CAPÍTULO 44

FALDA DE TERNERA con salsa agridulce de cebolla y tomate. Un auténtico y delicioso puré de patatas. Guisantes salteados con trocitos de jamón.

Debería haber sido una cena perfecta.

−Escuchadme un momento −dije−. Si queréis que cene con vosotros, guardad cualquier dispositivo que pueda grabar, ¿de acuerdo?

−De acuerdo −dijo Lindsay.

−No te he oído, Alex −dije.

−De acuerdo −dijo.

Vale, estaba enfadado, pero me había contestado.

−¿Megan? ¿Y tú qué?

−¿Quieres que preste juramento? −dijo, en un tono solo ligeramente irritado.

−Sí, señora.

−¿Estás loco? −me dijo.

−Es posible −le respondí, sonriendo.

−¡Oh, por Dios! −exclamó Megan. Luego cogió aire, lo expulsó y, con un hilo de voz, dijo−: De acuerdo. −Hizo una pausa y, de nuevo en voz muy baja, añadió−: Sí, estás loco.

Empezamos a cenar.

−No quiero vino −dije−. Tengo que trabajar.

Alex le pidió a Lindsay que le pasara el «estofado» y ella lo corrigió diciéndole que era falda de ternera. Megan les dijo que no empezaran a discutir.

Cuando estaba a punto de comerme el primer bocado de puré de patatas, Lindsay me preguntó:

−¿Cómo va el libro?

−Como si te importara −le respondí.

¿Por qué había tanto veneno y sarcasmo en mi tono de voz? A menudo solía bromear con los chicos (y con Megan), provocándolos pero sin mala intención, pero todos los libros sobre cómo educar a los hijos advertían contra la ira y el sarcasmo.

−Jacob −dijo Megan−. Lindsay te ha hecho una pregunta perfectamente lógica.

Pero yo no podía parar.

−Sí, crees que es lógica, pero yo sé que no lo es.

Alex fijó los ojos en su plato y Lindsay tomó un largo trago de agua.

−Mi libro, mi libro, mi libro −dije, sacudiendo la cabeza.

¿Qué demonios me estaba ocurriendo?

−Quizás pasas demasiado tiempo trabajando en tu libro, tu libro, tu libro −dijo Alex.

Lo miré con los ojos muy abiertos y llenos de rabia.

−Te lo hemos dicho. Los tres. Deja el libro ya.

Entonces, a gritos, con un tono de voz irritado, Lindsay dijo:

−¡No lo entiendes!

Y yo, en un tono suave pero siniestro, le respondí:

−Oh…, en eso estáis muy equivocados… Lo entiendo muy bien. Entiendo que mi libro trata sobre una poderosa y maléfica máquina…

Nuestro libro −me corrigió Megan.

Entonces me cabreé de verdad.

−No, Megan, es mi libro. Tú y tus hijos no habéis hecho nada salvo tratar de detenerme. Pues bien, tengo noticias para vosotros: no voy a dejarlo. Sé muy bien que la Tienda es una máquina muy poderosa. Nadie lo sabe mejor que yo. Nadie la ha estudiado tan de cerca.

Me levanté, sintiéndome tan inspirado como el rey Arturo dirigiéndose a los caballeros de la Mesa Redonda y como Cristo en la Última Cena.

Y, por primera vez, me di cuenta de que Megan y los chicos podían estar en lo cierto: estaba loco.

−Sí, irán a por mí. Como soldados, como los nazis, se presentarán en plena noche. Me llevarán con ellos y también se llevarán el libro.

No era capaz de estructurar mis pensamientos. Vomitaba las ideas a medida que se me ocurrían.

−Saben lo que estoy haciendo. Lo saben todo. La Tienda es más poderosa que nadie y que cualquier cosa. Nadie puede escapar de ella…, sobre todo un don nadie como yo. Las cámaras de vigilancia. Los dispositivos para grabar. Los espías en el trabajo. Los espías en los hoteles de San Francisco. Los drones. Los vecinos que no son realmente vecinos. Los amigos que no son realmente amigos. La familia que…

Tuve que dejar de hablar.

Alex aún mantenía los ojos fijos en su plato. El vaso de agua temblaba en la mano de Lindsay. Megan tenía los ojos llorosos.

−No estoy preparado para su llegada. Nadie puede estarlo. Pero seré fuerte. La investigación seguirá adelante. Pueden robarme mi libro. Pueden quemarlo. Pero la verdad saldrá a la luz. Los tres estáis equivocados. Me suplicáis que lo deje. Me lo imploráis. Pero los tres estáis totalmente equivocados. Totalmente. Lo que no entendéis es esto: «¡Lo entiendo muy bien!».