CAPÍTULO 38

MEGAN Y YO VIMOS cómo se alejaban Bette y Bud y luego nos sentamos en el vestíbulo del hotel. Al cabo de unos minutos, dije:

−Lo siento, cariño. Voy a comportarme mejor; sabré controlarme. −Luego, abriendo y cerrando comillas con los dedos, añadí−: Me ceñiré al «programa».

Megan asintió.

La noche se nos había echado encima. Eran las ocho, y estaba hambriento.

−¿Te apetece cenar algo? No hemos comido nada desde el desayuno.

−Claro −dijo Megan.

No fue un «claro» rotundo, pero en cualquier caso era una respuesta afirmativa.

−¿Deberíamos mandarle un SMS a Sam por si quiere unirse a nosotros? −pregunté.

−No −dijo Megan−. Esta noche debe asistir a una importante reunión de peces gordos. Cenaremos solos.

Tras haber pedido consejo al recepcionista, nos dirigimos hacia el sur, al Nob Hill Café.

−Está cerca y los precios son razonables −nos había dicho.

−Está claro que le han hablado de nosotros −le respondí.

−Sí, así es −dijo el recepcionista, y me di cuenta de que no estaba bromeando.

Hacía ese frío que todo el mundo dice que es propio de San Francisco, por lo que aceleramos el paso.

Todo era normal: había turistas, lugareños, gente con mascarillas, drones sobrevolando el cielo y, por supuesto, nuestro dron personal siguiendo nuestros pasos. La constante vigilancia, que a mí me ponía furioso, no parecía importar a Megan.

Cuando el semáforo en verde empezó a cambiar a rojo, dije:

−Vamos. Nos da tiempo a cruzar.

−No −dijo Megan−. Odio que cruces en rojo.

−Vamos. Tengo frío.

Empezamos a cruzar la calle. El dron nos siguió, bajó en picado y estuvo a punto de golpearnos.

Inmediatamente se escuchó el sonido de un claxon. Vimos un enorme todoterreno, un Chevy Tahoe, a unos pocos metros de distancia. Conseguimos detenernos de golpe y esquivarlo. Pero el dron, que volaba muy bajo, no tuvo tanta suerte y se estrelló contra el lado del conductor del vehículo. El golpe fue ensordecedor, y el choque horrible. El Tahoe se desmenuzó, convirtiéndose en un amasijo de acero. A los pocos segundos empezaron a surgir llamas del capó del coche. Una multitud se apiñó en torno al lugar del accidente, mientras otros huían del fuego. Las llamas envolvieron al instante el resto del Tahoe. El dron, destrozado, estaba atrapado en la parte posterior del coche, aplastado contra los rostros desfigurados y ensangrentados de dos niños pequeños, quienes, junto a los que debían de ser sus padres, sentados en la parte delantera, ardían como la leña de una chimenea, como si los hubieran rociado con gasolina, y entonces…, ¡boom!, fueron pasto de las llamas.

Megan, yo y cuatro personas más intentamos sacar a los ocupantes del coche, pero el calor era insoportable. Estaba claro que era demasiado tarde para poder ayudarlos.

A lo lejos oímos sirenas y el sonido de las campanas que solían llevar los antiguos coches de bomberos. Mientras contemplábamos la escena nos dimos cuenta, horrorizados, de que había otro niño en la última fila de asientos. También estaba en llamas.

Llegó un coche del departamento de policía de San Francisco con tres agentes y a continuación oímos un insistente e implacable pitido que venía de arriba. Al cabo de un minuto, dos gigantescos drones descendieron hasta el lugar del accidente; estaban dotados en su base de sendas pinzas mecánicas que se extendieron hasta el incendio. Uno de los drones agarró con las pinzas la parte delantera del todoterreno y el otro realizó una maniobra idéntica con la parte posterior. Juntos, izaron el vehículo, incluido nuestro dron privado −una parte de aquella horripilante escultura de acero−, hacia el oscuro cielo. Parecían ejecutar una extraña danza mecánica mientras el todoterreno en llamas era levantado, cada vez a más altura. Desde lejos parecía un trozo de carbón volante que se iba consumiendo lentamente.

La poca gente que quedaba en el lugar del accidente se quedó mirando hasta que el todoterreno desapareció. Los tres agentes de policía les dijeron a los curiosos que se dispersaran.

Me dirigí hacia uno de los policías.

−He visto lo que ha ocurrido, agente. En cierto modo, me he visto envuelto en el accidente. Déjeme que le… −dije.

−Por favor, señor, abandone este lugar.

−Jacob, te lo ruego. Vámonos −gritó Megan.

−Pero…

De repente se oyó ese irritante sonido −bip, bip, bip− de un camión dando marcha atrás. Efectivamente, el sonido provenía de dos camiones, aunque no estaban dando marcha atrás, sino que avanzaban muy despacio por Mason Street. Cada uno de ellos parecía el fruto de un matrimonio muy progresista entre un camión de basura y un elegante autobús de lujo. En la parte delantera, a modo de enormes espátulas, tenían dos pesadas palas de acero. Recogieron los escombros −trozos de metal, equipaje quemado, una bolsa térmica de Coca-Cola− y luego los levantaron para echarlos en unos contenedores que estaban fijados en los lados de ambos vehículos.

Todo había terminado. Fin de la historia.

La gente se dispersó. La calle estaba limpia. Los camiones se alejaron. Cinco personas habían muerto de una forma brutal, y aun así era como si nada hubiese ocurrido.

−Tengo la sensación de haber entrado y salido de una pesadilla −le dije a Megan.

−Creo haberles dicho que se dispersaran −gritó un policía desde lejos.

Habíamos perdido el apetito. Volvimos al hotel. Otro dron, que sustituía al anterior, se encargó de seguirnos.

−No han tardado nada en volver −dijo el recepcionista.

No le contestamos.

Una vez en la habitación, conectamos nuestros portátiles. ¿Sitios webs locales? Nada. ¿Sitios webs nacionales? Nada. ¿AOL? ¿CNN? Nada. Encendimos la televisión. ¿Las noticias? Nada.

A la mañana siguiente nos dejaron el San Francisco Chronicle en la puerta de la habitación. ¿La sección local? Nada.

Nada. Nada. Nada. Como si el accidente jamás hubiese ocurrido.