CAPÍTULO 57
PARA EXPERIMENTAR de primera mano la pútrida mezcla de miedo y abatimiento hay que visitar la estación de autobuses de la Greyhound en Carolton, Iowa. A menos de un kilómetro, una maltrecha señal rezaba: «Estación de autobuses. Viaje con Greyhound». Era el primer atisbo de esperanza desde que había escapado de la «intervención» en casa de Maggie Pine.
Dejé el coche en la parte de atrás de una gasolinera abandonada, en las afueras de la ciudad, aunque era difícil decir dónde terminaba la ciudad y dónde empezaban las afueras. Me dirigí a la estación de autobuses arrastrando los pies. Era un pequeño edificio de madera gris que parecía más bien un pequeño salón del viejo oeste.
El interior de la estación estaba prácticamente vacío, salvo por un muchacho flaco, rubio y bien parecido que llevaba unas gafas sin montura. Estaba sentado detrás de un pequeño mostrador. Leía algo en su iPad y estaba seguro de que no me había visto entrar.
Sentada en uno de los dos bancos de madera había una rechoncha mujer de mediana edad haciendo ganchillo. Pensé que estaba esperando un autobús, aunque no llevaba ninguna maleta, ni siquiera una bolsa de mano. Simplemente estaba allí, con su labor de ganchillo.
En el otro banco había un hombre de unos setenta años. El olor corporal que despedía era el de un servicio de caballeros no demasiado limpio.
Llamé la atención del muchacho, que muy educadamente me preguntó:
−¿Adónde va, señor?
−Bueno…, ¿cuándo pasa el próximo autobús?
−Debería llegar dentro de una hora −dijo−. Pero eso depende de si el conductor ha parado en Walkersville para…, bueno… «llenar el depósito»…
−¿Y adónde se dirige ese autobús?
−La siguiente parada es Garrettville, luego Independence, y después va directo a Springfield, Illinois −dijo el muchacho.
−Ahí es donde viven los Simpson −dije.
El chico sonrió.
−No es el primero en hacer esa broma.
−Me imagino que no. Es solo que…
Entonces habló el viejo maloliente. Aunque no gritó, su voz era lo bastante fuerte como para que el muchacho y yo pudiéramos oírlo.
−Creo que es él −dijo el hombre a nadie en particular.
La mujer que estaba haciendo ganchillo no le hizo ningún caso. Una mujer que hace ganchillo no suele estar interesada en hablar con un vagabundo que huele a meados.
−Es ese tipo −dijo el viejo.
Nos miraba directamente. Era evidente que estaba borracho.
−Señor −dijo el viejo−. ¿No es usted el tipo que…? Ya sabe… ese tipo.
Finalmente, la mujer dijo:
−¡Cierra el pico, viejo borracho!
El hombre se quedó mirando el ventilador del techo, que giraba muy lentamente. Luego pareció perder el interés. Sin embargo, yo estaba muy interesado.
−Antes de comprar el billete para Springfield, ¿hay algún sitio por aquí donde pueda comprar un sándwich y un refresco?
−¿Un refresco?
−Ya sabe, una gaseosa o una Coca-Cola.
−Sí. En la cuarta puerta a la izquierda está Cappy’s. Si la han cocinado hoy, la espalda de cerdo no está mal.
−Vuelvo en cinco minutos −dije.
Cuando me dirigía hacia la puerta, la mujer que estaba haciendo ganchillo me miró atentamente. El viejo estaba roncando.
Fui corriendo hasta mi coche. Dejé atrás Cappy’s (me acostumbraría a tener hambre y sed). Pasé por delante de una ferretería de la cadena True Value y de una barbería vacía. En diez minutos estaba de nuevo en la gasolinera abandonada.
Solo había un problema. Mi coche había desaparecido.
Miré a mi derecha y a mi izquierda seis o siete veces, como si hubiera olvidado dónde había dejado el maldito coche. Entonces fui consciente de que solo contaba con mis piernas. Podía caminar o rendirme. Palpé el pen drive, que estaba a salvo en mi bolsillo, y empecé a andar.
Aquel pequeño proyectil tecnológico de plástico debía de ser un talismán. Apenas llevaba andando cinco minutos cuando un camión que pasó junto a mí se detuvo.