Sábado, 11
Por consideración a Elsa, que había criado a su hija y había estado en la familia desde hacía diecisiete años, el inspector citó a Hugo Domínguez en la vivienda de su hermana Noemí, en la zona del Canal, en el pueblo de San Rafael, en vez de interrogarlo en el Departamento de Policía, de acuerdo con el procedimiento usual. Llevó consigo a Petra Horr para que grabara las declaraciones. En el automóvil ella le informó que un setenta por ciento de los habitantes del Canal eran hispanos de bajos ingresos, muchos indocumentados, gente de México y Centroamérica, y que para costear la renta varias familias compartían una vivienda. «¿Ha oído hablar de camas calientes, jefe? Es cuando dos o más personas usan la misma cama por turno, en diferentes horarios», dijo Petra. Pasaron por «la parada», donde a las tres de la tarde todavía había una docena de hombres esperando que algún vehículo los recogiera para darles trabajo por algunas horas. El barrio tenía innegable sabor latino, con taquerías, mercados de productos del sur de la frontera y letreros en español.
El edificio donde vivía Noemí, uno de varios idénticos, resultó ser una mole de cemento pintada color mayonesa, con ventanas pequeñas, escaleras externas y puertas que daban a corredores techados, donde se juntaban los adultos a conversar y los niños a jugar. De las puertas abiertas salía el sonido de radios y televisores sintonizados con programas en español. Subieron dos pisos, observados por los inquilinos con hostilidad; desconfiaban de los extraños y podían oler de lejos a la autoridad aunque no llevara uniforme.
En el apartamento de dos habitaciones y un baño los aguardaban sus habitantes: Noemí y sus tres niños, una pariente adolescente con una panza como sandía, y Hugo, el hijo menor de Elsa, de veinte años. El padre de los hijos de Noemí se había hecho humo apenas nació el último, que acababa de cumplir cinco años, y ella tenía otro compañero nicaragüense, quien vivía con ellos cuando aparecía por el área de la bahía; pero estaba ausente casi siempre, porque manejaba un camión de transporte. «Mire la suerte mía, me conseguí un hombre bueno y con trabajo», lo definió Noemí. Un refrigerador, un televisor y un sofá ocupaban la sala.
La muchacha preñada trajo de la cocina una bandeja con vasos de horchata, chips y guacamole. Como su jefe le había advertido que no podía rechazar lo que le ofrecieran, porque sería ofensivo, Petra hizo un esfuerzo por probar ese brebaje blancuzco de aspecto sospechoso, que sin embargo le resultó delicioso. «Es una receta de mi madre, le ponemos almendras molidas y agua de arroz», le explicó Alicia, que llegaba en ese momento. Vivía con su marido y dos hijas a una cuadra de distancia, en un apartamento similar al de su hermana, pero estaba más holgada, porque no lo compartía.
Seis meses antes Bob Martín había asesorado a la policía del condado de San Rafael en control de pandillas y no se dejó engañar por el aspecto de Hugo Domínguez. Supuso que sus hermanas lo habían obligado a ponerse una camisa de mangas largas y pantalones, en vez de la remera sin mangas y los vaqueros abolsados, precariamente sujetos bajo el ombligo y con la entrepierna entre las rodillas, que usaban los chicos como él. La camisa tapaba los tatuajes y las cadenas del pecho, pero el corte del cabello, pelado en las sienes y largo atrás, las perforaciones y hierros en la cara y orejas, y sobre todo la actitud de soberbio desprecio, lo identificaban a las claras como pandillero.
El inspector conocía al muchacho de toda la vida y le tenía lástima. Como él, que fue criado por abuela, madre y hermanas con carácter de acero, había crecido mangoneado por las mujeres fuertes de su familia. A Hugo lo tenían catalogado como flojo y medio tonto, pero él creía que el chico no era de mala índole y con un poco de ayuda se libraría de acabar en prisión. No quería ver al hijo de Elsa entre rejas. Sería uno más de los dos millones doscientos mil presos del país, más que en cualquier otro país del mundo, incluso en las peores dictaduras, un cuarto de la población penal del mundo, una nación encarcelada dentro de la nación. Le costaba imaginar a Hugo cometiendo un homicidio premeditado, pero se había llevado muchas sorpresas en su profesión y estaba preparado para lo peor. Hugo había abandonado la escuela en el primer año de la secundaria, había tenido problemas con la ley y era un joven sin confianza en sí mismo, sin papeles, trabajo ni futuro. Como tantos otros de su condición, pertenecía a la violenta cultura de la calle por falta de alternativa.
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La policía llevaba décadas lidiando con pandillas de latinos en el área de la bahía: los Norteños, que eran los más numerosos, identificados con el color rojo y la letra N tatuada en el pecho y los brazos; los Sureños, con el color azul y la letra M, a la cual pertenecía Hugo Domínguez; los Border Brothers, asesinos mercenarios vestidos de negro, y la temible Mafia Mexicana, los MM, que controlaban el narcotráfico, la prostitución y las armas desde la prisión. Las pandillas latinas peleaban entre sí y se enfrentaban a las pandillas negras y asiáticas, disputándose el territorio, robaban, violaban y distribuían drogas, atemorizaban a la población de los barrios y desafiaban a la autoridad en una guerra interminable. Para un número alarmante de jóvenes la pandilla reemplazaba a la familia, ofrecía identidad y protección, y les proporcionaba la única forma de sobrevivir en prisión, donde estaban divididas por grupo étnico o nacionalidad. Después de cumplir su tiempo entre rejas, los pandilleros eran deportados a sus países de origen, donde se unían a otras bandas conectadas con las de Estados Unidos; de ese modo el tráfico de drogas y armas se había convertido en un negocio sin fronteras.
Hugo Domínguez había sufrido la iniciación necesaria para incorporarse a los Sureños: una paliza brutal que le dejó varias costillas rotas. Tenía una cicatriz de cuchillo en la espalda y una herida superficial de bala en un brazo, había sido arrestado varias veces, a los quince años fue a dar a una cárcel de menores, y a los diecisiete Bob Martín lo salvó de una prisión de adultos, donde habría tenido amplias oportunidades de refinar sus prácticas de maleante.
A pesar de esos antecedentes, el inspector dudaba que Hugo fuera capaz de un crimen tan rebuscado y tan lejos de su territorio como el de Rachel Rosen, pero no podía descartar esa posibilidad, ya que la jueza se había caracterizado por impartir largas condenas a los pandilleros menores de edad que le tocaba juzgar. Más de un joven sentenciado a varios años en prisión había jurado vengarse de ella y a Hugo podrían haberle encargado la misión de hacerlo como parte de su iniciación.
Bob Martín conocía el valor estratégico de hacer esperar a un sospechoso y no le echó ni una mirada a Hugo, se dedicó a los chips con guacamole y a conversar con las mujeres como si se tratara de una reunión social. Quiso saber cuándo nacería el bebé de la adolescente preñada, quién era el padre y si había acudido a control prenatal; después desgranó recuerdos del pasado con Noemí y Alicia, contó un par de anécdotas y bebió otra horchata, mientras los tres niños, de pie en el umbral de la cocina, lo observaban con seriedad de ancianos y Petra intentaba apurarlo con miradas impacientes. Hugo Domínguez fingía estar absorto enviando mensajes de texto en su móvil, pero le corrían gotas de sudor por la cara.
Por fin el inspector tocó el tema que a todos les interesaba. Noemí le explicó que conocía a Rachel Rosen desde hacía ocho años y al comienzo ella misma hacía la limpieza de su apartamento. Después, cuando ella y su hermana crearon la empresa de las Cenicientas Atómicas, la jueza suspendió el servicio porque no quiso admitir gente desconocida en su casa. Noemí la había olvidado, pero un día Rosen la llamó.
—Soy muy ordenada con mi clientela, tengo escrita la fecha exacta en que renovamos el servicio —dijo—. La señora Rosen regateó el precio, pero al fin nos pusimos de acuerdo. Pasó más de un año antes de que nos entregara la llave y saliera cuando llegaban las cenicientas a hacer la limpieza. Como era muy quisquillosa y desconfiada, siempre enviábamos a las mismas mujeres, que conocían las manías de la señora.
—Pero el viernes no fueron ellas, sino tú y tu hermana —dijo Bob.
—Porque estaba atrasada en dos meses, los pagos son quincenales y el último que ella hizo fue a comienzos de diciembre —le contestó Alicia—. Le íbamos a notificar que no podíamos seguir con el servicio, porque además de demorarse con el pago, trataba mal a las empleadas.
—¿Cómo?
—Por ejemplo, les prohibía abrir su refrigerador o usar sus excusados, creía que podían contagiarle una enfermedad. Antes de darnos el cheque se quejaba: que si había polvo debajo de la cómoda, óxido en el lavaplatos, una mancha en la alfombra… siempre encontraba algo mal. Una vez se quebró una tacita y nos cobró cien dólares, dijo que era antigua. Coleccionaba unos animales de vidrio que no nos dejaba tocar.
—Le llegó uno el miércoles —dijo el inspector.
—Debe haber sido uno especial. A veces los compraba por internet o en anticuarios. Los de la suscripción le llegaban siempre a fin de mes en una caja con el nombre de la tienda.
—¿Swarovski? —preguntó Martín.
—Eso es.
Mientras Petra grababa y tomaba notas, Noemí y Alicia le mostraron a Bob Martín el registro de clientes, la contabilidad y el llavero donde colgaban las llaves de las casas que limpiaban y que sólo le entregaban a las empleadas más antiguas y de absoluta confianza.
—Nosotros tenemos la única llave de la señora Rosen —dijo Alicia.
—Pero cualquiera tiene acceso al llavero —comentó el inspector.
—¡Yo nunca he tocado esas llaves! —estalló Hugo Domínguez, sin poder contenerse por más tiempo.
—Veo que perteneces a los Sureños —dijo el inspector, examinándolo de arriba abajo y tomando nota del pañuelo azul al cuello, que por lo visto sus hermanas no habían conseguido que se quitara—. Por fin te respetan, Hugo, aunque no precisamente por tus jodidos méritos. Ahora nadie se atreve a meterse contigo, ¿verdad? Te equivocas, yo me atrevo.
—¿Qué quieres conmigo, jodido polizonte?
—Agradécele a tu madre que no te interrogo en el cuartel, mis muchachos no son particularmente considerados con los tipos como tú. Me vas a decir qué hiciste minuto a minuto desde las cinco de la tarde del martes hasta el mediodía del miércoles pasado.
—Es por la vieja esa, la que mataron. No sé ni cómo se llama, no tengo nada que ver con eso.
—¡Contesta mi pregunta!
—Estuve en Santa Rosa.
—Es cierto, no vino a dormir —interrumpió Noemí.
—¿Alguien te vio en Santa Rosa? ¿Qué estabas haciendo allá?
—No sé quién me vio, no ando pendiente de esas pendejadas. Fui de paseo.
—Tendrás que buscar una coartada mejor que ésa, Hugo, si no quieres terminar acusado de homicidio —le advirtió el inspector.