CAPÍTULO 33

EN SAN FRANCISCO había muchas cosas que seguían igual que veinte años atrás, cuando visitamos la ciudad. Los pintorescos tranvías aún subían hasta las colinas, y el Golden Gate, pintado de aquel insólito color rojo industrial, seguía siendo increíblemente hermoso.

Sin embargo, había otras cosas que sí habían cambiado, y mucho. Y no se trataba solo de los cientos de nuevos edificios de cuarenta pisos que se elevaban hacia el cielo o de los multimillonarios de Silicon Valley parados en los atascos al volante de sus Porsches y Mercedes.

Uno de los cambios nos inquietó de manera especial a Megan y a mí: era como si la pequeña localidad de New Burg se hubiera transformado en una ciudad grande y elegante.

Había cámaras de seguridad del gobierno y de la Tienda por todas partes: encima de los semáforos y las entradas de los edificios, en los frigoríficos de las tiendas de comestibles, ocultas en los vitrales de la catedral de Saint Mary e incluso en las puertas de los baños del estadio AT&T Park.

Había diminutos dispositivos de grabación de audio en las mesas de todas las cafeterías, en los mostradores de todos los grandes almacenes y en las habitaciones de todos los hoteles. Y también en los taxis, los autobuses y los tranvías. Había cámaras en los restaurantes, los parques y el ferri de Alcatraz. Mucha gente llevaba mascarillas, y no solo por la contaminación, sino porque les ayudaba a ocultar su identidad.

El cielo de la ciudad también resultaba igual de inquietante y deprimente. Y no era oscuro solo por culpa de la famosa niebla de San Francisco, sino porque había un montón de drones de vigilancia, de reparto y de búsqueda sobrevolándolo. La nueva ciudad de San Francisco me asustó muchísimo, pero también me entristeció. Había visto el futuro, y estaba claro que pertenecía a la Tienda.

Y, sí, por supuesto, había otra cosa que había cambiado durante el viaje, y no tenía nada que ver con San Francisco. Tenía que ver exclusivamente con Sam Reed, nuestro repulsivo jefe.

Sam Reed, el tipo que no le quitaba las manos de encima a mi mujer, el tipo que me hablaba como si yo fuera un apestado, se había convertido de pronto en mi mejor amigo. Sin motivo aparente.

−Eh, Jacob, he comprado entradas para el partido de los Giants y los Dodgers de esta tarde. ¿Qué tal si Megan se va de compras y a visitar un par de museos mientras tú y yo vamos al partido? Luego podemos quedar para cenar.

¿Cómo?

He aquí otro igualmente inquietante e inesperado estallido de humanidad por parte de Sam:

−Oye, Jacob, no está en mis manos que puedas asistir con Megan a las reuniones y ponencias de mañana, pero sí puedo colarte en la excursión a Napa de la tarde que han programado para nosotros.

Megan y yo no nos fiábamos ni un pelo de Sam: Mr. Hyde se había transformado en el doctor Jekyll con demasiada facilidad.

De vuelta en Fairmont, mientras me estaba cambiando para ir al partido, hablamos sobre «el nuevo Sam Reed».

Como de costumbre, a Megan le daba igual que las cámaras de seguridad grabaran todo lo que decíamos y me dio su opinión.

−Está tramando algo −dijo−. Es imposible que alguien como Sam se convierta en Don Perfecto de la noche a la mañana.

−No pulsemos tan rápido el botón del cinismo −dije−. Quizás solo está intentando conocernos y, bueno, cree que somos gente divertida, inteligente, decente y…

−No te engañes, Jacob −dijo Megan−. ¿Recuerdas cuando ayer le preguntamos por Bette y Bud? Lo único que hizo fue teclear en su iPad y diez segundos después dijo: «Ni idea. Han sido trasladados. No han pasado por aquí para ser entrevistados. Nunca han estado aquí».

−Puede que esa sea toda la información que tiene.

−¡Oh, vamos! Su voz era gélida. Su interpretación de Don Perfecto fue pésima. Creo que se alegró muchísimo de decirnos que Bette y Bud estaban ilocalizables. Tú piensa lo que quieras −añadió−, pero yo no me fío ni un pelo de él.

−Supongo que tienes razón. Pero, de momento, disfrutemos del nuevo Sam mientras podamos. Ya sabes, antes de que reaparezca el viejo.

−Disfruta tú de él −dijo Megan−. Yo prefiero mantener las distancias.

Me puse los vaqueros y Megan se recogió el pelo en un moño. Mientras se pintaba los ojos y se ponía una camiseta azul marino bastante ajustada, no pude evitar pensar en ella y Sam.

Ambos sabíamos que era un depravado de primera categoría, pero ¿acaso no era posible que hubiera sentado la cabeza? Megan no se fiaba «ni un pelo». A mí, aquel tipo no me caía bien, pero Megan sentía auténtico odio por él.

O al menos eso era lo que ella quería que creyera.