LXXII

Bajo los emperadores Flavios, el palacio imperial era administrado con una atmósfera tan profesional que resultaba decididamente sobria, pero aún reinaba en el lugar suficiente fatuidad neroniana como para que los formales esfuerzos de los funcionarios parecieran, por contraste, casi ridículos. Bajo los exquisitos paneles pintados, los techos de estuco con frívolos arabescos, los marfiles tallados de formas extravagantes y la profusión de pan de oro, equipos de serios burócratas se esforzaban en estos días para rescatar el Imperio de la bancarrota y hacernos sentir a todos orgullo de pertenecer a Roma. La ciudad iba a ser reconstruida; sus más famosos monumentos serían restaurados minuciosamente, al tiempo que se emplazarían en los lugares adecuados diversos edificios más que se sumarían al acervo nacional: un templo de la Paz en armonioso equilibrio con un templo de Marte, el circo Flavio, un arco aquí, un foro allá y una considerable cantidad de fuentes, estatuas, bibliotecas y termas públicas.

El palacio tenía momentos de tranquilidad, y aquél era uno. Allí solían celebrarse banquetes, ya que una comilona alegre y bien surtida es la forma más popular de diplomacia. El régimen de los Flavios no era mezquino ni frío. Apreciaba a los maestros y a los juristas y sabía recompensar a los artistas. Con suerte, incluso me recompensaría a mí.

En circunstancias normales, las peticiones personales para ser ascendido de rango social eran entregadas a los chambelanes de palacio a la espera de una decisión que podía tardar meses, aunque la revisión de las listas senatorial y ecuestre era una prioridad de los Flavios. Uno de los primeros actos de Vespasiano como emperador había sido nombrarse «censor», con la intención de llevar a cabo un censo con propósitos recaudatorios y para aportar sangre nueva a las dos órdenes de las que se nutrían los puestos públicos. Vespasiano tenía sus propias ideas sobre las personas adecuadas para cada cargo, pero nunca ponía mala cara al noble arte romano de la autopromoción. ¿Cómo iba a ponerla cuando él mismo, un miembro bastante poco valorado del Senado, había sabido postularse con éxito para el puesto de emperador?

Añadir mi pliego a una montaña de solicitudes en el despacho de un chambelán no iba con mi temperamento. Dado que era conocido como agente imperial, entré con el aire de quien tiene la cabeza en algún siniestro asunto de estado y me salté la cola.

Esperaba encontrar al anciano emperador de buen humor, después de la cena. Vespasiano trabajaba a primera y a última hora; su virtud cívica más destacada era, sencillamente, conseguir que las cosas se hicieran. Después de la cena era el momento en que mejor ánimo se lo encontraba, y el más oportuno para solicitarle favores. Así pues, esa hora era cuando me presenté con mi toga y mis mejores botas, acicalado por el barbero, pulcro pero no afeminado, dispuesto a recordarle las misiones que había realizado con éxito y las viejas promesas que él me había hecho.

Como de costumbre, la suerte me abandonó ante el guardia de la puerta. El emperador no se encontraba en Roma.

Los Flavios tenían fama de formar un equipo familiar. Contar con dos hijos adultos que ofrecían estabilidad a largo plazo había sido la principal baza de Vespasiano a la hora de obtener el trono. Ahora, él y su hijo mayor, Tito, eran prácticamente cogobernantes; incluso el menor, Domiciano, participaba plenamente en las tareas públicas. La noche que acudí a pedir el ascenso, los dos hijos imperiales se encontraban despachando; el chambelán, que me conocía, me dijo que escogiera a qué césar quería ver. Antes incluso de decidirme por uno de ellos, supe que la mejor opción era marcharme. Pero yo había acudido allí dispuesto a la acción y no podía echarme atrás.

Evidentemente no estaba en condiciones de pedir a Tito, quien en cierta época había mostrado interés por Helena, que me concediese el ascenso que me permitiría quedarme con la chica. Si bien entre ellos no había habido nada (al menos hasta donde yo había podido indagar), de no mediar mi presencia tal vez las cosas habrían sido distintas. Tito tenía un carácter complaciente, pero no me gusta aprovecharme de un hombre más de lo razonable. Necesariamente, se imponía el tacto.

—Veré a Domiciano.

—Es lo mejor. ¡Estos días está haciendo los nombramientos públicos!

El personal palaciego se echó a reír. El fervor de Domiciano por repartir puestos a diestro y siniestro había provocado la crítica hasta de su apacible padre.

A pesar de haberme saltado la cola, tuve que esperar un buen rato. Terminé por desear haber llevado una de las enciclopedias del juez como lectura, o equipo para redactar mi voluntad.

Pero, finalmente, me llegó el turno y entré.

Domiciano César tenía veintidós años. Era bien parecido, fuerte como un toro y con el cabello rizado, aunque tenía los dedos de los pies en martillo. Criado entre mujeres mientras su padre y Tito se ausentaban por asuntos oficiales, no tenía el carácter abierto de su hermano mayor sino el aire de introversión y obstinamiento que a menudo se aprecia entre los hijos únicos. En sus primeras intervenciones en el Senado había cometido algunos errores y, como consecuencia de ello, había sido degradado a organizar concursos poéticos y festividades. Ahora se desenvolvía en público aceptablemente, pero aun así yo desconfiaba de él.

No me faltaban motivos para ello. Conocía cosas de Domiciano que a él no le gustaría que se divulgaran. Su fama de conspirador estaba de sobra fundamentada, y yo tenía motivos para acusarlo de un grave delito. Había prometido a su padre y a su hermano que podían confiar en mi discreción, pero era el conocimiento del asunto lo que me impulsó a escogerlo con preferencia al otro joven césar, y fue por esa razón que me presenté ante él lleno de confianza.

—¡Didio Falco! —me habían anunciado los secretarios. Por su forma de recibirme no tuve modo de determinar si el joven príncipe me recordaba o no.

Iba vestido de púrpura, como tenía por prerrogativa. Su corona era bastante sencilla y reposaba en un cojín. No había allí racimos de uvas ni vasos con incrustaciones de joyas, muy pocas guirnaldas y, desde luego, ninguna ondulante bailarina contorsionándose por la sala. Domiciano atendía sus asuntos públicos con la misma seriedad que Vespasiano o Tito. Aquél no era ningún miembro pervertido y paranoico de la familia Julia Claudia, pero yo sabía que era peligroso. Lo era… y yo podía demostrarlo. Sin embargo, después de tantos años de oficio debería haber sabido que aquello hacía que mi situación fuese por demás insegura. La sala estaba llena de ayudantes, como es natural. Varios esclavos que parecían tener trabajo que hacer se dedicaban discretamente a sus tareas, como siempre sucedía en la sala de audiencias de los Flavios, al parecer sin que nadie los supervisara. Pero allí había alguien más. Domiciano indicó con un gesto una figura que observaba sin intervenir.

—He pedido a Anácrites que nos acompañe.

Mi petición de audiencia debió de ser comunicada mucho antes de que me llamasen a su presencia; durante el tedio de mi larga espera, se había dispuesto aquel desastre: Domiciano creía que me había presentado allí como agente y se había procurado apoyo. Anácrites era, oficialmente, el jefe de espías de palacio.

Se trataba de un tipo tenso y de labios apretados, ojos pálidos y pulcritud obsesiva; un hombre que había conducido las artes clandestinas de la sospecha y los celos a nuevas profundidades. De todos los tiranuelos de la burocracia palaciega, era el más malévolo, y de todos los enemigos que me había hecho en Roma, el que yo más aborrecía.

—Gracias, César. No es preciso que lo entretengamos. El asunto que me trae aquí es personal.

No hubo la menor reacción. Anácrites permaneció donde estaba.

—¿Y cuál es ese asunto?

Tomé aliento hasta llenar los pulmones. Las palmas de las manos me sudaban profusamente.

—Hace algún tiempo —comencé, tratando de mantener el tono de voz grave y firme—, tu padre me hizo la promesa de que si lograba cumplir los requisitos financieros, me haría miembro de la clase media. Hace poco he regresado de Germania, donde he llevado a cabo varias gestiones por encargo del estado. Ahora deseo casarme y establecerme, para llevar una vida más tranquila. Mi anciano padre está de acuerdo con esta decisión y ha hecho un depósito de cuatrocientos mil sestercios a fin de que un agente de bienes raíces los invierta en mi nombre. He venido a rogar el honor que tu progenitor me prometió.

Muy pulcro. Muy contenido, Domiciano fue aún más lacónico. Se limitó a decir:

—Tengo entendido que eres un informante, ¿me equivoco?

Menos mal de la cortesía retórica, pues estuve a punto de replicar: «Eres una rata y puedo demostrarlo. ¡Firma ese decreto, César, o proclamaré tus sórdidos asuntos desde el Rostrum y acabaré contigo!».

El hijo del emperador no miró siquiera a Anácrites. Éste no tuvo necesidad de hablar con él. Además del hecho indudable de que todo debía de haber quedado acordado entre ellos antes de que yo cruzase siquiera el umbral para la malhadada audiencia, las reglas estaban muy claras. Domiciano César se refirió a ellas:

—En la reforma de las órdenes Senatorial y Ecuestre, el interés que guía a mi padre es proveer grupos de ciudadanos de mérito, que gocen de buena reputación, de los que poder escoger futuros candidatos a cargos públicos. ¿Acaso planteas —inquirió en ese tono medido que no admitía réplicas— que los informantes deberían ser considerados hombres meritorios de buena reputación?

Opté por la peor de todas las soluciones: decir la verdad.

—No, César. Dedicarse a hurgar en secreto entre lo peor de la sociedad es una ocupación inmoral y repulsiva. El informante comercia con la traición y la miseria. El informante vive de la muerte y el dolor.

Domiciano me miró de hito en hito. Tenía tendencia a mostrarse malhumorado.

—¿Y a pesar de todo ello has sido de utilidad para el estado?

—Así lo espero, César.

Pero la conclusión era inevitable.

—Tal vez sea así —dijo—, pero no me siento en condiciones de acceder a tu petición.

—Has sido muy amable —respondí—. Te agradezco el tiempo que me has dedicado.

Con la desconfianza que caracterizaba a los Flavios, Domiciano añadió:

—Si consideras que se ha cometido una injusticia, puedes recurrir a mi hermano o al emperador para que revise tu caso.

—César —dije, con una amarga sonrisa—, me has dado una solución razonada que se ajusta a los principios sociales más elevados. —Una vez que Domiciano había tomado partido contra mí, no tenía objeto protestar. Tito, probablemente, no querría interesarse por el tema. Y, en cuanto a Vespasiano, no era preciso que me expusiese a otra situación penosa para saber que el viejo acabaría apoyando a su muchacho. Como habría dicho el mío, ¿para qué están los padres, sino?—. No puedo acusarte de injusticia, César; sólo de ingratitud. Estoy seguro de que informarás a tu padre de mis opiniones, la próxima vez que me requiera para alguna misión desagradable que exceda las aptitudes de vuestros diplomáticos normales —añadí en tono algo burlón.

Después, correspondí educadamente a su inclinación de cabeza y abandoné la sala de audiencias.

Anácrites salió tras mis pasos. Se lo veía perplejo. Incluso pareció apelar a cierta fraternidad gremial. En fin, era un espía y, como tal, mentía bien.

—¡Falco, esto no tenía nada que ver conmigo! —me aseguró.

—Me alegro.

—Domiciano César me llamó porque creía que querías hablar de tu tarea en Germania…

—¡Ah, esto sí que me gusta! —refunfuñé—. ¡Porque tú no tienes absolutamente nada que ver con mis actividades en Germania!

El espía aún intentó una protesta:

—¡Hasta los esclavos manumitidos pueden ascender a la clase media a base de dinero! ¿Vas a aceptar su respuesta?

Los espías son gente simple.

—¿Cómo podría oponerme? Domiciano ha seguido las normas. Yo, en su lugar, habría actuado de la misma manera. —Después, consciente de que Anácrites era, probablemente, un liberto, añadí—: Además, ¿quién quiere estar al mismo nivel que unos esclavos?

Me alejé de palacio como un preso sentenciado a muerte que acaba de enterarse de que se va a beneficiar de una amnistía nacional. No dejé de repetirme que la decisión era un alivio.

Sólo cuando me aproximé con paso pausado y penoso a casa de mi madre para recoger a Helena permití que, gradualmente, mi ánimo se hundiera bajo la certidumbre de que a mis pérdidas de la jornada, entre las que ya se contaban la dignidad y el orgullo, iban a añadirse ahora la ambición, la confianza y la esperanza.