CAPÍTULO 9
−¡EH, FIJAOS EN ESO! −exclamó Alex mientras apuntaba con el dedo hacia el otro lado de la calle.
Esperaba ver algo interesente, y supongo que lo era… para Alex. Había señalado una Tienda del Ejército y la Marina.
−Vamos a echar un vistazo −dije.
Así pues, tras comprobar que no se acercaba ningún coche, cruzamos la calle. Los chicos lo hicieron antes que nosotros y nos esperaron frente a la tienda. Mientras Megan y yo subíamos a la acera, lo oímos antes de verlo: un coche de la policía con las luces y la sirena conectadas.
Un agente rollizo y de tez rosada se bajó de aquel vehículo con una sonrisa apenas esbozada.
−El señor Brandeis, ¿verdad?
Como todos los habitantes de New Burg, estaba decidido a mostrar una impecable educación.
−Eh…, sí −contesté.
El policía miró a Megan tocándose el ala de un imaginario sombrero y dijo:
−Buenos días a usted también, señora Brandeis.
−Buenos días −le respondió Megan, en voz baja.
−¿Son conscientes de que acaban de cometer una infracción?
−¿De veras? −dijo Megan.
−Aquí está prohibido cruzar la calle de forma temeraria −dijo el agente.
Yo tenía ganas de decirle «Debe de estar usted bromeando», pero el tono del policía, aunque educado, era muy serio.
−Bueno, como no se acercaba ningún coche pensamos que…
Me di cuenta de que intentar dar una explicación era una estupidez.
−Señor Brandeis, la ley es la ley. Y las normas son las normas.
Asentí. Sin embargo, el agente aún no había terminado.
−Cruzar la calle de forma imprudente es ilegal.
Megan y yo intercambiamos sendas miradas. Pude ver la ira en sus ojos.
−Quizás en Nueva York se sueltan la ley −dijo el policía. (Pensé que no era un buen momento para decirle que el verbo correcto era saltarse y no soltarse). Entonces prosiguió−: Sin embargo, aquí, en New Burg, no respetar las normas, bueno…, es ilegal.
−Pero… nosotros…
−No hay ningún problema, señor Brandeis. Digamos que esta conversación solo ha sido… ¿una advertencia?
Una vez más, se tocó el ala de su imaginario sombrero.
−Bienvenidos a New Burg −dijo y, acto seguido, se metió de nuevo en el coche patrulla y se fue.
Guardamos silencio durante unos segundos, fingiendo examinar las chaquetas de piloto y los pantalones de camuflaje que había en el escaparate de la tienda.
Entonces, mi hija se dio la vuelta y me rodeó con los brazos. Me abrazó tan fuerte que sentí sus lágrimas en mi pecho. Sin embargo, fue su hermano quien habló:
−Estamos asustados, papá. Esto no tiene gracia. No tiene ninguna gracia.
Eran demasiado mayores para soltarles las arengas típicas de los padres. No podía decirles «Vamos, no hay nada de lo que asustarse». No podía decirles «¿Cómo que no tiene gracia? ¿Y qué me decís del tontorrón de la gorra de béisbol? Y ese viejo policía loco parecía salido de una película. No hay nada de lo que asustarse».
En vez de eso, les dije:
−Sé cómo os sentís. Yo también estoy asustado.
Alex también me rodeó con los brazos. Megan se acercó, me acarició la cara y dijo:
−Por supuesto que estamos asustados.
Mi esposa, damas y caballeros. Una mujer inteligente y maravillosa.