Sábado, 24

Durante la primera semana de su nueva vida como fugitivo de la justicia, Ryan Miller navegó por la bahía de San Francisco en la lancha que le consiguió Alarcón, un Bellboy de cinco metros de eslora, con media cabina, un poderoso motor Yamaha y licencia bajo nombre falso. Se detenía de noche en ensenadas, donde a veces descendía con Atila para correr unos cuantos kilómetros en la oscuridad, único ejercicio que podían hacer, fuera de nadar con la máxima discreción. Habría podido seguir flotando en esas aguas por años sin verse obligado a mostrar una licencia del bote y sin ser interceptado, siempre que no atracara en las marinas más populares, porque las embarcaciones de la Guardia Costera no podían navegar en aguas poco profundas.

Su conocimiento de la bahía, donde tantas veces había salido a remar, a pasear en velero y a pescar esturión y róbalo con Alarcón, facilitaba su vida de proscrito. Sabía que estaba a salvo en lugares como la Riviera Desdentada, apodo de un minúsculo puerto de botes destartalados y casas flotantes, donde los escasos moradores, cubiertos de tatuajes y con mala dentadura, apenas hablaban entre ellos y no mirarían a un extraño a los ojos, o en ciertos caseríos en la embocadura de los ríos, donde los residentes cultivaban marihuana o cocinaban metanfetamina y nadie deseaba atraer a la policía. Sin embargo, muy pronto la estrechez de la lancha se les hizo intolerable tanto al hombre como al perro y empezaron a ocultarse en tierra, acampando en los bosques. Miller tuvo poco tiempo para preparar la huida, pero contaba con lo indispensable, su computadora portátil, diferentes documentos de identidad, dinero en efectivo en una bolsa a prueba de agua y fuego, y parte de su equipo de navy seal, más por razones sentimentales que por la posibilidad de usarlo.

Se escondió con el perro tres días en Wingo, un pueblo fantasma de Sonoma, con un antiguo puente en desuso, corroído por el óxido, pasarelas de madera blanqueada por el sol y casas en ruinas. Se habrían quedado más tiempo, acompañados por patos, roedores, ciervos y la sigilosa presencia de las ánimas que le daban su reputación a Wingo, pero Miller temió que la proximidad de la primavera atrajera a pescadores, cazadores y turistas. En las noches, arropado en su saco de dormir, con el viento silbando entre las tablas y el calor de Atila pegado a su cuerpo, imaginaba que Indiana estaba a su lado, apretada contra él, la cabeza en su hombro, un brazo atravesado sobre su pecho, su cabello rizado rozándole la boca.

En su tercera noche en el pueblo abandonado, Miller se atrevió a llamar a Sharbat por primera vez. Ella tardó un poco en llegar, pero cuando lo hizo no era la imagen borrosa o ensangrentada de sus pesadillas, sino la niña de los recuerdos, intacta, con su expresión asustada, su pañuelo floreado y su hermanito en los brazos. Entonces pudo pedirle perdón y prometerle que atravesaría el mundo para buscarla, y en un interminable monólogo decirle aquello que nunca le diría a nadie, sólo a ella, porque nadie quiere conocer la realidad de la guerra, sólo la versión heroica depurada del horror, y nadie quiere oír a un soldado hablar de su tormento; contarle, por ejemplo, que después de la Segunda Guerra Mundial se descubrió que sólo uno de cada cuatro soldados disparaba a matar. Se cambió el entrenamiento militar para destruir esa repulsión instintiva y crear la respuesta automática de apretar el gatillo sin vacilar al menor estímulo, un reflejo grabado en la memoria muscular, y así se consiguió que el noventa y cinco por ciento de los soldados mataran sin pensar, un verdadero éxito; pero todavía no se ha perfeccionado el método para acallar los campanazos que repican en la conciencia más tarde, después del combate, cuando toca reincorporarse al mundo normal y hay pausas para reflexionar, cuando empiezan las pesadillas y la vergüenza que el alcohol y las drogas no logran mitigar. Y cuando no hay dónde descargar la rabia acumulada, unos terminan buscando camorra en bares y otros pegándole a la mujer y a los hijos.

Le contó a Sharbat que pertenecía a un puñado de guerreros especializados, los mejores del mundo. Cada uno de ellos era un arma letal, su oficio es la violencia y la muerte, pero a veces la conciencia puede ser más fuerte que el entrenamiento y todas las estupendas razones para la guerra —deber, honor, patria—, y algunos ven la destrucción que causan dondequiera que vayan a combatir, ven a los compañeros desangrándose por una granada enemiga y los cuerpos de civiles atrapados en la contienda, mujeres, niños, ancianos, y se preguntan por qué pelean, qué propósito tiene esa guerra, la ocupación de un país, el sufrimiento de gente igual a uno, y qué pasaría si tropas invasoras entraran con tanques a su barrio, aplastaran sus casas, y los cadáveres pisoteados fueran los de sus hijos y esposas, y también se preguntan por qué se le debe más lealtad a la nación que a Dios o al propio sentido del bien y del mal, y por qué siguen en ese afán de muerte y cómo van a convivir con el monstruo en que se han convertido.

La niña de ojos verdes lo escuchó callada y atenta, como si entendiera el idioma en que le hablaba y supiera por qué lloraba, y se quedó con él hasta que se durmió en su saco, agotado, con un brazo sobre el lomo del perro que vigilaba su sueño.

***

Cuando la fotografía de Ryan Miller apareció en los medios de comunicación pidiéndole al público que informara a la policía sobre su paradero, Pedro Alarcón se puso en contacto con su amiga Denise West, en cuya discreción confiaba sin reservas, y le expuso la necesidad de ayudar a un tránsfuga buscado por sospecha de homicidio premeditado, como le explicó en tono de broma, pero sin minimizar los riesgos. A ella le entusiasmó la idea de esconderlo, porque era amiga de Alarcón y Miller no tenía aspecto de criminal, y porque partía de la premisa de que el gobierno, la justicia en general y la policía en particular eran corruptos. Acogió al navy seal en su casa, que Alarcón había escogido por la ventaja de hallarse en una zona de granjas agrícolas y en la proximidad del delta del río Napa, que desembocaba en la bahía de San Pablo, la parte norte de la bahía de San Francisco.

Denise tenía un huerto de verduras y flores de una hectárea y media para su deleite personal, así como un asilo de caballos ancianos, que sus dueños le entregaban en vez de sacrificarlos cuando ya no les servían, y una industria casera de conservas de frutas, pollos y huevos, que vendía en los mercados ambulantes y en las tiendas de productos orgánicos. Había vivido cuarenta años en la misma propiedad, rodeada de los mismos vecinos, tan poco sociables como ella, dedicada a sus animales y su tierra. En ese modesto refugio, creado a su medida y protegido del ruido y la vulgaridad del mundo, recibió a Ryan Miller y a Atila, quienes debieron adaptarse a una existencia rural muy distinta a la que llevaban antes, en una casa sin televisor ni aparatos electrodomésticos, pero con buena señal de internet, entre mascotas mimadas y caballos jubilados. Nunca habían vivido en compañía de una mujer y, sorprendidos, descubrieron que era menos terrible de lo que esperaban. Desde el comienzo Atila demostró su disciplina militar al resistir estoicamente la tentación de devorarse a los pollos, que andaban sueltos picoteando la tierra, y atacar a los gatos, que lo provocaban con obvio descaro.

Además de ofrecerle hospedaje, Denise se prestó para representar a Miller en Ripper, ya que él no podía mostrar la cara. Amanda le pidió que participara, porque lo necesitaba, y crearon a toda prisa un personaje para el juego, una investigadora con particular talento llamada Jezabel. Los únicos que conocían su identidad eran la maestra del juego y su fiel esbirro Kabel, pero ninguno de los dos sabía dónde se ocultaba el navy seal ni quién era la mujer madura con una larga trenza gris que posaba de Jezabel. Los otros jugadores de Ripper no fueron consultados respecto a ella, porque Amanda se había vuelto más despótica a medida que se complicaban los crímenes, pero quienes objetaron al principio, muy pronto pudieron comprobar que la nueva jugadora valía su peso en oro.

—He estado revisando los expedientes de la policía sobre los casos —anunció la maestra del juego.

—¿Cómo los obtuviste? —preguntó Esmeralda.

—Mi esbirro tiene acceso a los archivos y yo soy amiga de Petra Horr, la asistente del inspector jefe, que me mantiene informada. Le pasamos copia de todo a Jezabel.

—¡Nadie debe tener ventaja sobre los otros jugadores! —objetó el coronel Paddington.

—Cierto. Pido disculpas, no volverá a suceder. Veamos qué dice Jezabel.

—Encontré algo que se repite en todos los casos, menos el de Alan Keller. Las cinco primeras víctimas trabajaban con niños. Ed Staton era empleado del reformatorio en Arizona, los Constante se ganaban la vida con un hogar para niños remitidos por el Servicio de Protección de la Infancia, Richard Ashton estaba especializado en psiquiatría infantil y Rachel Rosen era juez del Tribunal de Menores. Puede ser una coincidencia, pero no lo creo. Keller, en cambio, nunca tuvo nada que ver con niños, ni siquiera quiso tener hijos.

—Esto es una clave muy interesante. Si la motivación del homicida tiene relación con niños, podemos suponer que no mató a Keller —dijo Sherlock Holmes.

—O lo mató por otro motivo —lo interrumpió Abatha, quien antes había sugerido esa posibilidad.

—No estamos hablando de niños comunes, sino de niños con problemas de conducta, huérfanos o de alto riesgo. Eso limita las opciones —dijo el coronel Paddington.

—El próximo paso es averiguar si las víctimas se conocían y por qué. Creo que debe de haber uno o varios niños que conectan los casos —dijo Amanda.