CAPÍTULO 24

AUNQUE EN SU MOMENTO ignorábamos cuál era, había una buena razón para que a Megan y a mí nos hubieran elegido para «echar una mano» en el Encuentro Especial de Artistas.

La fiesta iba a celebrarse en el Salón de Recepciones y entre los invitados habría artistas de renombre, diseñadores, escritores y filósofos, así como algunos peces gordos del mundo de la Tienda que raramente se dejaban ver.

El Salón de Recepciones era una réplica de Versalles: murales del estilo de Fragonard, mobiliario Luis XIV (probablemente auténtico) y arañas de oro y cristal en el techo… Al fondo de la enorme sala había un escenario con un atril.

En medio de las celebridades había un centenar de empleados de la Tienda. Aunque no conocía a ninguno, eran fáciles de detectar: todos llevaban placas electrónicas en las que podía leerse «Soy de la tienda. Bienvenidos».

Después de que los invitados se hartaran de beber champán y de comer entremeses, las arañas parpadearon y todo el mundo ocupó sus asientos. Megan, yo y los otros seis «ayudantes» empezamos a movernos como ratas para recoger platos sucios, copas y servilletas. Luego nos sentamos detrás de los invitados.

Una mujer joven y muy atractiva vestida con un traje chaqueta azul marino muy elegante se acercó al atril.

−Isabel Toledo −me susurró Megan.

−¿Así se llama esa mujer? −le pregunté, también en un susurro.

Megan puso los ojos en blanco.

−No, idiota. Es la diseñadora del traje que lleva.

−Ah.

−Hasta ahora, los encuentros artísticos organizados por la Tienda han sido todo un éxito −dijo la mujer−. Hoy, con motivo del decimoquinto encuentro, tenemos el honor de contar con la presencia del doctor David Werner, economista de fama mundial, graduado en Kinkaid y profesor de economía en la Universidad de Harvard.

La mujer enumeró algunas credenciales más del doctor Werner y acabó diciendo esto:

−La conferencia del doctor Werner se titula «La sorprendente influencia oculta del arte y la música en la recuperación económica».

Entonces, el doctor Werner subió al escenario. Era un hombre de aspecto frágil, tendría unos setenta y cinco años y llevaba un traje gris oscuro y una pajarita de un azul brillante.

Muy pronto descubrimos que aquel hombre no tenía nada de frágil.

Al principio no dijo nada. Se tomó su tiempo para inspeccionar al público con semblante grave, moviendo la cabeza lentamente de izquierda a derecha. Luego empezó a hablar.

−Me han llamado para hablar de arte y música, y estoy seguro de que a todos nos gustaría debatir sobre tan nobles placeres. Sin embargo, no es de eso de lo que voy a hablaros. Y si no os gusta lo que tengo que decir, lo lamento mucho por vosotros.

Algunos de los presentes intercambiaron sendas miradas, algunas de preocupación, otras de confusión. La mujer que había presentado al doctor Werner se levantó bruscamente del asiento que ocupaba en la primera fila y abandonó la sala. El doctor Werner continuó:

−Permitidme que deje las cosas claras desde un principio. −Hizo una pausa y, a continuación, su voz retumbó sobre la multitud−. ¡No me caéis bien! ¡Ninguno de vosotros!

Se escucharon algunas risas aisladas entre el público. Sin embargo, Werner las silenció enseguida golpeando el atril con la mano.

−No…, no os riais −continuó−. En realidad… −Tras hacer otra pausa, dijo, con una voz más fuerte que antes−: Me ponéis enfermo. Este lugar me pone enfermo. La Tienda me da ganas de vomitar.

Los asistentes se miraban mutuamente con las cejas enarcadas, boquiabiertos, murmurando y susurrando.

−Debe tratarse de una broma −oí decir a alguien.

Pero algo en mi interior me decía que no se trataba de ninguna broma.

Aquel predicador enfervorizado había venido para soltar su sermón.

La cuestión era si habría alguien que, aparte de Megan y yo, estaría de acuerdo con él.

−Fijaos en el mal que vosotros y la Tienda habéis desencadenado −gritó Werner−. No os habéis contentado con manipular al público vendiendo más barato que nadie y eliminando la competencia en un sistema capitalista libre, sino que vosotros y la Tienda también os habéis convertido en los mayores recopiladores de información personal y confidencial sobre consumidores del mundo entero.

Los murmullos aumentaban de volumen y se escuchaban gritos de desaprobación y algún silbido ocasional.

−La Tienda se ha apoderado de las mentes y las carteras de América porque espía y registra todo lo que hacen los americanos. Sabe lo que la gente quiere y anhela. Sabe y analiza todo lo que la gente hace online, desde lo más sórdido a lo más respetable. Sabe lo que comen los americanos y cuándo lo comen. Sabe lo que ve la gente y cuándo lo ve. Incluso sabe cuándo follan y con quién follan…

Megan y yo nos miramos atónitos. Ese tal Werner le estaba espetando la verdad al público…, diciéndole exactamente lo que pensábamos.

Sin embargo, el público no se daba por aludido. Dos gorilas descomunales vestidos con trajes negros de muy mala calidad aparecieron a ambos lados del escenario.

Sin embargo, el doctor Werner no se rendía. Con cada una de sus frases, el corazón de Megan y el mío latían más de prisa con nuestro regocijo.

−La Tienda tiene miles de miembros de grupos de presión en Washington DC −dijo−. Y una red de espías y contraespías que se han infiltrado en todos los estados de la unión y puede que en todos los países del mundo −añadió−. He llegado a la conclusión de que las principales agencias de defensa gubernamentales, como el FBI y la CIA, son sus cómplices.

Megan y yo miramos a nuestro alrededor. Muchos de los asistentes se habían levantado, gritándole a Werner.

−¡Lárgate de aquí!

Los que permanecían sentados estaban pateando el suelo.

−Y lo peor de todo −empezó a decir Werner…, aunque no pudo terminar la frase.

Los dos gorilas vestidos de negro corrieron hacia él, lo levantaron por las axilas y lo sacaron del escenario. Mientras Werner trataba de soltarse, el público aplaudía.

−No digas nada, Jacob −dijo Megan−. No le mires a él ni me mires a mí. No sonrías. Vamos a retirar esos platos como si nada hubiera ocurrido.

Por supuesto, tenía razón. Incluso la más mínima reacción por nuestra parte podía traicionarnos y desenmascararnos como los rebeldes que éramos.

−Pero tengo que conocer a ese hombre.

Me abrí paso a través de la enorme sala hasta la puerta que conducía a la zona de bastidores. La atractiva mujer del traje azul, muy seria, estaba hablando con los dos corpulentos tipos que habían sacado a Werner del escenario.

−Perdón −dije−. Me preguntaba si podrían decirme dónde puedo encontrar al doctor Werner.

Durante un instante, los tres intercambiaron sendas miradas.

−Se ha ido −dijo uno de los hombres.

−Lo sé. Lo he visto…, en fin…, abandonar el escenario. Esperaba poder…

−Se ha ido −dijo el segundo hombre.

−Bueno, ¿saben en qué dirección se ha ido? Quizás pueda…

−No −dijo la mujer, interrumpiéndome. Hizo un gesto con la mano y añadió−: El doctor Werner… ya no está con nosotros.