CAPÍTULO 43
A PARTIR DE AQUEL MOMENTO, todo cambió.
Megan y yo seguíamos levantándonos temprano todos los días, pero mientras ella se iba a trabajar como supervisora a la Tienda, yo subía a nuestro estudio para dedicarme al libro.
Convertí su escritura en mi trabajo, y descubrí que me encantaba. Me alimentaba la repulsión que me provocaba mi antigua empresa, y sobre todo el hecho de haber sido despedido sin el más mínimo respeto. Así pues, trabajar en el libro era casi como una droga. Mientras aporreaba las teclas y reordenaba constantemente las fichas, el corazón me latía a toda velocidad. Cuando llamaba a informantes que creía que podían ayudarme −antiguos empleados de la Tienda, antiguos proveedores, un juez retirado de Denver para quien Thomas P. Owens había trabajado durante un breve período de tiempo− era rápido, estaba tranquilo y solo me mostraba ligeramente agresivo. Creía estar trabajando en nombre de Dios. Y, salvo cuando tenía que ir al baño o mordisqueaba un trozo de queso como un ratón satisfecho, me pasaba el día sentado ante mi escritorio.
Era feliz con mi trabajo no remunerado como freelance, pero no lo era con mi familia y la vida que llevaba con ella.
Ninguno de los tres se cansaba de recordarme que ya me habían advertido sobre mi comportamiento. Eso sí, no eran maliciosos cuando el tema salía a colación, pero debo decir que se planteaba con demasiada frecuencia.
−¿Cuántas veces te dije que te calmaras y que siguieras el programa? −me decía Megan.
Y Alex también metía baza:
−Te lo advertí, papá. Te advertí que tendrías problemas.
Y Megan agregaba:
−Sí, incluso los chicos lo veían. Primero los obligamos a cambiar de vida aquí, en medio de la nada, y cuando milagrosamente consiguieron adaptarse, cuando incluso esto había empezado a gustarles…
−Nos encanta −la corregía Lindsay.
−Cuando había empezado a encantarles −continuaba Megan−, tú no fuiste capaz de adaptarte. Tuviste que echarlo todo a perder.
Teníamos esta conversación, con algunas variantes, casi todas las noches y sobre todo los fines de semana.
Si discutía, si protestaba, a ellos no parecía importarles. Es más, discutían en voz más alta y con más vehemencia que yo. El estribillo siempre era el mismo: «¿Por qué no vuelves al estudio para trabajar en tu libro?».
En más de una ocasión, al principio de mi «retiro», había pillado a mis hijos grabándome en vídeo. Estaba en el estudio, completamente absorto en el manuscrito, y me detenía, consciente de que había alguien en la habitación. Entonces me daba la vuelta y veía a Lindsay y a Alex grabándome.
−¿Por qué? ¿Por qué? −les gritaba.
Me daban respuestas entre vagas y creíbles.
−Es para un proyecto sobre nuestra vida familiar.
−Hay una actualización para este dispositivo de pantalla plana. Solo lo estaba probando.
−Alex y yo estamos haciendo esto para un álbum en formato vídeo. Llegará un día en que tú ya no estarás, ya sabes.
−¡Basta! −gritaba yo−. Basta, por favor.
Ellos miraban hacia arriba, impacientes. Me decían que me «relajara», y Megan solía decirme más o menos lo mismo.
−No están haciendo nada malo, por el amor de Dios.
Al final casi me acostumbré a ello. Evidentemente, sabía que no debía renunciar a mi autoridad y que debía insistir en que lo dejaran. Debería haberles quitado aquel dispositivo. Debería haber gritado más que ellos. Sin embargo, debo admitir que lo único que me importaba era el libro.
Cuanto más me cabreaba, más trabajaba. Y gracias a esa rabiosa energía, el libro estaba avanzando muy deprisa. Avanzó incluso más deprisa cuando empecé la segunda parte, la de los testigos oculares, basada sobre todo en mis llamadas telefónicas, en correos electrónicos, cartas y, por supuesto, mi propia experiencia.
El «traslado» de Bette y Bud. La barbacoa de Bette y Bud. La incomparecencia del fundador de la Tienda en la convención de San Francisco. El control de seguridad especial del aeropuerto.
Estaba lleno de energía, y como Megan solía estar cansada debido a su trabajo como supervisora, yo me convertí en el autor del libro a tiempo completo y ella en editora a tiempo parcial.
Normalmente solía trabajar en el manuscrito hasta las dos de la madrugada. Luego me aseguraba de guardar mi trabajo en un pen drive de color rojo. Una vez había confirmado que se había guardado todo, sacaba el pen drive, que siempre llevaba conmigo. Así, nunca lo perdía de vista. El archivo se llamaba 2020. Algún día imprimiría su contenido, algo que en mi cabeza había titulado La guerra de la Tienda.
Saber que el manuscrito estaba a salvo y que avanzaba me hacía sentir más tranquilo de lo que jamás habría imaginado. No me enfadaba por las constantes críticas de mi familia por haber «perdido la cabeza» y por «no seguir el programa». No me enfadaba cuando mis hijos grababan en vídeo mis momentos más rutinarios. Ni siquiera me enfadaba cuando Megan abría sigilosamente la puerta del baño y me grababa mientras me secaba después de darme una ducha.
Lo único que realmente me importaba era el libro.