Lunes, 13

Petra Horr llevaba el pelo corto como un muchacho, no usaba maquillaje y se vestía siempre igual: botas, pantalones negros, blusa blanca de algodón, y en invierno una gruesa sudadera con el logotipo de una banda de rock en la espalda. Sus únicas concesiones a la vanidad eran unos mechones teñidos como cola de zorro y un barniz en colores llamativos en las uñas de pies y manos, que mantenía muy cortas por las artes marciales. Estaba en su cubículo pintándose las uñas de amarillo fluorescente, cuando llegó Elsa Domínguez vestida como para ir a misa, con tacones y un anticuado cuello de piel, preguntando por el inspector. La asistente le explicó, disimulando un suspiro de fastidio, que su jefe estaba dirigiendo una investigación y seguramente no volvería en el resto de la tarde.

En las últimas semanas su trabajo había consistido más que nada en cubrirle las espaldas a Bob Martín, que desaparecía en horas de servicio con disculpas inverosímiles. Que lo hiciera en lunes ya era el colmo, pensaba Petra. No llevaba la cuenta de las mujeres que habían entusiasmado a Bob Martín en el tiempo que ella lo conocía, era una labor tediosa e inútil, pero calculaba que debían de ser entre doce y quince al año, más o menos una mujer cada veintiocho días, si no le fallaba la aritmética. Martín era poco selectivo en ese aspecto, cualquiera que le guiñara un ojo podía echárselo a la cartera, pero hasta que apareció Ayani no había sospechosas de homicidio en la lista de sus amiguitas y ninguna había logrado que descuidara su trabajo. Aunque como amante Bob Martín seguramente tenía serias limitaciones, pensaba Petra, como policía siempre había sido irreprochable, no en vano llegó a la cumbre de la carrera a una edad temprana.

La joven asistente admiraba a Ayani como podría admirar a una iguana —exótica, interesante, peligrosa— y entendía que algunos se dejaran embobar por ella, pero eso era imperdonable en el jefe del Departamento de Homicidios, quien poseía suficiente información no sólo para desconfiar de ella, sino también para arrestarla. En ese mismo momento, mientras Elsa Domínguez estrujaba un pañuelo de papel en su oficina, el inspector estaba una vez más con Ayani, probablemente en la cama que un mes atrás ella compartía con su difunto marido. Petra presumía de que Bob Martín no tenía secretos con ella, en parte por descuidado y en parte por vanidoso: le halagaba que ella supiera sus conquistas, pero si pretendía ponerla celosa, estaba perdiendo su tiempo, decidió, soplándose las uñas.

—¿Puedo ayudarla, Elsa?

—Es por el Hugo, mi hijo… Usted lo vio el otro día…

—Sí, claro. ¿Qué hay con él?

—El Hugo ha tenido problemas, para qué se lo voy a negar, señorita, pero no es nada violento. Esa pinta que tiene, con las cadenas y los tatuajes, eso es moda no más. ¿Por qué sospechan de él? —preguntó Elsa secándose las lágrimas.

—Entre otras razones, porque pertenece a una pandilla de pésima reputación, tenía acceso a la llave de la señora Rosen y carece de una coartada.

—¿De qué?

—Una coartada. Su hijo no ha podido probar que estuvo en Santa Rosa la noche del homicidio.

—Es que no estuvo allá, por eso no puede probarlo.

Petra Horr guardó el barniz de uñas en el cajón de su escritorio y tomó un lápiz y una libreta.

—¿Dónde estaba? Una buena coartada puede salvarlo de ir preso, Elsa.

—Ir preso es preferible a que lo maten, me parece a mí.

—¿Quién lo va a matar? Dígame en qué anda su hijo, Elsa. ¿Narcotráfico?

—No, no, sólo marihuana y un poco de cristal. El Hugo andaba en otra cosa el martes, pero no puede hablar de eso. ¿Sabe lo que le hacen a los soplones?

—Tengo una idea.

—¡Usted no sabe lo que le harían!

—Cálmese, Elsa, vamos a tratar de ayudar a su hijo.

—El Hugo no abrirá la boca, pero yo sí, siempre que nunca nadie sepa que yo le pasé el dato, señorita, porque entonces no sólo lo matarían a él sino también a toda mi familia.

La asistente condujo a Elsa a la oficina de Bob Martín, donde había privacidad, fue a la máquina dispensadora de café del pasillo, volvió con dos tazas y se instaló a escuchar la confesión de la mujer. Veinte minutos más tarde, cuando Elsa Domínguez se hubo ido, llamó por el móvil a Bob Martín.

—Perdone por interrumpirlo en el crucial interrogatorio de una sospechosa, jefe, pero mejor es que se vista y venga pronto. Tengo noticias para usted —le anunció.