Lunes, 9
El secreto mejor guardado de Alan Keller era su disfunción eréctil, que había sufrido desde la juventud como una permanente humillación y lo había hecho evitar la intimidad con mujeres que lo atraían, por temor a fallar, y con prostitutas, porque la experiencia lo dejaba deprimido o enojado. Con su psiquiatra desmenuzó por años el complejo de Edipo, hasta que ambos se aburrieron de hablar de lo mismo y pasaron a otros temas. Para compensar, se propuso conocer a fondo la sensualidad femenina y aprender lo que debieron enseñarle en la escuela, si el sistema educativo se ocupara menos de la reproducción de la mosca y más de la humana, como decía. Aprendió formas de hacer el amor sin confiar en una erección, supliendo con destreza lo que le faltaba en potencia. Más tarde, cuando ya tenía reputación de seductor, se popularizó el Viagra y ese problema dejó de atormentarlo. Iba a cumplir cincuenta y un años cuando Indiana apareció en su vida como un ventarrón primaveral, dispuesta a barrer cualquier resabio de inseguridad. Durante varias semanas salió con ella sin avanzar más allá de besos lentos, preparando el terreno con encomiable paciencia, hasta que ella se cansó de preámbulos, lo cogió de la mano sin advertencia y lo condujo con determinación a su cama, un somier con cuatro patas bajo un absurdo toldo de seda con campanitas.
Indiana vivía en un apartamento encima del garaje de la casa de su padre, en una zona de Potrero Hill que nunca llegó a ponerse de moda, cerca de la farmacia donde Blake Jackson se había ganado la vida durante veintinueve años. Podía llegar en bicicleta a su trabajo por terreno casi plano —había sólo una colina de por medio—, una ventaja en San Francisco, ciudad de cerros. A pie, con paso rápido, le tomaba una hora; en la bicicleta no más de veinte minutos. Su apartamento tenía dos entradas: una escalera de caracol que comunicaba con la casa de Blake, y una puerta que daba a la calle, a la cual se accedía por una empinada escalera exterior de tablas gastadas y resbalosas en invierno, que su padre todos los años se hacía el propósito de reemplazar. Consistía en dos habitaciones de buen tamaño, un balcón, medio baño y una cocinilla empotrada. Más que una vivienda era un taller, que la familia llamaba la cueva de la bruja, donde aparte de la cama, el baño y la cocinilla, todo el espacio se usaba para el arte y los materiales de la aromaterapia. El día que llevó a Keller a su cama, se hallaban solos, porque Amanda estaba en el internado y Blake Jackson jugando al squash, como todos los miércoles por la noche. No había peligro de que regresara temprano, porque después del juego se iba de parranda con sus amigos a comer cerdo con repollo y beber cerveza en un tugurio alemán, hasta que los echaban al amanecer.
A los cinco minutos en esa cama, Keller, que no llevaba consigo la mágica píldora azul, se mareó con la mezcla de aceites aromáticos y ya no pudo pensar. Se abandonó en las manos de esa mujer joven y contenta, que obró el prodigio de excitarlo sin drogas, sólo con risa y travesuras. No alcanzó a dudar ni a temer, la siguió deslumbrado adonde ella quiso llevarlo y al final del paseo regresó a la realidad muy agradecido. Y ella, que había tenido varios amantes y podía comparar, también quedó agradecida, porque ése fue el primero más interesado en satisfacerla a ella que en darse gusto. Desde entonces era Indiana quien buscaba a Keller, lo llamaba por teléfono para picanearlo con su deseo y su humor, le proponía citas en el Fairmont, lo celebraba y halagaba.
Keller nunca había detectado falsedad o manipulación en ella. Indiana tenía una actitud franca, parecía rendida de amor, encandilada y alegre. Le resultaba fácil quererla; sin embargo evitaba amarrarse a ella, se consideraba un transeúnte en este mundo, un viajero de paso que no se detenía a profundizar en nada excepto el arte, que le ofrecía permanencia. Había tenido conquistas, pero ningún amor serio hasta que se topó con Indiana, la única mujer que lo había retenido. Estaba convencido de que ese amor duraba porque lo mantenían separado del resto de la existencia de ambos. Indiana se contentaba con poco y a él le convenía ese desprendimiento, aunque le parecía sospechoso; creía que las relaciones humanas son trueques en los cuales el más listo sale ganando. Llevaban cuatro años juntos sin mencionar el futuro y aunque no tenía intención de casarse, le ofendía que ella tampoco se lo planteara, ya que se consideraba buen partido para cualquier mujer, en especial una sin recursos, como Indiana. Existía el problema de la diferencia de edad entre ambos, pero conocía a varios cincuentones que andaban con mujeres veinte años menores. Lo único que Indiana le exigió desde el comienzo, en aquella primera noche inolvidable bajo el toldo de la India, fue lealtad.
—Me haces muy feliz, Indi —le dijo en un arranque de sinceridad poco frecuente, encandilado por lo que acababa de experimentar sin recurrir a píldoras—. Espero que sigamos juntos.
—¿Como pareja? —le preguntó ella.
—Como enamorados.
—O sea, una relación exclusiva.
—¿Quieres decir monógama? —se rió él.
Era un animal sociable, disfrutaba de la compañía de gente interesante y refinada, en especial de las mujeres, que gravitaban naturalmente hacia él, porque sabía apreciarlas. Era el invitado indispensable en las fiestas que salían en las páginas sociales, conocía a todo el mundo, estaba al tanto de chismes, escándalos, celebridades. Se las daba de Casanova para provocar expectación en las mujeres y envidia en los hombres, pero las aventuras sexuales le complicaban la existencia y le daban menos placer que una conversación chispeante o un buen espectáculo. Indiana Jackson acababa de demostrarle que había excepciones.
—Pongámonos de acuerdo, Alan. Tiene que ser recíproco, así ninguno de los dos se sentiría engañado —le propuso ella con inesperada seriedad—. Sufrí mucho con los amoríos y las mentiras de mi ex marido y no quiero volver a pasar esa experiencia.
Él optó sin vacilar por la monogamia porque no iba a cometer la torpeza de anunciarle que eso estaba a la cola de sus prioridades. Ella estuvo de acuerdo, pero le advirtió que si la traicionaba, todo se acabaría entre ellos.
—Y puedes estar tranquilo respecto a mí, porque si estoy enamorada, la fidelidad se me hace fácil —agregó.
—Entonces tendré que mantenerte enamorada —respondió él.
En la penumbra de la habitación, apenas alumbrada por velas, Indiana desnuda, sentada en la cama con las piernas recogidas y el cabello alborotado, era una obra de arte que Keller observaba con ojos de experto. Pensó en El rapto de las hijas de Leucipo de Rubens, que estaba en la Pinacoteca de Munich —los senos redondos de claros pezones, las caderas pesadas, hoyuelos infantiles en codos y rodillas—, sólo que esta mujer tenía los labios hinchados de besos y la expresión inequívoca del deseo satisfecho. Voluptuosa, decidió, sorprendido de la reacción de su propio cuerpo, que respondía con una prontitud y firmeza que no recordaba haber tenido antes.
Un mes más tarde comenzó a espiarla, porque no podía creer que esa bella joven, en el ambiente libertino de San Francisco, le fuera fiel simplemente por haber empeñado su palabra. Tanto lo alteraron los celos, que contrató a un detective privado, un tal Samuel Hamilton Jr., con instrucciones de vigilar a Indiana y llevar la cuenta de los hombres que la rondaban, incluso los pacientes de su consulta. Hamilton era un hombrecito con el aspecto inocuo de un vendedor de electrodomésticos, pero poseía la misma nariz de sabueso que había hecho célebre a su padre, un reportero de prensa que resolvió varios crímenes en San Francisco en los sesenta y fue inmortalizado en las novelas policiales del escritor William C. Gordon. El hijo era una réplica casi idéntica de su padre, chaparrito, pelirrojo, medio calvo, observador, tenaz y paciente en la lucha contra el hampa, pero como vivía a la sombra de la leyenda del viejo no había podido desarrollar su potencial y se ganaba la vida como podía. Hamilton siguió a Indiana durante un mes sin obtener nada interesante y Keller quedó satisfecho por un tiempo, pero la calma le duró poco y pronto recurrió de nuevo al mismo detective y así el ciclo de sospechas se repetía con vergonzosa regularidad. Por suerte para él, Indiana nada sospechaba de esas maquinaciones, aunque se topaba tan a menudo con Samuel Hamilton en los lugares más inesperados, que se saludaban al pasar.