CAPÍTULO 12
AQUEL SÁBADO POR LA NOCHE, después de que un dron nos hubiera traído una deliciosa cena a base de ternera a la parmesana, ensalada de rúcula y pizza margarita de la Tienda de Pizzas (estábamos empezando a aprovechar algunas de las ventajas de vivir en el mundo de la Tienda), Megan y yo nos instalamos en nuestro «despacho» del desván, el rincón donde habíamos decidido escribir nuestro revelador libro.
Nos habían dicho que el calor seco del Medio Oeste sería un alivio después del de Manhattan, muy húmedo. Mentira. El desván era un horno. El aire acondicionado no llegaba hasta allí arriba, y el ventilador solo servía para desparramar nuestras fichas y el papel de la impresora.
Habíamos elegido el desván por si en las otras habitaciones aún quedaban cámaras que no hubiéramos detectado. Evidentemente, era más que probable que en el desván hubiese cámaras ocultas (no éramos tan ingenuos), pero después de haber quitado las que habían colocado en las vigas de madera del techo, pensábamos haber conseguido cierto nivel de privacidad.
Pero con esa gente nunca se sabía.
Una bombilla colgaba sobre la pequeña mesa de juego que utilizábamos como escritorio. Hacía tanto calor que nos quedamos en ropa interior. Los cubitos de nuestros cafés se habían derretido.
Aunque daba la sensación de que gran parte de aquella casa se hubiera construido hacía tan solo una semana, el desván parecía tener doscientos años: había telarañas y excrementos de roedores en casi todas las vigas, las tablas del suelo crujían y, de vez en cuando, en medio del calor sofocante, nos llegaba un soplo de aire gélido que no éramos capaces de explicar.
Sin embargo, aún más preocupante que todo esto fue la pregunta que planteó Megan antes de que hubiéramos escrito una sola palabra de nuestro libro:
−¿Cómo ha ocurrido, Jacob? ¿Cómo hemos acabado sentados aquí, medio desnudos, a cuarenta grados de temperatura, en un desván de Nebraska, para escribir un libro sobre una empresa demencial?
Era una buena pregunta, una pregunta que yo también me hacía. Por desgracia, no tenía ni remotamente una buena respuesta para ella.
−Puede que simplemente estemos destinados a escribir ese libro −dije.
−No quisiera parecer cínica, cariño, pero es una respuesta demasiado extraña…, como si Dios quisiera que escribiéramos ese libro.
−Dios no −dije−. No lo sé… El destino, quizás.
−«El destino» es solo otra forma de decir «Dios».
−Tal vez −dije−. Pero parece como si hubiera habido una conspiración para que todo esto ocurra: el rechazo del libro sobre el rap, el hecho de ser conscientes de lo que significa la Tienda y la necesidad de conseguir trabajo y dinero… Es como si nos hubiéramos alistado en el ejército para ir a la guerra, a una especie de guerra santa.
−Puede ser −dijo ella, pero era evidente que ambos estábamos un poco asustados. Megan continuó−: Si nos pillan, nos…, en fin, ni siquiera soy capaz de imaginarme lo que podrían hacernos.
−Relájate y disfruta −dije.
−Sí, relájate y disfruta −dijo Megan. Pero no sonrió. Sí, era cierto: estábamos asustados. Megan añadió−: ¿Por qué no nos ponemos manos a la obra?
Y eso fue lo que hicimos. Cuando escribíamos un ensayo, Megan y yo utilizábamos el mismo método de trabajo. Lo escribíamos todo, cualquier pequeño detalle, opinión o cita, en fichas, que luego archivábamos, ordenábamos y volvíamos a archivar. Teníamos archivos grandes divididos en archivos de fichas más pequeños. Al final había miles de fichas cuidadosamente archivadas y ordenadas con precisión en cajas de plástico (que, evidentemente, habíamos comprado en la sección correspondiente de la Tienda).
Sin embargo, aunque como la mayoría de la gente de nuestra edad nos pasábamos gran parte del tiempo frente a nuestros ordenadores portátiles, no habíamos dado con un método satisfactorio de organizar nuestra investigación en el ordenador. Por algún motivo, necesitábamos ver las cajas de zapatos, hurgar en ellas, mover las fichas y los pósits con notas cuando conseguíamos nueva información.
Aun así, usábamos mucho internet.
¿El nombre original indio de New Burg, Nebraska? Lo buscamos en Google. (El nombre, por cierto, es una forma anglicanizada de nom-bah, la palabra en quapaw para referirse al número 2.)
¿Creen los consumidores que hay una diferencia significativa entre los productos comprados por internet y los adquiridos en las tiendas de toda la vida? Hola, Google. (Al parecer, a la mayoría de la gente le da igual).
Sin embargo, esa noche nos dedicamos básicamente a las fichas. Llenamos unas cuantas sobre Deb, la bibliotecaria, y su marido, que había sido «trasladado». Y unas diez sobre el tipo que salió de la Tienda de Pizzas. Sobre Brick Street y Mortar Street. Sobre la búsqueda de las cámaras de seguridad. Sobre los vecinos que vinieron a ayudarnos. Sobre el policía y su especie de «advertencia». Etcétera, etcétera.
Nuestros lápices del número 2 no paraban de escribir, interrumpidos solo por algún inesperado soplo de aire gélido.
Megan y yo empezamos a sentir dolor de espalda al mismo tiempo y estiramos los brazos. Entonces, ella dijo:
−¿Cuándo entregaron esa caja?
Miré a mi alrededor. Estaba señalando una caja en la que habían escrito artículos de oficina de la tienda.
−No tengo ni idea −dije−. ¿Lo encargaste tú?
−No. No he pedido nada desde que llegamos a New Burg.
Nos acercamos a la caja. Estaba colocada debajo de una viga de madera del techo. La abrimos sin problemas y echamos un vistazo a su contenido: dos cajas de lápices del número 2 envueltas en papel de celofán, quince paquetes de fichas de varios tamaños y colores, una cajita de cartón con diez bolígrafos Rolling Writer y, lo más alucinante de todo, dos gruesos blocs de notas. En uno podía leerse del escritorio de megan brandeis. El otro era idéntico salvo que, evidentemente, tenía mi nombre en la tapa.
−¿Estás seguro de que no encargaste esto? −me preguntó Megan−. En fin, son todos los artículos de oficina que utilizamos.
−Sí, como la crema de cacahuete y los cereales que compraron para nosotros.
Ni Megan ni yo quisimos hablar del tema. Eran casi las dos de la madrugada, hora de irse a dormir.
−No sé por qué, pero estoy diez veces más despierta que cuando nos pusimos a trabajar −dijo Megan.
−Bien. Entonces, no malgastemos esa energía −dije−. Entremos en la página de la Tienda.
Megan me dedicó una mirada de ¿qué estás tramando?, pero la página se abrió con su encabezado habitual:
Bienvenidos a la Tienda
Tenemos todo lo que usted necesita
Le cogí el portátil a Megan, que miró por encima de mi hombro mientras yo tecleaba.
Me metí en la sección de libros. Así es como la Tienda había empezado su conquista del mercado: vendiendo libros. Seguían teniendo la mayor oferta de libros del mundo, más que la de la Biblioteca del Congreso. Clásicos, best sellers, libros de texto, libros infantiles, pornografía…, cualquier cosa que pudiera ser encuadernada.
Además de todos estos libros tradicionales, había una sección única: «Solicite un libro que le gustaría ver publicado». Esta sección del sitio web de la Tienda estaba llena de miles de sugerencias de libros que aún no existían, entre ellos Cómo esterilizar a su mascota (lo juro) y El tao de los algoritmos.
Entré en la subsección de la letra U. Allí, después de El último grito en el acompañamiento orquestal zen, cliqué en «Envíe su solicitud».
Con mucho cuidado para no cometer ningún error, tecleé: Ulises, el somnífero perfecto.
En la pantalla apareció esta frase: «Atenderemos su solicitud lo antes posible. Consulte la página a menudo».
Miré a Megan, que estaba riéndose. Luego nos besamos.
El beso fue una mezcla de amor, sexo y miedo.
−Espero que tengan sentido del humor −dijo Megan.
−Pronto lo sabremos.
−Sí. Consultaremos la página a menudo.
−Pero, ahora, salgamos de aquí.
−Sí, me estoy congelando −dijo Megan.
Eché un vistazo a la pantalla de mi ordenador: Hora: 2:14 temp: 7 °C