé con aire benigno. Gayo no parecía impresionado, pero ser áspero con él no habría dado resultado alguno. Poco podía uno hacer ante un rapaz despierto, vestido con una túnica sucia y excesivamente grande, que se comportaba como un hombre que le doblara la edad. Me sentía como un mocoso de diez años que acabara de enterarse de dónde venían los niños… y no creyera una sola palabra.

—¡Habla, por Hermes! ¿Cuál es ese mensaje, Gayo?

—Petronio ha ofrecido medio denario al primero que te encuentre. —Pensaba que Petronio tenía más juicio—. Todo el mundo anda por ahí, dando vueltas como gibones de culo pelado. —Gayo se enorgullecía de poseer un léxico encantador—. Pero no tienen la menor pista. ¡Yo, en cambio, he usado la cabeza!

Mi padre pestañeó.

—¿Cómo has dado con él? —preguntó. Gayo estaba alardeando. Para sus nietos, Gémino era un peligroso renegado con un intenso halo de misterio que vivía entre los brillantes puestos de los orfebres de la Saepta, en una cueva llena de chismes fascinantes. Todos los nietos lo consideraban un ser maravilloso. El hecho de que mi madre montaría en cólera si se enteraba de que acudían a visitarlo, no hacía sino dar aliciente a la intriga.

—¡Muy sencillo! ¡Petronio dijo que ya había inspeccionado este lugar, de modo que he venido directamente aquí!

—Bien hecho —comenté, mientras mi padre estudiaba al astuto retoño de Gala como si pensara que quizás había encontrado un nuevo socio comercial (en vista de mi escasa inclinación por los negocios)—. Ya me has encontrado. Aquí tienes una moneda de cobre por traerme el aviso. Ahora, esfúmate.

Gayo inspeccionó la moneda por si era falsa, exhibió una sonrisa burlona y la guardó en una bolsa, colgada del cinto, que parecía más pesada que la mía.

—¿No quieres saber el mensaje?

—Pensaba que era eso.

—¡Hay más! —me aseguró. Lo hacía para exasperarme.

—Olvídalo.

—¡Oh, tío Marco! —Privado de su momento estelar, Gayo quedó reducido de nuevo a la condición de un simple niño. Su fina voz quejumbrosa llenó el despacho mientras me incorporaba para ponerme la capa. A pesar de todo, mantuvo el tono irónico—: ¡Se trata de esa belleza a la que has convencido para que pague tus facturas!

—Escucha, mocoso, estás insultando al amor de mi vida. No hables de Helena Justina como si fuese una institución de caridad… ¡y no insinúes que la cortejo para aprovecharme de su dinero! —Me pareció que mi padre ocultaba una sonrisa. Con voz solemne y convencida, declaré a continuación—: Helena Justina es demasiado lista para dejarse embaucar con esos trucos.

—A la chica le atrae la gente con personalidad —comentó mi padre dirigiéndose a Gayo.

—¿De modo que está prendada de un perdedor? —El muchacho le devolvió la agudeza—. ¿Y dónde está el atractivo, abuelo? ¿Tío Marco es muy bueno en la cama, o algo así?

Le di un tirón de orejas, más fuerte de lo que me había propuesto.

—Estás celoso porque a Helena le cae bien Lario —dije. Lario era su hermano mayor, el tímido y artista. Gayo soltó un basto eructo ante la comparación—. No es necesario que me des el mensaje. Sé muy bien de qué se trata. Petronio quiere detenerme… y yo no quiero enterarme.

—Te equivocas —me informó el chiquillo, aunque por fin parecía un poco atemorizado. Debía de estar seguro de que me abalanzaría sobre él tan pronto como oyera la noticia. Su voz se hizo mucho más débil cuando me anunció, con nerviosidad patente—: ¡Petronio Longo ha detenido a tu Helena!