III

Helena y mi madre unieron sus esfuerzos para encontrar espacio a nuestro grupo. Los criados fueron enviados rápidamente a la buhardilla y mi sobrina fue acostada en la cama de mi madre.

—¿Cómo está Victorina? —me obligué a preguntar, pues la pequeña había estado a nuestro cuidado debido a que mi hermana mayor había enfermado.

—Victorina ha muerto. —Mi madre comunicó la noticia con aparente calma, pero noté la tensión en su voz—. No pensaba decírtelo esta noche.

—¿Que Victorina ha muerto? —Casi no podía asimilarlo.

—En diciembre.

—Podrías haber escrito para comunicárnoslo.

—¿De qué habría servido?

Dejé la cuchara en la mesa y cogí el cuenco entre las manos, aprovechando el calor que aún conservaba la arcilla.

—No… no me lo puedo creer…

Falso. Victorina tenía algún problema interno y un matasanos alejandrino especializado en hurgar en la anatomía femenina la había convencido de que el mal era operable, pero el diagnóstico debió de ser erróneo o, más probablemente, el hombre habría cometido alguna torpeza durante la intervención. Es un hecho corriente. No tenía por qué quedarme allí sentado, tan sorprendido de aquella muerte.

Victorina era la mayor de todos los hermanos y siempre había tratado de un modo tiránico a los otros seis que habíamos conseguido, de un modo u otro, sobrevivir a la infancia. Yo me había mantenido, invariablemente, a bastante distancia de ella, lo cual era una actitud prudente, pues me disgustaba ser apaleado y aterrorizado. Cuando nací, ella era una adolescente y ya entonces tenía una reputación terrible: pendiente de los muchachos, un descarado parasol verde y las aberturas laterales de la túnica siempre insinuantemente amplias. Cuando visitaba el circo, los hombres que le sostenían el parasol siempre eran tipos repugnantes. Al final, escogió a un yesero llamado Mico y se casó con él. En este punto, dejé definitivamente de hablar con ella.

A mi hermana y a Mico les sobrevivieron cinco hijos, el pequeño de los cuales aún no debía de tener dos años. Sin embargo, con los riesgos que entraña la infancia, era muy posible que fuera a reunirse con su madre antes de cumplir los tres.

Helena se perdió la conversación. Se había quedado dormida, apoyada en mi hombro. Me volví un poco para dejarla en una postura más cómoda y que, a la vez, me permitiera contemplarla. Necesitaba verla para recordarme a mí mismo que los Hados, cuando se lo proponían, podían urdir un firme hilo. Helena estaba completamente relajada. Nadie ha dormido jamás tan profundamente como ella con mi brazo en torno a sus hombros. Al menos, le era de alguna utilidad a alguien.

Mi madre extendió una manta sobre los dos.

—De modo que la muchacha todavía está contigo, ¿no?

Pese a su desdén por mis anteriores novias, mamá consideraba que Helena Justina era demasiado para mí. Mucha gente era de la misma opinión, empezando por los propios parientes de Helena. Tal vez tenían razón. Incluso en Roma, con su esnobismo y su oropel, podría haber aspirado, desde luego, a alguien mejor.

—Eso parece.

Acaricié con el pulgar el suave hueco de la sien derecha de Helena. Totalmente descansada, parecía toda dulzura y delicadeza. Al contemplarla, no caí en el engaño de pensar que ésa fuera su verdadera personalidad, pero aun así formaba parte de ella… aunque sólo se pusiera de manifiesto cuando dormía en mis brazos.

—Oí decir que te había plantado.

—Aquí la tienes. Por lo tanto, los comentarios estaban equivocados.

Mi madre se proponía averiguar todo lo sucedido.

—¿Te plantó ella o fuiste tú quien se largó y ella tuvo que perseguirte? —preguntó. Evidentemente, mamá tenía una idea bastante clara de cómo llevábamos nuestras vidas. No hice caso de la pregunta, de modo que ella lanzó otra—: ¿Estáis ahora más cerca de formalizar las cosas?

Probablemente, ni Helena ni yo podíamos dar respuesta a eso. Nuestra relación tenía sus momentos explosivos. El hecho de que Helena Justina fuese hija de un senador millonario y yo un simple informante sin recursos no mejoraba nuestras perspectivas. No tenía modo de saber si cada día que conseguía mantenerme a su lado nos acercaba un paso más a nuestra inevitable separación o si, por el contrario, el tiempo que permanecíamos juntos terminaría por hacer imposible tal separación.

—Se dice que Tito César tenía sus ojos puestos en ella —continuó mi madre, inexorable. Era mejor no responder a eso, tampoco. Tito podía representar un duro obstáculo. Helena aseguraba haber rechazado sus proposiciones pero, ¿quién podía saberlo a ciencia cierta? Quizás, en el fondo, se alegraba de que estuviésemos de regreso en Roma y de la oportunidad de seguir impresionando al hijo del emperador. Sería muy tonta si no lo celebrase. Debería haberla retenido en provincias.

Pero había tenido que volver a la capital para informar al emperador y cobrar la paga por la misión que había cumplido en Germania. Helena me había acompañado. La vida tenía que continuar y Tito era un riesgo que debería afrontar. Si el hijo de Vespasiano buscaba problemas, estaba dispuesto a plantarle cara.

—Todo el mundo dice que acabarás decepcionándola.

—¡Hasta ahora lo he evitado!

—¡No es preciso que levantes así la voz! —comentó mamá.

Era tarde. El edificio de viviendas de mi madre disfrutaba de uno de los raros momentos en que todos sus inquilinos guardaban silencio. En la quietud, la vi tocar nerviosamente la mecha de la lámpara de aceite mientras miraba con aire ceñudo la explícita escena de cama grabada en la arcilla (una de las bromistas contribuciones de mi hermano al ajuar de la casa). Tratándose de un regalo de Festo, ahora era impensable la posibilidad de deshacerse del objeto. Además, a pesar de la pornografía, la lámpara producía una llama limpia y constante.

La pérdida de mi Victorina, aunque fuese de mis hermanos a quien menos había tratado, evocó también el recuerdo de Festo.

—¿Qué hacía aquí ese legionario, mamá? Tu hijo tenía muchos conocidos, pero no es normal que se presenten a su puerta después de tanto tiempo.

—No puedo ser desagradable con los amigos de tu hermano. —No necesitaba serlo, cuando me tenía a mí para encargarme de ello—. Quizá no deberías haberlo echado a la calle de esa manera, Marco.

Era incontestable que, desde el momento en que había hecho acto de presencia en su casa, mi madre me había animado a echar a Censorino. Ahora, sin embargo, pretendía que había sido mía la culpa. Tras treinta años de conocer a mi madre, tal contradicción no me sorprendió.

—¿Por qué no te lo sacaste de encima tú misma?

—Me temo que va a guardarte rencor… —murmuró ella.

—Eso no me asusta. —Su silencio cargó el aire de malos presagios—. ¿Hay alguna razón en especial para que me lo guarde? —Mi madre continuó callada—. ¡La hay!

—No es nada…

De modo que se trataba de algo grave.

—Será mejor que me lo cuentes.

—Bueno… parece que hay algún problema relacionado con algo que supuestamente hizo Festo.

¡Llevaba toda mi vida oyendo aquellas palabras fatales!

—¡Ah, ya empezamos otra vez! Déjate de evasivas, madre. Conozco a Festo y sé reconocer cualquiera de sus catástrofes desde un hipódromo de distancia.

—Estás cansado, hijo. Hablaremos por la mañana.

Estaba tan agotado que mi mente aún repetía el rítmico traqueteo del viaje pero, con un misterio fraternal cargado de malos augurios cerniéndose sobre la familia, era poco probable que cogiera el sueño hasta haber averiguado con qué me topaba en casa… y todavía menos que lo conciliara después.

—¡Ah, diablos! Estoy cansado, es cierto. ¡Cansado de que todo el mundo me salga con evasivas! ¡Cuéntamelo ahora, madre!