CAPÍTULO 50
AQUELLA NOCHE, Maggie Pine me preparó pollo asado acompañado con glaseado de miel y puré de nabos y, naturalmente, con una mazorca de maíz divina con una tonelada de sal y mantequilla.
Aunque Maggie era una pelirroja muy guapa, ni ella ni la sabrosa cena que me sirvió despertaron en mí ningún deseo. Lo que sí anhelaba eran los viejos tiempos de Nueva York con Megan, Alex y Lindsay sentados a la mesa. Tenía muchas ganas de llamar a mi familia, pero me reprimía cada vez que sentía la tentación de hacerlo. Sabía que contactar con ellos habría sido una estupidez, una auténtica estupidez. Al día siguiente me pondría de nuevo en marcha. Quizás me sentiría diferente. Quizás entonces sí los llamaría, o dentro de dos días…, o el otro…, o…
La habitación de invitados de Maggie parecía sacada directamente de una guía de bed and breakfasts: cama con dosel cubierta con un montón de cojines. El cuarto también era una especie de museo de colchas menonitas: una cubría las sábanas, dos estaban dobladas a los pies de la cama y otras cinco encima de un viejo baúl que había debajo de la ventana.
Intenté leer un libro que cogí de una estantería, La buena tierra, pero lo único que consiguió fue que me preguntará cómo era posible que en su momento aquella novela hubiera ganado el premio Pulitzer.
Empecé a dar vueltas en la cama, una y otra vez. Recordé lo que solía decir mi madre: «Si no puedes dormir, es porque tienes mala conciencia». Me levanté.
Cuando me acerqué a la ventana vi el perfil oscuro del «centro» de Goosen Valley, un ejemplo del estilo genuinamente americano, con muchos campanarios y torres de agua. Junto a la ventana había ramas de un árbol que según Maggie era un viejo nogal negro. Estaba empezando a salir el sol; fuera, poco a poco, la oscuridad daba paso a la luz. En el cielo levemente iluminado aún podía verse el brillo de dos estrellas a través de las ramas del nogal negro.
Durante un instante, reinó la calma. Incluso dentro de mí.