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Cuando Petronio regresó, recuperó sus tablillas de inmediato. Se percató de mis anotaciones, pero no hizo comentarios.
Aparté el ánfora a un lado y puse la copa de vino de mi amigo fuera de su alcance.
—Es momento de estar sobrio. Será mejor que me cuentes todo lo que has descubierto hasta ahora.
Aprecié una mirada de inquietud en su rostro. Contarle al principal sospechoso cuáles eran exactamente las pruebas reunidas en su contra quizá no era lo más acertado, aunque el sospechoso fuera yo. Sin embargo, se impuso la costumbre y Petronio me confió la información.
—Lo único que tenemos es un cadáver tremendamente ensangrentado.
—¿Cuándo le dieron muerte?
—Marponio cree que fue anoche, pero es sólo porque le gusta la idea de un crimen abominable en plena noche. Podría haber sido a primera hora de esta mañana.
—¡Por supuesto! El único período para el que no tengo coartada comprobable. Tendré que esquivar a Marponio mientras intento encontrar pruebas de lo que en realidad ha sucedido. Estudiemos todas las posibilidades. ¿Podría tratarse de un suicidio?
Petronio soltó una breve carcajada.
—Con esas heridas, imposible. Queda descartado que pudiera infligírselas él mismo. Además, el muerto había pagado el alojamiento por anticipado.
—Tienes razón, eso habría sido una estupidez por su parte, si sabía que estaba deprimido. ¿Y dices que estaba cosido a puñaladas? ¿Intentaría algún rufián demostrar algo con ello?
—Cabe la posibilidad. ¿Se te ocurre qué podría ser? ¿Alguna sugerencia sobre quién puede tener interés en algo así?
No tenía idea.
Entre los dos, consideramos posibles alternativas. Tal vez Censorino se había llevado a la cama a alguien —de uno u otro sexo— que en un momento dado se había vuelto contra él.
—Si lo hizo, nadie en la taberna vio al o la amante —apuntó Petronio—. Y ya conoces ese antro.
El local de Flora era un nido de curiosos, como ya he mencionado.
—¿Le robaron algo?
—Probablemente, no. Su equipaje parecía completo e intacto.
Tomé nota mentalmente de que debía intentar echar un vistazo al lugar de los hechos cuando tuviera ocasión.
—¿Y algún acreedor disgustado?
Tan pronto lo hube dicho, me di cuenta del desliz. Censorino pretendía cobrarse deudas. Petronio me miró fijamente. Los detalles de mi discusión con el muerto debían de haber pasado de boca en boca por toda la ribera meridional del Tíber. Sin duda, Petro sabía tanto como yo, al menos, respecto a la razón de la presencia del soldado en Roma.
—Lo había visto un par de veces en que me acerqué a saludar a tu madre mientras estabas fuera. Ya me había formado la impresión de que intentaba sacar de tu familia algo más que una cama gratis. ¿Me equivoco si imagino que detrás de ello estaba la figura de tu maravilloso hermano? —No respondí—. Con el mayor de los respetos, Marco Didio —continuó Petronio, empleando un tono de ligero reproche—, al parecer hay un par de aspectos que sí podrías ayudarme a aclarar.
Lo dijo como si lamentara ponerme en un aprieto, pero su tono de voz no significaba nada. Petro era un tipo duro, y con ello quiero decir que también lo era con los amigos. Si mi estúpido comportamiento hacía que fuese necesario retorcerme el brazo o darme un rodillazo en la entrepierna, lo haría sin pestañear. Y era más corpulento que yo.
—Lo siento. —Me obligué a exponerle la situación—. Lo que tú digas. Sí, existe un problema referente a algún proyecto en el que Festo estuvo metido. No, no sé de qué se trataba. Sí, intenté que Censorino me diera más detalles. No, no quiso hacerlo. Y, por supuesto, no quiero verme involucrado si puedo evitarlo… ¡aunque, desde luego, tan seguro como que a la diosecilla le gustan las granadas que llegaré al fondo de este misterio antes que dejarme conducir al cadalso por algo que mi afamado hermano dejó sin resolver!
—Yo estoy bastante convencido de que fue otro quien mató al soldado en el local de Flora —asintió Petronio con una leve sonrisa—. Imagino que incluso tú habrías tenido suficiente sentido común como para no reñir en público con él antes de matarlo.
—Tienes razón pero, con Marponio tan encima de ti, será mejor que me mantengas en la lista de sospechosos hasta que esté formalmente exonerado. —Marponio terminaría por aceptar la opinión de Petronio sobre mi inocencia; incluso se apropiaría del veredicto de éste y lo proclamaría como suyo. Pero hasta que tal cosa sucediera, mi vida sería terriblemente difícil—. Si la reclamación del tipo contra Festo era legítima, tendría un buen motivo para eliminarlo.
—Todos los que os vieron discutir en la bayuca se han apresurado a reconocer que Censorino no te reveló en ningún momento en qué consistía el asunto.
—¡Bien por ellos! Aunque ese soldado sí me adelantó algo respecto al tema de marras. Llegó a contarme que Festo había quedado en deuda con un grupo de antiguos compañeros de armas por culpa de una galera que había naufragado.
—Si te conozco como creo —apuntó Petronio con lealtad—, esos tipos sólo tenían que demostrar la verdad de su reclamación y al instante habrías saqueado tu propia caja de los ahorros para dejar limpia la memoria de tu hermano.
A Petronio nunca le daba miedo nadar contra la corriente de la opinión pública. Mi hermano, a quien tanta gente había adorado, nunca había sido muy del gusto de mi viejo amigo. Eran dos personalidades absolutamente diferentes.
Petronio y yo también éramos diferentes, pero de otra manera; nuestra diferencia era complementaria, lo cual nos hacía amigos.
—Además, sé usar el puñal.
—¡Y con mucha destreza! —asintió, ya que en más de una ocasión me había visto emplearlo.
Ahora estaba seguro de que Petronio Longo debía de haberse enfrentado al juez Marponio e insistido en que la muerte del soldado no tenía mi sello personal. Pero también me daba cuenta de que no tenían otra elección que acosarme hasta que surgiera otra cosa.
—Sólo por cubrir el expediente —apuntó Petronio sin más vueltas—, ¿dónde tienes el puñal en este momento?
Lo saqué de la bota tratando de contener la irritación. Él examinó el arma detenidamente, buscando rastros de sangre. Por supuesto, no los halló. Los dos sabíamos que aquello no significaba nada; si hubiera matado a alguien, habría limpiado a fondo el puñal después del hecho. Incluso si lo hubiera empleado en legítima defensa, habría seguido escrupulosamente mis hábitos de limpieza.
Al cabo de un rato, me devolvió el arma con una advertencia:
—Es posible que tan pronto como te vean te detengan y te cacheen. Supongo que puedo confiar en que no portaras un arma ofensiva como ésa dentro de los límites de la ciudad. —En Roma es ilegal ir armado; una norma muy astuta que provoca que los ciudadanos respetuosos de la ley tengan que adentrarse indefensos por las callejuelas a oscuras, a la espera de que les rebane el gaznate algún malhechor que se salta las normas. Guardé silencio. Petronio continuó con sus insultantes advertencias:
—Y, Falco, no asomes tu fea cara más allá de los límites de la ciudad… Al primer paso que des fuera de ella, queda revocada cualquier amnistía temporal.
—¡Ah, muy gracioso! —Me sentía furioso con él. Cuando se ponía en su papel oficial, Petro resultaba sumamente irritante.
—¡Es lo justo! —replicó—. No es culpa mía si te enzarzas a golpes con un legionario fuera de servicio que poco después aparece cosido a puñaladas. Considérate afortunado de que no te ponga los grilletes. Voy a dejarte suelto, Falco, pero a cambio de algo. Necesito saber en qué asunto estaba metido tu hermano y tú tienes más posibilidades de averiguar los detalles que nadie, incluido yo.
Probablemente, tenía razón. Y, en cualquier caso, yo iba a hurgar en la historia; sentía una curiosidad tremenda por aquel negocio de las estatuas.
—Escucha, Petronio, ya que el único rastro con que contamos es el cuerpo, me gustaría echarle un vistazo. ¿Está todavía en el local de Flora?
—El cuerpo es inaccesible —dijo en tono inflexible—. Y, si no te molesta, mantente alejado de la bayuca.
Durante la conversación, hubo momentos en los que nuestra vieja amistad empezaba a resentirse de tanta tensión.
—¡A veces, esto de ejercer un cargo público se te sube a la cabeza! ¡Deja de tratarme como a un marido harto cuya inaguantable esposa acaba de ser encontrada sin vida en un estercolero público!
—¡Entonces, deja de darme órdenes como si todo el condenado Aventino fuera tuyo y lo tuvieras en arriendo!
—¡Procura ser un poco menos entremetido!
—¡Intenta madurar un poco, Falco!
Petronio se puso de pie y la luz de la lámpara tembló nerviosamente. Me abstuve de cualquier disculpa y lo mismo hizo él. No importaba. Nuestra amistad era demasiado sólida como para que la rompiese aquel condescendiente intercambio de observaciones personales. Al menos, esperaba que lo fuera, porque sin su ayuda mi estúpida implicación en el asesinato de Censorino podía tener resultados fatales para mí.
Petronio ya se marchaba, malhumorado, pero volvió la cabeza al llegar a la puerta.
—Por cierto, lamento lo de tu hermana.
Con tantas cosas más en la cabeza, me había olvidado de Victorina. Me costó esfuerzo caer en la cuenta de a qué se refería.
Abrí la boca para comentar que él debía de sentirlo más que yo, pero me contuve. Por lo menos, me daban pena los pequeños huérfanos, dejados a merced de su débil padre, el yesero. Además, nunca había estado muy seguro de cuáles eran las relaciones entre Victorina y Petronio. Pero una cosa era segura: tratándose de mujeres, Lucio Petronio Longo nunca había sido tan apocado como parecía.