CAPÍTULO 36
MEGAN TIENE DOS FORMAS de canalizar su ira: gritando o guardando silencio, y en aquel momento era imposible predecir por cuál de las dos optaría. Suponía que después de mi comportamiento durante la entrevista habría muchos gritos, palabrotas y que diría «Me da igual si monto una escena». Y, como de costumbre, me equivoqué. Por completo.
Megan guardó silencio absoluto durante el trayecto hasta el hotel. Y esa era justamente la clase de ira que yo no quería. Quería que me gritara y me dijera lo estúpido que había sido durante la «entrevista». Quería que sacara todo lo que tenía dentro, obligándome así a regresar al aterrador mundo de la Tienda.
−Vale, vale −dije, tratando de provocar alguna reacción en ella−. Me he comportado como un auténtico cretino. Debería haberles escuchado, contestado y seguido el juego.
Megan no dijo nada.
−Sé que nuestro futuro depende de ese libro y sé que lo he puesto gravemente en peligro. Sé que he actuado como un idiota. Y sé que tienes todo el derecho del mundo a estar cabreada conmigo.
Más silencio.
El habitual ambiente inquietante de las calles de San Francisco no hizo más que empeorar las cosas. Aquella hermosa ciudad era una versión a gran escala de New Burg: de los drones que inundaban el cielo, había uno que estaba claramente asignado a Megan y a mí: se movía por encima de nuestras cabezas como un enorme paraguas electrónico. Y luego estaban las diminutas cámaras incrustadas en los muros de los edificios, en las señales de stop y en los bordes de los cubos de basura. Los propios cubos de basura eran un modelo de la eficacia de la Tienda: cuando tirabas un trozo de papel o de plástico en el contenedor, este era silenciosamente absorbido por un sistema de reciclaje subterráneo.
Todo era perfecto, limpio y aterrador…, al menos para mí.
De repente, Megan se detuvo y ladeó la cabeza. Yo también me detuve.
−Oye, Jacob. Es importante que lo entiendas: no estoy enfadada contigo. Te quiero, pero tengo la sensación de que has cruzado el límite. Y lo comprendo. Este nuevo mundo, este nuevo lugar, estas nuevas reglas… te superan. Pero tu comportamiento nos hace la vida imposible a los demás… A Lindsay, a Alex… y a mí.
−Pero lo que han hecho en esa sala de entrevistas ha sido indignante −empecé.
−Sí, sí, lo ha sido. Lo sé. Ambos lo sabemos, pero esta intolerancia que has desarrollado…, el hecho de que no puedas contenerte por…, por…, en fin, la única forma que se me ocurre de decirlo es «el bien común»…, se ha convertido en un problema, y estoy preocupada.
−No te preocupes −dije−. Estoy seguro de que todo…
−¿Saldrá bien? No. De eso no puedes estar seguro en absoluto.
Las parejas dignas de considerarse como tales siempre terminan las frases del otro.
−Me preocupa ver en qué te has convertido −continuó Megan−. Todos estamos al límite, pero creo que es posible que tú ya lo hayas cruzado.
Posé las manos en sus hombros y di un paso para abrazarla. Megan se echó a llorar. No fue un llanto, solo unos pequeños sollozos y gemidos.
¡Mierda! ¿Había algo de verdad en lo que Megan pensaba, sentía y decía? ¿Me estaba convirtiendo en un hombre nuevo y extraño en este mundo nuevo y extraño? Sí, por supuesto que odiaba la insensatez de un mundo completamente automatizado en el que no había libros, ni bolígrafos ni humanos conduciendo los tranvías y los trenes. No conseguía adaptarme a él. Aún seguía buscando billetes en los bolsillos para pagar las cosas, aunque en este mundo el único dinero válido era el de las tarjetas de crédito y los móviles. Echaba de menos mi antigua vida. Quería ver un partido penoso de los Knicks en televisión y no en un dispositivo interactivo portátil. Quería ir al supermercado para palpar los melones con las manos y comprar una caja de cereales que no necesitábamos. No quería pulsar botones para que nuestra despensa se volviera a llenar automáticamente.
Incluso mientras estaba abrazando a Megan miré a mi alrededor y me sentí inquieto. En la calle había muchos peatones con máscaras, auriculares y trajes de protección. El aire tenía permanentemente un olor a goma y amoníaco mezclado con un leve perfume de flores al que yo llamaba «vómito a la gardenia».
Megan me miró y sonrió.
−El vómito a la gardenia es asqueroso, ¿no? −dijo.
Y seguimos andando.
−¡Dios! −exclamé−. Espero no haberlo tirado todo por la borda.
Esperaba que Megan dijera algo así como «Por supuesto que no, todo irá bien».
Pero no dijo nada. Y seguimos andando.
Una vez en el hotel, el dron que nos seguía se alejó. Ya se encargarían de vigilarnos los dispositivos electrónicos del establecimiento.
El portero nos abrió la puerta.
−Bienvenidos de nuevo, señores Brandeis −dijo, con voz cordial−. Hay dos personas esperándoles en el vestíbulo.