LI
La desnudez no me escandaliza, pero luchar contra ella, sobre todo en su versión femenina, puede resultar desconcertante para cualquiera.
La airada modelo se abalanzó sobre mí blandiendo un cuchillo de cocina. Al cruzar el estudio del escultor, cortaba el aire con sus pechos con el brío formidable de la famosa Victoria Alada de Samotracia, aunque ataviada con menos formalidad.
Afortunadamente, el estudio era amplio y ello me dio ocasión de contemplar sus provocativos encantos… y tiempo para defenderme. Estaba desarmado y falto de ideas, pero encontré a mano un cubo de agua fría. Traído del pozo que había visto en el jardín, era el mejor recurso a mi disposición. Lo agarré y arrojé su gélido contenido a la enfurecida muchacha. Ella soltó un chillido aún más agudo y estridente que los anteriores y dejó caer el cuchillo.
Arranqué el lienzo que cubría la estatua más próxima y envolví a la mujer con la áspera tela, apresándole los brazos.
—Perdonad, señora; me parece que os falta la estola…
Ella se tomó a mal mi comentario, pero seguí sujetándola. Giramos juntos en una danza salvaje mientras la adorable Rubinia me llamaba cosas que me sorprendía que una mujer conociese.
El estudio se hallaba en una especie de granero de altos muros, apenas iluminado por una vela situada en el extremo opuesto. Unas oscuras siluetas de piedra acechaban por todas partes, dibujando sombras enormes y extrañas. Aquí y allá había escaleras de tijera y otros objetos, trampas peligrosas para un extraño con la cabeza en otros asuntos. Los artistas no son gente ordenada (demasiado tiempo perdido en ensoñaciones, por decir algo; y, entre creación y creación, demasiada bebida).
Sacudí a la muchacha con energía, tratando de conseguir que se estuviese quieta.
Para entonces, un tipo corpulento que debía de ser el escultor desaparecido había conseguido levantarse del lío de sábanas de la cama, en el otro extremo de la estancia. También él estaba completamente desnudo y preparado para otra clase muy distinta de combate. El hombre, calvo y ya no joven, tenía un torso poderoso y una barba espesa, larga como mi antebrazo. Tras incorporarse, emprendió una carrera impresionante por el polvoriento suelo del estudio entre sonoras imprecaciones.
Aquel par de artistas eran unos cerdos chillones. No era extraño que vivieran en el campo, donde no había vecinos a los que molestar.
Rubinia seguía gritando y agitándose con tal frenesí que no advertí que su amante había cogido un cincel y un macillo, pero el hombre falló su primer golpe y el macillo pasó rozándome la oreja izquierda con un silbido. Cuando repitió la acometida, esta vez con el buril, me volví bruscamente, cubriéndome detrás de la muchacha. Rubinia me mordió en la muñeca y perdí cualquier reparo a utilizarla como escudo.
Arrastrándola conmigo sin separarme de ella, me escabullí tras una estatua mientras Orontes atacaba. El cincel resbaló en la talla medio acabada de un ninfa, para la cual había servido de modelo alguien más esbelta que la recia mujer que yo intentaba dominar. Rubinia arrastró los pies mientras trataba de rodear con las piernas las pantorrillas de la ninfa. Tiré de ella para evitarlo, aunque empezaba a resbalarme de las manos el lienzo y con él su espléndido contenido. La tela ya se arrastraba por el suelo y muy pronto iba a escapárseme también la muchacha.
El hombre apareció de pronto desde detrás de un grupo escultórico de mármol. Retrocedí de un salto y a punto estuve de tropezar con una escalera. Mi adversario era más alto que yo, pero la bebida y la agitación lo hacían más torpe; su cráneo abovedado fue a golpear contra el obstáculo. Mientras maldecía, aproveché la que podía ser mi única oportunidad. Ya no podía seguir dominando a la muchacha, de modo que la empujé lo más lejos que pude, acompañando el gesto con un doloroso impacto de mi bota en sus espléndidas posaderas. Rubinia se estrelló contra un frontón y soltó otra salva de maldiciones cuarteleras.
Agarré al aturdido escultor y, pese a su fuerza, antes de que se diera cuenta de mis intenciones lo obligué a girar en un semicírculo. A continuación, lo introduje en un sarcófago colocado de pie como para acoger a un visitante y, cogiendo la maciza tapa con ambas manos, traté de arrastrarla para dejar encerrado en el ataúd al hombre al que se había encargado su reparación.
El peso de la tapa de piedra me sorprendió y sólo logré encajarla a medias antes de que Rubinia se lanzara de nuevo al asalto, arrojándose sobre mí por detrás y tratando de arrancarme los cabellos a tirones. ¡Dioses benditos, aquella mujer era una roca! Cuando me revolví para plantarle cara, me soltó y cogió el mazo. Me llovieron golpes por todas partes aunque, afortunadamente, la muchacha tenía una idea bastante vaga de cómo acertar en un blanco. Y como no dejaba de saltar a mi alrededor igual que una mofeta enloquecida, soltando puntapiés dirigidos a la parte de mi cuerpo que prefiero que nadie ataque jamás, aún le resultaba más difícil golpear con precisión.
Mi estado era poco menos que desesperado, pues tenía que dominar a los dos a la vez. Conseguí apoyarme contra la tapa del sarcófago para mantener a Orontes atrapado detrás de mí y, al mismo tiempo, agarré por la muñeca, con todas mis fuerzas, la mano con la que Rubinia blandía el mazo. Durante unos segundos, ella insistió en sus intentos de matarme mientras yo hacía lo posible por evitarlo. Por último, la obligué a soltar el arma, la golpeé en la sien con el puño y la inmovilicé.
En aquel momento, la puerta se abrió de golpe y entró en el local una figura baja y rechoncha, rematada por unos revueltos rizos grises, que me resultó familiar.
—¡Por Cerbero! —estalló mi padre con lo que yo esperaba que fuera admiración—. ¡Te dejo solo apenas un momento y te encuentro luchando con una ninfa desnuda!