CAPÍTULO 25
¡1984 HA VUELTO!
BARBACOA EN CASA DE BETTE Y BUD
DOMINGO, 17:00 H.
Esta era la invitación que Bette y Bud mandaron por correo electrónico.
Megan tuvo la misma reacción que yo:
−¡Como si en New Burg hubiera dejado de ser alguna vez 1984!
Sin tener en cuenta el año en el que estuviéramos, nos presentamos con una tarta de chocolate y malvavisco y un fajo de fichas en los bolsillos.
−Creo que ya conocéis al menos a la mitad de los que han venido −dijo Bette.
Tenía razón. La mayoría de los presentes que tenían veintitantos años nos habían ayudado el día de la mudanza. De repente, uno de ellos apareció a mi lado.
Me avergüenza reconocer que me acordaba de Mark Stanton porque él y su esposa, Cookie, eran los únicos afroamericanos en medio de todos los rostros pálidos que vivían en New Burg.
−Mi amigo Jacob −dijo Mark Stanton.
Tras chocar los puños, le pregunté:
−¿Dónde está Cookie?
Mark no respondió, encogiéndose de hombros.
Mientras tanto, Megan estaba hablando con Marie DiManno, la viuda que había organizado la brigada de ayuda el día de la mudanza.
Una mujer muy guapa repartía vasitos de plástico con ron mientras dos atractivos hombres a los que no conocía jugaban un relajado partido de bádminton.
Por un instante pensé que había cosas peores que tomarse algo frío en una calurosa tarde de domingo en Nebraska.
Sin embargo, ese momento de felicidad se esfumó enseguida. También sabía que había una cámara de vídeo debajo de la mesa de pícnic y al menos otras tres sujetas a los canalones de la casa. Reconocí a uno de los hombres que se ocupaba de la parrilla de carbón vegetal: era uno de los tipos que había sacado al doctor Werner del escenario. Vi varios drones dotados con sistema de audio y vídeo planeando entre los pequeños grupos de invitados. Y no pude evitar preguntarme por qué Mark Stanton no me había dado una respuesta clara y concisa cuando le había preguntado por su mujer.
Tardamos alrededor de una hora en devorar todos los filetes (excelentes) y las costillas (extraordinarias) que nos sirvieron Bette y Bud. Sobre las siete habíamos dado cuenta de lo que quedaba del pastel de chocolate y malvavisco y del pastel de coco con nata. También habían desaparecido dos tartas de moras. Las cámaras de vídeo estaban grabando a un grupo de gente suspirando de satisfacción.
¿Quién habría dicho que la noche no había hecho más que empezar?
Una de las invitadas, una atractiva mujer de aspecto maternal que trabajaba en el centro de distribución, golpeó una cucharilla contra una taza de café y dijo:
−Todos me conocéis. Soy Lynn Harris. Y todos sabéis a qué punto de la velada hemos llegado, ¿verdad?
Salvo Megan y yo, el resto de invitados parecían saberlo, ya que todos empezaron a aplaudir y a gritar con entusiasmo.
−Efectivamente: es el momento perfecto para el debate sobre la Tienda −continuó. Luego nos miró fijamente a Megan y a mí−. Creo que debemos explicarles a nuestros nuevos vecinos qué es el debate sobre la Tienda: elegimos varios temas de cierta relevancia para New Burg y para la Tienda, los metemos dentro de una bolsa, sacamos uno y debatimos sobre él hasta que nos cansamos o alguien se pone insoportable. −Lynn se echó a reír y luego añadió−: Hoy he elegido yo los temas.
Evidentemente, no pude mantener la boca cerrada.
−¿Has pensado tú los temas y los has metido en la bolsa o te los han sugerido?
Uno de los tipos que había estado jugando a bádminton dijo:
−Una mezcla de ambas cosas. En realidad, no importa de dónde salen los temas.
−Puede ser divertido −dijo Megan.
Me sentía orgulloso pero al mismo tiempo me inquietaba estar casado con una mujer capaz de mentir de forma tan convincente.
−Megan, saca el primer tema −dijo Lynn. Luego añadió−: Y tú, Jacob, puedes leerlo en voz alta.
Todo el mundo aplaudió.
−Vamos, Megan, saca uno que sea interesante −gritó Bud.
Unos segundos después, Megan me entregó un trocito de papel y acto seguido les leí el primer tema del debate de la Tienda a los invitados.
−La preservación de los pawnee −leí, y luego añadí−: Puede que en lugar de «preservación» sea «reserva».
−No. Es correcto −intervino un tipo rechoncho de mediana edad−. Hay mucho que hacer en ese cementerio indio que descubrieron mientras estaban excavando para construir la nueva planta de fluoración y enriquecimiento con vitaminas del agua. Hay gente que cree que no habría que tocarlo, pero otros piensan…, ¡al diablo los indios!
−Nativos americanos −le corrigió Mark Stanton.
−Eso, nativos americanos…, ya no queda ninguno.
−Bueno, no creo que debamos decidirlo nosotros −dijo Marie DiManno−. Es la gente de la Tienda quien debe tomar decisiones sobre asuntos como ese.
La siguiente en hablar fue Bette. Lo hizo con voz jovial pero firme:
−Exacto. ¿Por qué deberíamos intervenir en la toma de decisiones?
Evidentemente, Megan y yo captamos el tono sarcástico de Bette. Sin embargo, me preguntaba quién más lo habría percibido.
Vi a Bud dando una suave palmadita en la mano de su mujer, como diciéndole «Cálmate, cariño».
−Saca otro tema, Megan. Y trata de que sea menos polémico −dijo Bud.
−Haré lo que pueda −dijo Megan.
Un instante después tenía otro papelito que leer.
−¡El equipo de los Cornhuskers!
En el lugar del que veníamos, un «debate» sobre deportes podía provocar gritos, amenazas y disparos con armas de fuego. Pronto descubrí que en New Burg las cosas no eran muy distintas.
−Este año no son más que un hatajo de perdedores −dijo un tipo ligeramente barrigudo que, irónicamente, llevaba una camiseta del equipo de Nebraska.
−Pues a mí me parecen buenos −dijo el guardia de seguridad de la conferencia de Werner.
Entonces intervino Bud con una voz que me pareció excesivamente fuerte:
−Sí, son buenos, siempre y cuando no jueguen contra Ohio, Michigan, Pensilvania o Wisconsin.
Casi todos los presentes se rieron a carcajadas.
Sin embargo, un tipo joven que no estaba en absoluto de acuerdo con Bud se puso de pie y dijo, enfadado:
−¿Quién coño te crees que eres? ¿Joe Buck?
−Modera tu lenguaje, Carl. Hay señoras presentes −dijo otro tipo, poniéndose también de pie.
−Vamos a calmarnos y a guardar las formas −intervino Lynn−. Solo es fútbol.
−¿Solo es fútbol? −gritó una nueva voz.
Vi que una pareja se dirigía hacia la calle.
Lynn habló de nuevo. Era evidente que estaba nerviosa.
−Voy a pedirle a Megan que siga sacando temas hasta que salga uno sobre el que podamos hablar civilizadamente.
Aunque la gente se había calmado, nadie sonreía.
Lynn volvió a colocar la bolsa delante de Megan, que sacó un papelito y me lo tendió.
−El doctor David Werner −leí en voz alta.
Entre la multitud se oyeron murmullos de «¿Quién?» y «¿Quién es ese?».
−El tipo que habló el otro día en el encuentro de artistas −respondí−. El que despotricó sobre la Tienda.
−He oído hablar de él. Es un lunático −dijo una mujer.
−Mi esposa estuvo echando una mano esa noche. Dijo que ese tipo era un demente. Tuvieron que sacarlo del escenario.
La gente estaba agitada y murmuraba, intercambiando opiniones. Algunos en voz muy alta.
−Seguro que es un gilipollas.
−Claro. Si vives aquí, ya sabes cuáles son las condiciones. Estás de parte de la Tienda; por algo esta es su ciudad.
−Bueno, aunque no esté de acuerdo con la opinión de Werner, creo que tiene derecho a… −dijo una mujer, tan valiente como ingenua.
Otra mujer contraatacó de inmediato:
−Está claro que no tiene derecho a venir aquí y hablar de más. Seguramente es uno de esos intelectuales que tiene celos de la vida que llevamos en New Burg.
Entonces Bette se levantó y, con voz tranquila pero rotunda, dijo:
−Creo que Werner hizo una serie de observaciones muy atinadas.
Se hizo un repentino silencio. Bette echó un rápido vistazo a sus invitados con una mezcla de confusión y rabia en la expresión de su rostro.
−¿Qué os pasa a todos? ¿Tanto miedo le tenéis a la Tienda que ni siquiera podéis dar vuestra opinión en una barbacoa?
−No tenemos miedo. Somos felices −gritó Mark Stanton−. ¿Acaso es algo tan horrible?
Bette le respondió de inmediato.
−Déjame que te haga una pregunta. Cookie, tu mujer, ¿también es feliz? ¿Es por ser muy feliz que hemos dejado de verla?
−Bud, dile a tu mujer que cierre el pico −gritó un anciano.
Lynn Harris se sumó al altercado.
−En toda América no existe un lugar mejor que este. Disculpadme si recojo mi bolsa y me voy.
Lynn Harris, su marido y otras dos parejas se dirigieron hacia la calle.
−¿Es que no lo entiendes, Bette? Nos gusta vivir aquí. Joder, nos parece el lugar perfecto −dijo uno de los jugadores de bádminton.
Y fue entonces cuando ocurrió.
Bette nos miró fijamente a Megan y a mí.
−Vosotros sabéis de lo que estoy hablando, ¿verdad? Debemos ponerle ciertos límites a la Tienda. Nuestras vidas son nuestras. Estáis de acuerdo conmigo, ¿no es así?
Guardamos silencio.
Bud le echó una mano a su mujer.
−Vamos, sabéis que Bette tiene razón, ¿verdad? Lo sabéis, ¿no? Jacob, Megan, decid algo.
Pero no lo hicimos.
Estábamos ante una terrible disyuntiva: podíamos decir lo que pensábamos y quedar al descubierto o mentir y seguir adelante con el libro.
Entonces Mark Stanton perdió la calma y su elegancia habitual y gritó:
−Todo esto son gilipolleces, Bette. Sin la Tienda no tendríamos nada.
La gente le manifestó su apoyo a gritos, y algunos también decidieron irse. Otros se marcharon discretamente tras despedirse con educación. Y los hubo que se largaron por las buenas, sin decir adiós.
−¿Qué podemos hacer? −me preguntó Megan en voz baja.
−Pues intentar recordar todo lo que ha ocurrido aquí esta noche. Luego nos vamos a casa a escribirlo.