CAPÍTULO 1
MEGAN, MI MUJER, mandó un correo electrónico con una invitación para la cena que era muy propia de ella: divertida, ingeniosa y con un toque de misterio.
MEGAN Y JACOB BRANDEIS
OS INVITAN A LA FIESTA DE SU
ÚLTIMO ALIENTO EN MANHATTAN
JUEVES, 30 DE AGOSTO
20 HORAS
322 PEARL STREET
Habíamos invitado a nuestros ocho mejores amigos a cenar en nuestro enorme y extravagante loft, que ocupaba la mitad de una planta de un edificio de estilo art déco. Si al oír la palabra loft os imagináis que el espacio era elegante, moderno y dotado con tecnología punta, estáis muy equivocados. Nuestro apartamento, muy largo y muy estrecho, se encontraba en lo que en otros tiempos había sido el edificio de una compañía de seguros. Después de quedarse vacío durante cinco años, vivieron en él unos okupas. Luego fue adquirido por un grupo de aspirantes a escritores y artistas. Cada apartamento tenía exiguas vistas al East River y fabulosas vistas a las barcazas cargadas de basura atracadas en South Street Seaport. Solo pudimos permitirnos el apartamento porque en aquellos momentos, la zona (entonces el Distrito Financiero, que ahora recibe el nombre más chic de «DiFi») era tierra de nadie. La tienda de comestibles más cercana estaba a más de tres kilómetros de distancia, en el Greenwich Village. Y también podíamos permitírnoslo porque nos ganábamos bastante bien la vida escribiendo cualquier cosa, desde eslóganes publicitarios a catálogos, pasando ocasionalmente por algún artículo para la revista New York y el New York Observer. Como el resto de la gente de Manhattan que no había fundado una empresa dedicada a las altas tecnologías o especulaba con fondos de inversión, nos las apañábamos. Y lo que era mejor aún: nuestros hijos también parecían apañárselas bien.
Lindsay tenía dieciséis años y estudiaba en Spence. Cuando yo era un chaval que iba al instituto George Washington, era un sitio para pijos. Ahora apenas queda nada de aquella cultura, y esa clase de gente parece no interesar a Lindsay. En realidad, la mayoría de sus amigos eran latinos y afroamericanos con becas, además de la hija de un embajador de la ONU y una princesa de Oriente Medio para variar un poco.
Alex, el hermano de Lindsay, de trece años, estudiaba en la Rodeph Sholom, una escuela judía reformista del Upper West Side. Le gustaba mucho la escuela, le caían bien sus amigos y no le importaba tener que tomar todos los días el metro para llegar hasta allí. Lo habíamos mandado a ese centro porque ni Megan ni yo éramos muy religiosos: ella era católica no practicante y yo judío, aunque solo en un plano cultural. Sin embargo, cuando llevaba casi un mes en la escuela, Alex había desarrollado un inquietante interés por el judaísmo: dedicaba el mismo tiempo de estudio a la Torá que a la informática. Estudiaba chino, pero también hebreo. Y, evidentemente, delante de él me sentía avergonzado, porque mi conocimiento del judaísmo se reducía a tres cosas: 1) comida (las albóndigas de matzá tenían que estar duras); 2) supersticiones de las que ninguna otra familia judía había oído hablar («Si ves una monja, tócate un botón del abrigo»), y 3) la palabra «cuídese», que le decíamos a cualquiera que salía de nuestro apartamento (un fontanero, una tía, un testigo de Jehová…).
Alex y Lindsay se peleaban sin parar, y cuando no lo hacían, se reían juntos. Además, leían libros, pero libros de verdad, con páginas de papel que hay que pasar con los dedos. Eran unos chicos inteligentes y sarcásticos que, en general, solían portarse bien. Megan y yo los adorábamos. Y prefiero no hacer especulaciones sobre lo recíproca que era esa adoración.
La noche de la fiesta, Megan y yo estábamos muy nerviosos. Pero teníamos nuestras razones para estarlo. Le serví a Megan su tercera copa de vino blanco (tratándose de ella, todo un exceso) mientras nuestros hijos daban los últimos toques a la cena: Lindsay glaseaba el salmón hervido y Alex le echaba berros por encima.
−Yo le echo berros. El eneldo es un tópico de los caterings.
Los grandes chefs son tipos duros.
−Nunca te acostarás sin saber una cosa más −dije.
Megan tomó un sorbo de vino y dijo:
−Tal vez deberíamos haber titulado esta velada «Los últimos dinosaurios de Manhattan».
Me eché a reír y dije:
−Tal vez.
Yo sabía a qué se refería. Todos nuestros invitados eran gente cuyos trabajos ya no eran importantes. En un artículo que había escrito hacía un mes para Salon.com, me refería a esta clase de empleados como «excedentes humanos en nuestro nuevo mundo de nuevas tecnologías».
En efecto: los amigos que iban a comer salmón esa noche estaban a punto de convertirse −como dirían los británicos− en «redundantes». Me había venido a la mente una escena de la película Un tipo de altura en la que el jefe se vuelve hacia su ayudante, interpretado por Jeff Goldblum, y le dice: «Estás despedido. J-O-D-I-D-O. ¡Despedido!». No es mi intención parecer insensible. Pero era un hecho, y estaba ocurriendo en todo el país.
La noche fue una especie de fiesta de puesta de largo para los que iban a dejar de formar parte de la población laboralmente activa.
Sandi Feinblum, subjefa de la sección de moda del New York Times, estaba a punto de aceptar una indemnización por dejar su empleo. Trabajaba en la edición «tradicional» en papel del periódico. Sin embargo, la única gente que aún prefería la edición impresa del Times iba apareciendo lenta pero indefectiblemente en las páginas de necrológicas.
Wendy Witten y Chuck McKirdy eran editores de sendas revistas de vinos y de golf, respectivamente, pero ninguna de las dos había pasado con éxito de la edición impresa a la digital.
También habíamos invitado a un ejecutivo de la empresa de subastas Sotheby’s y a su esposa, una mujer muy nerviosa y adicta a los medicamentos. Él iba cayendo rápidamente en el olvido, suplantado por sitios web como eBay e iGavel.
A una de las invitadas ya le habían dado la patada. Una exagente de viajes. Toda la gente que en el pasado había recurrido a ella, ahora hacía las reservas de hotel por su cuenta y se imprimía los billetes de avión. Básicamente, había sido sustituida por William Shatner.
Otro amigo, Charlie Burke, trabajaba en una empresa que estaba a punto de ser absorbida por la Fox. Cuando se llevara a cabo la fusión, es probable que se le conociera como el último hombre de este planeta que había dirigido una cadena de televisión independiente. Las sitcoms que había vendido a emisoras locales acabarían en las cadenas neoconservadoras.
Y finalmente también estaba Anne Gutman, directora editorial de Writers Place. Anne aún conseguía ganarse la vida editando libros y publicando de vez en cuando a algunos escritores de no ficción como Megan y yo. Pero ella sabía −todos lo sabíamos− que no era ninguna excepción a la regla electrónica.
Joder, la oficina de empleo podría haber instalado una mesa en nuestro comedor. Y lo que era aún peor: Megan y yo habríamos sido los primeros de la cola.