CAPÍTULO 14

EL LUNES POR LA MAÑANA, Megan y yo fuimos a trabajar. Al centro de distribución de la Tienda.

Dieciocho edificios con una superficie total de casi ocho kilómetros cuadrados. Dieciocho edificios conectados por pasos elevados, túneles, puentes y vías, con kilómetros de escaleras mecánicas y cintas transportadoras entre ellos. Los drones sobrevolaban los edificios en los que trabajaban los empleados, vestidos con monos de color azul marino.

NO HAY PROBLEMA

Eso decía el cartel que había en las paredes, en el respaldo de las sillas, en las máquinas de refrescos gratuitos, en las máquinas de comida gratuita, en las máquinas de café, capuchino y expreso gratuitas.

NO HAY PROBLEMA

Eso decía el cartel que había en los miles de monitores, en las entradas y en las salas, incluso en los baños de caballeros.

Evidentemente, Megan y yo no teníamos más que problemas. ¿Nos pillarían tomando notas? ¿Nos descubrirían?

Acabábamos de unirnos a miles de trabajadores. Cientos de ellos nos habían dicho «Bienvenidos, amigos», mientras una mujer joven nos acompañaba al aparcamiento subterráneo del centro de distribución. Fue en ese enorme aparcamiento donde vimos nuestro primer Stormer, un vehículo pilotado por un ordenador.

Si un carro de golf y un Porsche se hubieran apareado, su retoño habría sido un Stormer, el eficaz medio de transporte de mercancías que recorría los carriles de los edificios del centro de distribución. Los encargados de reunir los artículos, como Megan y yo, íbamos de un lado a otro para recoger lo que, en la Tienda, todo el mundo llamaba las cosas.

Daba la impresión de que todas las «cosas» que existían en el mundo estaban en esos dieciocho enormes edificios. ¿Tamaño aproximado? Pues más o menos el de quince Madison Square Garden.

¿Alguien necesitaba un sofá de piel de tres módulos desmontables, una cuchara para sacar bolas de melón o de sandía, un reloj Patek Philippe, una tabla de planchar, dos mil bolsas para reciclar plástico, clips rojos o un cromo autografiado del jugador de béisbol Mickey Mantle? ¿O quizás un inodoro de bajo consumo de agua, una caja de preservativos, un dispositivo de TV Roku, una máquina para hacer pasta, una tiara de diamantes eduardiana valorada en cincuenta mil dólares, medio kilo de caviar Sevruga, quinientos kilos de estiércol, un servilletero, una caja de servilleteros, una tableta de chocolate Hershey’s Special Dark, una caja de tabletas de chocolate Hershey’s Special Dark, una canoa, una moto acuática, una caja de bolsas de colostomía…?

Si algo existía, la Tienda lo vendía. Los Stormers iban de un lado a otro como cucarachas huyendo de la luz. Los empleados se movían como los personajes de las antiguas películas mudas.

Megan y yo miramos a nuestro alrededor mientras el Stormer nos hacía un recorrido de «formación y orientación». Una relajante voz femenina sonaba en nuestros auriculares a medida que nos movíamos: «En estos momentos estáis viendo el ensamblaje de una caja. Fijaos en cómo la mercancía es izada y depositada en su interior. Luego, un oficial verifica el pedido y…».

Cada pocos metros, la voz proseguía: «En estos momentos estamos en la sección de productos “semiperecederos”, desde jícamas a aguacates, pasando por huevos rellenos y salmón ahumado. En esta sección, la temperatura está programada a…».

Y entonces, una sorpresa.

Giramos a la izquierda, dejando atrás la sección de «impresión fotográfica e impresión láser en tres dimensiones» para entrar en la de «suelos naturales, marcos para puertas y molduras coloniales» cuando una mano me quitó los auriculares.

El asaltante, al que aún no había identificado, dijo, en un susurro:

−Bienvenidos al Planeta de los Locos. Por favor, revisen su cerebro a la entrada.

Era Bud.

−¡Joder!

−Modera tu lenguaje, neoyorquino −dijo una mujer.

Era Bette.

Sí, nuestros dos amigos fumetas del aparcamiento de la iglesia.

Bette nos mostró la pantalla de su tableta, que formaba parte del material estándar de la Tienda, mientras decía:

−Hemos rastreado vuestro recorrido de orientación en la página de «recién llegados». Echadle un vistazo.

En la tableta de Bette había una foto de Megan y una mía, muy retocadas. Parecíamos modelos de un catálogo de ropa de la década de 1950. El pie de foto decía: «Dadles la bienvenida a Meg y Jake».

¿Meg? ¿Jake?

Megan sacudió la cabeza y dijo:

−Ha empezado la locura.

−Y esto es solo el principio −dijo Bud.

−Tenemos que irnos −dijo Bette−. Luego hablamos. Pasaremos a veros.

Bette y Bud se alejaron a toda prisa, y Megan y yo volvimos a ponernos los auriculares.

La voz de la guía prosiguió: «Ahora que vuestra visita no programada ha terminado…».

Alguien nos había estado observando.

La voz continuó: «Por favor, presentaos en el área de asignación 44 para vuestra primera tarea». Y se hizo el silencio.

El Stormer giró bruscamente a la derecha en dirección a la sección de «detectores de humo, extintores y detectores de monóxido de carbono».

Al cabo de unos diez minutos estábamos en el área de asignación 44. Durante ese trayecto de diez minutos conté noventa y cinco rótulos con el eslogan de la Tienda.

NO HAY PROBLEMA

¿No hay problema?

En mi opinión, no había más que problemas.