CAPÍTULO 51

PUEDE QUE DURMIERA UN POCO. Tal vez unos minutos. O media hora. Quizás me había adormilado, sentado en el alféizar de la ventana. Tal vez… Bah, ¿qué más daba? Ahí estaba, sentado en una silla, junto a la ventana de la habitación de invitados de Maggie Pine. Y de repente ya era de día. Y estaba más o menos despierto. Pero para despertarme del todo necesitaba darme una ducha.

Mientras me dirigía al pequeño cuarto de baño que había dentro de la misma habitación vi un bordado enmarcado que colgaba de la pared. Según podía leerse, lo había hecho una niña llamada Marie D. en 1822. Era un versículo de la Biblia:

Velad, pues, porque no sabéis el día ni la hora en que el Hijo del Hombre ha de venir.

No podía estar más de acuerdo.

El baño no tenía ducha, solo bañera. Nunca había entendido qué sentido tenía darse un baño. No soy de los que disfruta remojándose en el agua que absorbe tu propia suciedad. Así pues, hice todo lo posible por quitarme de encima la mugre y el sudor del día anterior poniéndome de rodillas frente al grifo de la bañera. Dejé correr el agua y agaché la cabeza para lavarme el pelo. Luego me enjaboné por partes y me eché agua por encima para quitarme el jabón.

Sobre la mesita que había junto a la bañera se extendían todos los productos para darse un baño a la antigua usanza: un frasco de cristal con flores secas, un espejo de mano antiguo con un marco de plata grabado y un cepillo también de plata a juego. También había un bote de hojalata de polvos de talco Yardley con olor a lirios del valle.

Me sequé con una enorme toalla blanca y luego tomé una decisión que, tratándose de mí, consideré muy atrevida: me espolvoreé abundantemente con ese polvo con perfume de flores.

Oí que golpeaban la puerta de la habitación porque había dejado abierta la del baño. Unos segundos después se abrió, soltando un crujido.

−Jacob… Jacob, soy yo, Maggie.

−Un momento −grité−. Acabo de darme una ducha… Bueno, una ducha no…, un baño. ¿Qué ocurre?

Hice la pregunta con cierto nerviosismo en la voz mientras trataba de ceñirme la toalla con fuerza alrededor de la cintura.

Antes de volver a la habitación me eché un vistazo en el viejo espejo que colgaba sobre el lavabo. Debo decir −y no es falsa modestia− que el reflejo no era especialmente agradable: los polvos de talco habían teñido de un gris blancuzco el vello del pecho, y mis brazos y piernas eran ridículamente esqueléticos.

−Casi me pillas −le dije a Maggie.

−Disculpa. Debería haber esperado a que abrieras la puerta.

−No importa. Somos amigos −dije, seguramente con una de esas sonrisas que normalmente son definidas como avergonzadas, estúpidas o ambas cosas a la vez.

−Te traigo un poco de café y una jarrita de zumo de naranja −me dijo.

Maggie me señaló la mesa que había junto a la estrecha cama. Evidentemente, encima de ella había una bandeja de madera con una delicada tacita aún humeante y una pequeña jarrita de cristal con zumo de naranja.

−Pareces cansado, Jacob −dijo.

−Sí, no sé muy bien si he conseguido dormir. Cuando tienes esta sensación es que has pasado una mala noche.

A los pies de la cama había una camiseta. Me la puse, pero entonces pensé que al mover los brazos podría haber acabado deslizando la toalla.

−Por aquí. Déjame que te ayude −dijo Maggie, acercándose a mí−. Eh, te has puesto los polvos de talco de lirio. Me encantan. Me recuerdan a mi abuela.

−Genial. Sí, a menudo las chicas piensan en sus abuelas cuando me ven.

Maggie se echó a reír y me ajustó la camiseta a los hombros. Mientras tanto, yo sujetaba el nudo de la toalla.

Maggie estaba punto de tirar de la camiseta cuando me tocó el pecho con la mano, haciendo saltar una nubecilla de polvo blanco. Tras apoyar la mano sobre mi pecho, dijo:

−¿Qué te parece?

Durante unos instantes no dije nada. Y ella no se movió.

Finalmente fue Maggie quien habló.

−Supongo que no −dijo.

−Bueno… −Tras hacer una pausa, añadí−: Supongo que no.

Maggie se dirigió hacia la puerta de la habitación y me dijo que me tomara el café sin prisas. Luego se iría abajo, a preparar unas tostadas. ¿O quizás prepararía otra cosa? Podría preparar muffins de maíz. No, unas tostadas estarían bien. En realidad, yo nunca desayunaba. Bueno, puede que unos cereales. Maggie solo tenía los clásicos Rice Krispies. No. No, gracias… Entonces, de repente, salió de la habitación y cerró la puerta detrás de ella.

Aunque no solté ningún suspiro de alivio, me sentí aliviado. Y también me sentí triste.

Debía tener un aspecto ridículo: la camiseta a medio poner, la toalla a punto de caerse… Intenté quitarme de encima todo el polvo de lirios de su abuela.

Tenía la intención de tomarme el café, beberme el zumo de naranja y tomarme mi tiempo para vestirme.

Pero eso no iba a ser posible.