Miércoles, 4

Cumpliendo lo prometido, el inspector jefe llamó a su hija a las siete de la mañana para revelarle los resultados de las investigaciones de Samuel Hamilton. El guardia de seguridad, Ed Staton, que había sido acusado en varias ocasiones de abusar físicamente de los niños a su cargo en Boys Camp y que fue despedido por la muerte de un chico en 2010, poco después consiguió trabajo en una escuela de San Francisco gracias a una carta de recomendación de la jueza Rachel Rosen.

La mujer, apodada «la Carnicera» por sus draconianas sentencias a los jóvenes que pasaban por su tribunal, recibía frecuentes invitaciones para dar conferencias en reformatorios, algunos con cientos de denuncias por maltratos a los internos. Sus honorarios por cada charla eran de diez mil dólares. California, que cargaba con una creciente población penal, subcontrataba los servicios correccionales para menores en otros estados y, gracias a Rosen, Boys Camp y otros establecimientos privados semejantes contaban con un flujo ininterrumpido de clientes. No se la podía acusar de recibir comisiones o sobornos, sus beneficios aparecían en forma de pago por sus conferencias y de regalos: entradas al teatro, cajas de licor, vacaciones en Hawái, cruceros por el Mediterráneo y el Caribe.

—Otra cosa que te va a interesar, Amanda, es que Rachel Rosen y Richard Ashton se conocían profesionalmente. El psiquiatra realizaba la evaluación psicológica de niños y jóvenes sometidos a los tribunales y al Servicio de Protección de la Infancia —dijo el inspector jefe.

—Y supongo que el hogar de los Constante recibía niños que les enviaba la Rosen.

—Eso no le corresponde al juez, sino al Servicio de Protección de la Infancia, pero se puede decir que había una relación indirecta entre ellos —le explicó su padre—. Escucha esto, Amanda. En 1997 hubo una denuncia contra Richard Ashton, rápidamente acallada, por emplear electrochoques y drogas experimentales en el tratamiento de un menor. Los métodos de Ashton eran dudosos, por decir lo menos.

—Hay que investigar a los Farkas, papá.

—En eso estamos, hija.

***

Deberías estar más despierta, Indi, veo que eres muy sensible a los medicamentos. Podrías demostrarme un poco de gratitud, trato de darte el máximo de comodidades, dadas las circunstancias. Aunque no vamos a comparar esto con el hotel Fairmont, cuentas con una cama decente y comida fresca. La cama estaba aquí, es la única, el resto son camillas para los heridos, dos palos y una lona. Te traje otra caja de apósitos y un antibiótico para la fiebre. Esta fiebre complica un poco mis planes, ya sería tiempo de que despertaras, porque no estás realmente drogada, sólo te estoy dando un cóctel de analgésicos, sedantes y somníferos para mantenerte tranquila, son dosis adecuadas, nada que justifique tu estado de postración.

Haz un esfuerzo por volver al presente. ¿Cómo va tu memoria? ¿Te acuerdas de Amanda? Es una niña curiosa. La curiosidad es la madre de todos los pecados, pero también de todas las ciencias. Sé mucho de tu hija, Indiana; por ejemplo, sé que en este momento está dedicada a buscarte y si es tan lista como todos creen, descubrirá las claves que le he dado, pero jamás las descubrirá a tiempo. Pobre Amanda, la compadezco, pasará el resto de su vida culpándose por eso.

Deberías apreciar lo limpia que estás, Indiana. Me he dado el trabajo de darte baños de esponja y si cooperaras un poco, podría lavarte el pelo. Mi madre decía que la virtud empieza por la higiene: cuerpo limpio, mente limpia. Incluso en los períodos en que vivíamos en un automóvil o en una camioneta se las arreglaba para que pudiéramos darnos una ducha diaria, para ella eso era tan importante como la alimentación. Aquí tenemos cien tambores de agua, sellados desde la Segunda Guerra Mundial y, no lo vas a creer, también hay un hermoso mueble de madera tallada con un espejo de cristal biselado, intacto, sin una rayadura. Las frazadas también son de ese tiempo, es admirable que estén limpias y en buen estado, se ve que no hay polillas. Confía en mí, no voy a permitir que tengas piojos o cojas una infección, también te protejo de los insectos, supongo que en este lugar debe de haber toda clase de bichos asquerosos, especialmente cucarachas, aunque fumigué a fondo este cuartito antes de traerte. No podía fumigar todo, por supuesto, este recinto es enorme. Ratas no hay, porque las lechuzas y los gatos se encargan de eliminarlas, hay cientos de lechuzas y gatos, que han vivido aquí durante generaciones. ¿Sabías que afuera también abundan los pavos salvajes?

Después de lavarte te puse tu camisa de dormir elegante, la que te regaló Keller y tenías reservada para una ocasión especial. ¿Qué más especial que ésta? Tuve que tirar tus pantalones a la basura, estaban ensangrentados y no puedo ponerme a lavar ropa. ¿Sabías que tengo llave de tu apartamento? Las prendas interiores que desaparecieron de tu clóset están en mi poder, quería tener un recuerdo tuyo y las saqué sin imaginar que ahora nos iban a servir. ¡Las vueltas que da la vida! Puedo entrar cuando quiera a tu apartamento, la alarma que instaló tu ex marido es un juguete; de hecho, estuve allí el domingo y bajé a la casa de tu padre, le eché una mirada a Amanda, que dormía abrazada a su gata, y me pareció que se veía bien, aunque sé que ha estado muy nerviosa y por eso no ha ido al colegio, no es para menos, pobre chiquilla. También tengo llave de tu oficina y la contraseña de tu computadora, te la pedí para comprar entradas al cine por internet y me la diste sin vacilar, eres muy descuidada, pero también es cierto que no tenías por qué sospechar de mí.

Voy a tener que amordazarte de nuevo. Trata de descansar, yo volveré esta noche, porque no puedo entrar y salir a cualquier hora. Aunque no lo creas, fuera es de mañana. Las paredes de este cuarto son cortinas de un extraño material, como goma negra o lona recauchada, pesadas, pero más o menos flexibles, impermeables, por eso te parece que siempre es de noche. El techo se ha hundido en algunas partes de la fortaleza y en el día pasa algo de luz, pero no llega hasta aquí. Comprenderás que no puedo dejarte una lámpara, sería peligroso. Sé que las horas se te hacen eternas y que me esperas ansiosa. Seguramente temes que te olvide, o que me pase algo y no pueda regresar, entonces morirías de inanición amarrada a la cama. No, Indi, nada me va a pasar, volveré, te lo prometo. Te voy a traer comida y no quiero tener que dártela a la fuerza. ¿Qué te gustaría comer? Pídeme lo que quieras.

***

El reloj de pared del inspector jefe era una reliquia de los años cuarenta, que el Departamento de Homicidios conservaba por razones históricas y por su infalible precisión suiza. Bob Martín, que lo tenía frente a su escritorio junto a varias fotografías de cantantes mexicanos, entre ellos su padre con su grupo de mariachis, sentía que le subía la presión a medida que las manecillas metálicas marcaban el paso del tiempo. Si Amanda estaba en lo cierto —y seguramente lo estaba— disponía hasta el viernes por la noche, sólo dos días y unas cuantas horas, para encontrar a Indiana con vida. Su hija lo había convencido de que hallar a su madre también significaba atrapar al psicópata sanguinario que andaba suelto en su ciudad, aunque él no lograba establecer una relación entre Indiana y ese criminal.

A las nueve de la mañana recibió una llamada de Samuel Hamilton, que el día anterior se había dedicado a comparar la lista de amistades de la computadora portátil de Indiana con la suya. A las nueve y cinco el inspector se puso la chaqueta, le ordenó a Petra Horr que lo acompañara y se fue a North Beach en un coche patrulla.

En la Clínica Holística ya todos habían visto la fotografía de Indiana Jackson en la televisión o en los periódicos y varios de sus colegas estaban comentando el hecho en el pasillo del segundo piso, frente a la puerta de la consulta número 8, sellada con cinta amarilla de la policía. Petra Horr se quedó con ellos, tomándoles los datos, mientras el inspector subía corriendo al tercer piso y trepaba con agilidad de simio por la escalerilla que conducía a la azotea. No golpeó la destartalada puerta, la abrió de una patada y entró bufando de impaciencia hasta la cama sobre la cual Matheus Pereira dormía, completamente vestido y con las botas puestas, el dulce sueño de su pipa. El pintor despertó suspendido en el aire por las manazas de jugador de fútbol americano de Bob Martín, que lo sacudían como un pelele.

—¡Me vas a decir con quién se fue Indiana el viernes!

—Ya le dije todo lo que sé… —replicó Pereira, que todavía no despertaba por completo.

—¿Quieres pasar los próximos diez años en prisión por tráfico de drogas? —lo increpó el inspector a pocos centímetros de su cara.

—Se fue con una mujer, no sé cómo se llama, pero la he visto varias veces por aquí.

—Descríbela.

—Si me suelta, se la puedo dibujar —le propuso el brasileño.

Cogió un carboncillo y en un par de minutos le pasó al inspector el retrato de una babushka rusa.

—¿Me estás tomando el pelo, desgraciado? —rugió Martín.

—Ésta es, se lo prometo.

—¿Se llama Carol Underwater? —le preguntó el inspector. Era el nombre que le había dado Samuel Hamilton y que no figuraba en los correos electrónicos de Indiana, que Petra había copiado antes de que la computadora fuera guardada junto al resto de la evidencia.

—Sí, estoy casi seguro de que se llama Carol —asintió Pereira—. Es amiga de Indiana. Se fueron juntas, yo estaba abajo, en el hall, y las vi salir.

—¿Te dijeron algo?

—Carol me dijo que iban al cine.

El policía bajó al segundo piso e hizo circular el dibujo entre los inquilinos de la Clínica Holística, que todavía estaban en el pasillo con Petra; varios confirmaron que en algunas oportunidades habían visto a la mujer en compañía de Indiana. Yumiko Sato agregó que Carol Underwater padecía cáncer y había perdido el pelo por la quimioterapia; eso explicaba el pañuelo de campesina rusa en la cabeza.

Al llegar a su oficina, el inspector jefe pegó el bosquejo hecho por Matheus Pereira en el tablero de la pared frente a su escritorio, donde había desplegado el resto de la información que podía guiarlo en la búsqueda del Lobo y de Indiana. De ese modo, teniéndola ante los ojos en todo momento, se le ocurriría algo. Sabía, porque le había sucedido en varias ocasiones, que el exceso de datos y la presión de resolver un problema en un plazo corto solían impedirle razonar con claridad. En este caso se sumaba a la angustia que sentía. Se comparaba a un cirujano forzado a practicar una operación grave en un ser querido: de su habilidad dependía la vida de Indiana. Sin embargo, confiaba en su instinto de cazador, como llamaba a esa parte de su cerebro que le permitía descubrir pistas invisibles, adivinar los pasos que había dado y daría su presa, saltar a conclusiones sin fundamento lógico y casi siempre acertadas. El tablero en la pared le servía para relacionar los diversos aspectos de la investigación, pero sobre todo para estimular ese instinto de cazador.

Desde que su hija comenzó a hablar de un asesino en serie, se había reunido varias veces con los psicólogos forenses de su Departamento para estudiar casos similares ocurridos en los últimos veinte años, en especial los de California. Esa forma de asesinato sistemático no era una conducta espontánea, respondía a fantasías recurrentes que iban gestándose por años, hasta que algo desencadenaba la decisión de actuar. Algunos pretendían escarmentar a homosexuales o a prostitutas, a otros los impulsaba el odio racial o algún tipo de fanatismo, pero las víctimas del Lobo eran tan disímiles que parecían escogidas al azar. Se preguntó qué convicciones y qué imagen tenía de sí mismo El Lobo, si acaso se creía víctima o justiciero. Todos somos héroes de nuestra propia historia. ¿Cuál era la del Lobo? Para atraparlo, el inspector debía pensar como él, debía convertirse en El Lobo.

A mediodía Petra Horr le anunció que no habían encontrado ni un solo indicio de que Carol Underwater existiera. No había licencia de conducir, vehículo, propiedad, tarjeta de crédito, cuenta de banco, teléfono o empleo bajo ese nombre, tampoco aparecía registrada como paciente de cáncer en ningún hospital ni clínica en el área de la bahía de San Francisco y sus alrededores. ¿Cómo se comunicaba con Indiana? Podría ser que alguien con acceso a la computadora portátil hubiera borrado los correos, de la misma forma en que había introducido la escena del lobo, o que hablaran sólo por teléfono. Como no hallaron el móvil de Indiana, Bob Martín pidió de inmediato una orden judicial para que la compañía de teléfono rastreara las llamadas de ese número, pero eso tardaría un par de días. Por el momento Carol Underwater, a quien tantas personas habían visto en los últimos meses, era un fantasma.

***

Nadie tuvo la cortesía de avisarle a Celeste Roko de que Indiana había desaparecido. Se enteró varios días más tarde por una llamada histérica de su amiga Encarnación Martín, quien ya había negociado con san Judas Tadeo para que encontrara a la madre de su nieta. «¿No viste a Indiana en la tele? ¡Mi pobre Amanda! ¡No sabes cómo le ha afectado esto a la niña! Está medio desquiciada, cree que a su mamá la secuestró un hombre lobo», le contó Encarnación.

Celeste, que un par de semanas antes había visto la fotografía de Ryan Miller en la televisión, se presentó en el Departamento de Homicidios determinada a hablar con el inspector jefe y cuando Petra Horr trató de impedírselo, la aplastó contra la pared de un empujón. El enorme respeto que le inspiraba la astrología, le impidió a la asistente utilizar sus conocimientos de artes marciales para detenerla. La Roko irrumpió en la oficina de Bob Martín blandiendo una carpeta a milímetros de su nariz, que contenía dos cartas astrales y un resumen de la lectura comparativa de ambas, que acababa de realizar. Le explicó que en sus largos años dedicados al estudio de los astros y de la psicología humana según la escuela de Carl Gustav Jung, nunca le había tocado ver a dos personas más compatibles psíquicamente que Indiana Jackson y Ryan Miller. Habían estado juntos en vidas anteriores. Sin ir más lejos recientemente habían sido madre e hijo, y estaban destinados a encontrarse y separarse hasta que pudieran resolver su conflicto espiritual y psíquico. En esta reencarnación tenían una verdadera oportunidad de romper ese ciclo.

—¡No me digas! —replicó el policía, indignado por la interrupción.

—Así es. Te lo advierto, Bob, porque si Indiana y Ryan han escapado juntos, como debe de haber ocurrido, porque está escrito en la configuración de los astros, y tú tratas de separarlos, vas a ensuciar gravemente tu karma.

—¡Que se joda mi karma! Estoy tratando de hacer mi trabajo y tú vienes a molestarme con esas idioteces. ¡Indiana no se fugó con Miller, la secuestró El Lobo! —gritó Bob Martín fuera de sí.

Por primera vez en mucho tiempo Celeste Roko, pasmada, no supo qué contestar. Cuando pudo reaccionar colocó las cartas astrales en la carpeta, recuperó su cartera de cuero de cocodrilo y retrocedió equilibrándose en sus tacones altos.

—¿No sabrás a qué signo zodiacal pertenece ese hombre lobo, por casualidad? —le preguntó tímidamente desde la puerta.

***

Abre los ojos, Indi, trata de poner atención a lo que te digo. Mira, esta licencia de conducir del año 1985 es la única fotografía de mi madre; si existieron otras, ella las destruyó, era muy cuidadosa con su privacidad. Tampoco hay fotos mías anteriores a los once años. Esta foto es pésima, todo el mundo parece delincuente en la licencia de conducir, mi mamá se ve gorda y desaliñada, aunque ella no era así. Tenía varios kilos de más, es cierto, pero nunca tuvo esta cara de demente y siempre andaba impecable, sin un solo cabello fuera de lugar, en eso era obsesiva y además su trabajo se lo exigía. Los hábitos inculcados por ella guían mi vida: limpieza, ejercicio, comida sana, nada de fumar ni beber alcohol. De chica yo no podía salir a hacer deporte, como otros niños, debía permanecer dentro de casa, pero ella me enseñó los beneficios de la gimnasia y todavía eso es lo primero que hago cuando me despierto. Pronto tendrás que hacer un poco de ejercicio, Indiana, debes moverte, pero vamos a esperar a que dejes de sangrar y hayas recuperado el equilibrio.

Tuve la mejor madre que se puede tener, completamente dedicada a mí, me adoraba, me cuidaba, me protegía. ¿Qué habría sido de mí sin esa santa mujer? Ella fue madre y padre para mí. Por las noches, después de comer y revisar mis tareas, me leía un cuento, rezábamos y luego me arropaba en la cama, me besaba en la frente y me decía que yo era su niña linda y buena. Por la mañana, antes de irse a trabajar, me indicaba lo que debía estudiar, se despedía con un abrazo apretado, como si temiera que no volviéramos a vernos, y si yo no lloraba, me daba un caramelo. «Voy a volver pronto, mi amor, pórtate bien, no le abras la puerta a nadie, no contestes el teléfono y no hagas ruido, porque los vecinos ya empiezan a cuchichear, ya sabes lo malévola que es la gente». Las medidas de seguridad eran por mi propio bien, afuera existían innumerables peligros, crímenes, violencia, accidentes, gérmenes, no se podía confiar en nadie, eso me enseñó. El día se me hacía largo. No me acuerdo de cómo pasaba las horas en mis primeros años, parece que me dejaba en un corral o me ataba a un mueble con una cuerda en la cintura, como un perrito, para evitar que me hiciera daño, y me dejaba juguetes y comida al alcance de la mano, pero apenas tuve uso de razón eso ya no fue necesario, porque aprendí a entretenerme sola. En su ausencia yo limpiaba el apartamento y lavaba la ropa, pero no cocinaba porque ella temía que me cortara o me quemara. También veía la televisión y jugaba, pero antes de nada hacía mis tareas. Estudiaba en la casa, mi mamá era buena maestra y yo aprendía rápido, así es que cuando finalmente fui a la escuela, estaba mejor preparada que los otros niños. Pero eso fue más tarde.

¿Quieres saber cuánto tiempo llevas aquí, Indiana? Apenas cinco días y seis noches, que en el lapso de una vida no es nada, sobre todo si los has pasado durmiendo. Tuve que ponerte pañales. Al principio era mejor que durmieras, porque la alternativa habría sido mantenerte con un capuchón en la cabeza y esposada, como los presos de Guantánamo y Abu Ghraib. Los militares saben hacer las cosas. El capuchón es asfixiante, hay gente que enloquece con eso, y las esposas son muy incómodas, se hinchan las manos, los dedos se ponen morados, el metal se incrusta en las muñecas y a veces las heridas se infectan. Total: un lío. Tú no estás en condiciones de soportar nada de eso y no pretendo hacerte sufrir más de lo necesario, pero tienes que cooperar conmigo y portarte bien. Es lo más conveniente.

Te estaba hablando de mi madre. Dijeron que era paranoica, que sufría de manía persecutoria, que por eso me mantenía encerrada y vivíamos escapando. No es cierto. Mi mamá tenía buenas razones para hacer lo que hacía. Me encantaban esos viajes: las gasolineras, los sitios donde parábamos a comer, las eternas autopistas, los paisajes diferentes. A veces dormíamos en moteles, otras veces acampábamos. ¡Qué libertad! Viajábamos sin un plan, deteniéndonos en cualquier parte; si un pueblo nos gustaba, allí nos quedábamos por un tiempo, nos instalábamos como podíamos, dependiendo del dinero que tuviéramos, primero en un cuarto y después, apenas ella encontraba empleo, nos mudábamos a algo mejor. A mí me daba igual dónde estuviéramos, todos los cuartos se parecían. Mi madre siempre conseguía trabajo, le pagaban bien y era muy ordenada, gastaba poco, ahorraba, así siempre estaba preparada cuando debíamos irnos a otro lado.

***

En esos mismos momentos, los participantes de Ripper se planteaban nuevos interrogantes. La maestra del juego les había informado de cada detalle de la investigación policial y lo último que tenían entre manos era el misterio de Carol Underwater, a quien Amanda debía nada menos que Salve-el-Atún.

—Me pareció curioso que hubiera una denuncia contra Richard Ashton por maltrato de un niño en 1997 y otra contra Ed Staton en 1998. Mandé a mi esbirro a hacer ciertas averiguaciones —dijo Amanda.

—No quise molestar al inspector jefe, que está desbordado, pero me ayudó Jezabel, que tiene acceso a toda clase de información. No sé cómo lo haces, Jezabel, debes de ser una experta hacker, una pirata informática de primer orden…

—¿Eso tiene algo que ver con el tema en discusión, esbirro? —preguntó Esmeralda.

—Perdón. La maestra del juego pensó que había conexión entre las dos denuncias y gracias a Jezabel confirmó que sí la hay. Además, existe una conexión con la jueza Rachel Rosen. Ambas denuncias fueron hechas al Tribunal de Menores por una asistente social y corresponden al mismo niño, un tal Lee Galespi.

—¿Qué se sabe de él? —preguntó Esmeralda.

—Era huérfano —dijo Denise West en su papel de Jezabel, leyendo el papel que le había dado Miller—. Pasó por varios hogares de acogida, pero en todos tenía problemas, era un chico difícil, con diagnóstico de depresión, fantasías delirantes, incapaz de socializar. Le asignaron a Richard Ashton como psiquiatra, quien lo trató por un tiempo, pero la asistente social lo denunció por usar electrochoque. Galespi era un niño tímido, traumatizado, víctima de los chicos crueles de la escuela, esos brutos que nunca faltan. A los quince años fue acusado de provocar un incendio en un baño de la escuela, donde estaban los chicos que lo molestaban. Nadie sufrió daño, pero a Galespi lo mandaron a un reformatorio.

—Supongo que fue Rachel Rosen quien lo condenó y que el reformatorio era el Boys Camp en Arizona, donde estaba Ed Staton —intervino Sherlock Holmes.

—Bien pensado —dijo Jezabel—. La misma asistente social denunció a Ed Staton por abusar sexualmente de Lee Galespi, pero la Rosen no lo sacó del Boys Camp.

—¿Podemos hablar con esa asistente social? —preguntó Esmeralda.

—Se llama Angelique Larson, está jubilada y vive en Alaska, donde consiguió empleo como maestra —les informó Jezabel.

—Para eso existe el teléfono. Esbirro, consigue el número de esa señora —ordenó la maestra.

—No será necesario, ya lo tengo —anunció Jezabel.

—Estupendo, ¿por qué no la llamamos? —preguntó Esmeralda.

—Porque no va a contestar las preguntas de un grupo de chiquillos como nosotros. Sería distinto si llamara la policía —dijo el coronel Paddington.

—Nada se pierde con intentarlo, ¿quién se atreve? —preguntó Abatha.

—Yo me atrevo, pero creo que la voz de mi abuelo, digo, la voz de Kabel suena más convincente. Adelante, esbirro, llama y dile que eres de la policía, trata de hablar con tono de autoridad.

Blake Jackson, renuente a hacerse pasar por policía, lo que tal vez era ilegal, se presentó como escritor, una mentira a medias, porque ya estaba planeando en serio cumplir el sueño de su vida y convertirse en novelista. Por fin tenía tema: El Lobo, como le sugirió su nieta. Angelique Larson resultó ser una persona tan abierta y amable que el esbirro lamentó haberla engañado, pero era tarde para retractarse. La mujer recordaba muy bien a Lee Galespi, porque lo tuvo varios años a su cargo y su caso fue de los más interesantes de su carrera. Conversó durante treinta y cinco minutos con Blake Jackson, le contó lo que sabía de Galespi y le dijo que no había oído nada de él desde 2006, pero que antes de esa fecha siempre se comunicaban por Navidad. Angelique y Blake se despidieron como viejos amigos. Ella se ofreció para volver a hablar cuando él quisiera y le deseó suerte con su novela.

***

Angelique Larson recordaba en detalle su primera impresión de Lee Galespi y la repasaba a menudo en su mente, porque ese niño había llegado a representar la síntesis de su trabajo de asistente social, con todas sus frustraciones y sus escasos instantes de satisfacción. Cientos de criaturas como Galespi eran rescatadas por el Servicio de alguna situación espantosa y al poco tiempo regresaban en peores condiciones, más dañadas y con menos esperanza, cada vez más inaccesibles, hasta que cumplían dieciocho años y perdían la escasa protección que habían recibido y eran arrojados a la calle. Para Angelique, todos esos niños se fundían con Galespi y pasaban por etapas similares: timidez, angustia, tristeza y terror, que con el tiempo se tornaba en rebeldía y rabia, y finalmente en cinismo o frialdad; entonces ya no había nada que hacer, tenía que despedirse de ellos con la sensación de soltarlos a las fieras.

Larson le explicó a Blake Jackson que en el verano de 1993 una mujer sufrió un ataque al corazón en una parada de autobús y en la conmoción que hubo en la calle, antes de que acudieran la policía y una ambulancia, alguien le arrebató la cartera. Fue ingresada en el Hospital General de San Francisco inconsciente, en estado de gravedad y sin documentos. La mujer estuvo en coma tres semanas antes de morir de un segundo infarto masivo. Recién entonces intervino la policía y pudieron identificarla como Marion Galespi, sesenta y un años, enfermera temporal del hospital Laguna Honda, residente de Daly City, en el sur de San Francisco. Dos agentes se presentaron en su dirección, un modesto edificio para gente de bajos ingresos, y como nadie respondió al timbre, llamaron a un cerrajero, que no pudo abrir la puerta porque estaba atrancada con dos cerrojos por dentro. Varios vecinos se asomaron al pasillo a ver lo que ocurría y así se enteraron de la muerte de la mujer que había ocupado ese apartamento. No la habían echado de menos, dijeron, porque Marion Galespi llevaba pocos meses en el edificio, no era amistosa y casi no saludaba cuando se la topaban en el ascensor. Uno de los curiosos preguntó dónde estaba la hija y le explicó a los policías que allí también vivía una niña, a quien nadie había visto, porque no salía a ninguna parte. Según su madre, la chica sufría de problemas mentales y una enfermedad en la piel que se agravaba con el sol, por eso no iba a la escuela y estudiaba en la casa; era muy tímida y obediente, se quedaba tranquila mientras ella iba al trabajo.

Una hora más tarde los bomberos instalaron una escalera telescópica desde la calle, rompieron una ventana, entraron al apartamento y le abrieron la puerta a los policías. La modesta vivienda consistía en una sala, un dormitorio pequeño, una cocina empotrada en un muro y un baño. Contenía un mínimo de muebles; en cambio había varias maletas y cajas, y no había objetos personales, salvo una imagen a color del Sagrado Corazón de Jesús y una estatuilla de yeso de la Virgen María. Olía a encierro y parecía deshabitado, de modo que no se explicaba que la puerta estuviera atrancada. En la cocina encontraron restos de envases de cereales, latas de conserva, dos botellas de leche y una de jugo de naranja, todas vacías. Las únicas señales de la existencia de la niña eran ropa y cuadernos escolares; no encontraron un solo juguete. Los policías estaban dispuestos a irse, cuando a uno se le ocurrió echar una última mirada en el clóset, separando la ropa colgada. Allí estaba la niña, oculta debajo de una pila de trapos, agazapada como un animal. Al ver al hombre, la criatura empezó a gemir tan aterrorizada, que él no quiso arrancarla de su refugio a la fuerza y pidió ayuda. Pronto llegó una mujer policía, quien después de un buen rato de suplicarle logró convencer a la chica que saliera. Estaba inmunda, desgreñada, flaca y con expresión de enloquecida. Antes de que alcanzara a dar tres pasos, la mujer tuvo que sostenerla, porque se desvaneció en sus brazos.

***

Angelique Larson vio a Lee Galespi por primera vez en el hospital, tres horas después de su dramático rescate del apartamento en Daly City. Estaba en una camilla de emergencia, conectada a un gotero de suero, medio adormecida, pero atenta a cualquiera que se aproximara. La médica residente que la había recibido dijo que parecía famélica y deshidratada, había devorado galletas, natillas, gelatina, todo lo que le pusieron por delante, pero lo vomitó de inmediato. A pesar de su estado de debilidad, se defendió como gata rabiosa cuando intentaron quitarle el vestido para examinarla y la doctora decidió que no valía la pena violentarla; era preferible esperar que hiciera efecto el tranquilizante que le había suministrado. Le comentó a Larson que la niña chillaba si se le acercaba un hombre. La asistente social le tomó la mano a Lee, le explicó quién era, por qué estaba allí, le aseguró que nada tenía que temer y que ella se quedaría a su lado por el tiempo necesario, hasta que llegara su familia. «Mi mamá, quiero a mi mamá», repetía la niña y Angelique Larson no tuvo corazón para decirle en ese momento que su madre había muerto. Lee Galespi dormía profundamente cuando la desvistieron para que la doctora pudiera examinarla. Entonces comprobaron que era un niño.

Galespi fue internado en el Departamento de Pediatría del hospital, mientras la policía procuraba en vano localizar a algún pariente; Marion Galespi y su hijo parecían haber salido de la nada, carecían de familia, pasado y raíces. El niño sufría de eccema de origen alérgico y alopecia nerviosa, necesitaba tratamiento dental, aire, sol y ejercicio, pero no presentaba indicio alguno de enfermedad física ni mental, como creían sus vecinos en Daly City. Su certificado de nacimiento, firmado por un tal doctor Jean-Claude Castel, con fecha 23 de julio de 1981, indicaba que el parto había sido en casa, en Fresno, California, sexo masculino, raza caucásica, pesaba 3,2 kilos y medía 50 centímetros.

En enero de 1994 el doctor Richard Ashton entregó al Tribunal de Menores su primera evaluación psiquiátrica de Lee Galespi. El niño tenía el desarrollo físico adecuado a la pubertad, un coeficiente intelectual algo superior a lo normal, pero estaba limitado por serios problemas emocionales y sociales, padecía de insomnio y adicción a tranquilizantes, con los que su madre lo mantenía sedado para que soportara el encierro. Había costado una batalla que se cortara el pelo y usara ropa masculina, insistía en que era una niña y que «los niños eran malos». Echaba de menos a su madre, se orinaba en la cama, lloraba con frecuencia, parecía siempre atemorizado, sobre todo de los hombres, debido a lo cual la relación terapeuta-paciente era conflictiva y hubo que recurrir a hipnosis y drogas. Su madre lo había criado encerrado en casa y vestido de niña, le enseñó que la gente era peligrosa y el mundo se iba a acabar en un futuro próximo. Se cambiaban de residencia constantemente, el niño no recordaba o no sabía en qué ciudades había vivido, sólo podía decir que su madre trabajaba en hospitales o en residencias geriátricas y cambiaba de empleo «porque tenían que irse». Para concluir, el psiquiatra indicaba que, dados los síntomas, el paciente Lee Galespi requería terapia electroconvulsiva.

La asistente social le explicó al Tribunal que la psicoterapia resultaba contraproducente, porque el niño le tenía terror al doctor Ashton, pero Rachel Rosen no pidió una segunda opinión, ordenó continuar el tratamiento y que Galespi fuera colocado en un hogar de acogida y asistiera a la escuela. En un informe de 1995, Angelique Larson indicó que el chico era buen estudiante, pero carecía de amigos, se burlaban de él por afeminado y los maestros lo consideraban poco cooperativo. A los trece años fue a dar a la casa de Michael y Doris Constante.

***

Sé que tienes sed, Indi. En premio por lo bien que te estás portando te voy a dar jugo de naranja. No trates de levantarte, chupa la pajilla. Así. ¿Más? No, con un vaso basta por el momento, antes de irme te daré más, siempre que te comas lo que te traje, son frijoles con arroz, necesitas reponer fuerzas. Estás tiritando, debes de estar helada, este lugar es muy húmedo, hay partes inundadas, porque se filtra el agua del suelo. Quién sabe cuántas horas llevas medio muerta de frío. Te dejé bien arropada con varias mantas y hasta te puse calcetines de lana, pero empezaste a moverte y conseguiste destaparte, tienes que quedarte quieta cuando yo no estoy, no sacas nada con menearte, las correas son firmes y por mucho que lo intentes, no podrás soltarte. No puedo vigilarte todo el tiempo, tengo una vida allá afuera, como puedes imaginar. Te he explicado la situación varias veces, pero no me haces caso o se te olvida. Te repito que aquí no viene nadie, estamos en un descampado y este lugar está abandonado desde hace muchos años, la propiedad está cercada y es impenetrable, si no estuvieras amordazada podrías gritar hasta desgañitarte y nadie te oiría. Tal vez no necesitas la mordaza, porque veo que estás muda, como un conejo, pero no quiero correr riesgos. ¿Qué piensas? Más vale que deseches cualquier ilusión de escapar, si eso es lo que estás pensando, porque en el caso improbable de que pudieras tenerte en pie, es imposible salir de aquí. Las paredes de este compartimento son cuatro paños negros, pero está en un enorme subterráneo de hormigón armado y pilares de hierro. La puerta también es de hierro y yo controlo el candado.

Estás demasiado aturdida, tal vez estás más enferma de lo que imagino, podría ser por la pérdida de sangre. ¿Qué te pasa, Indiana? ¿Acaso ya no tienes miedo? ¿Te has resignado? Me molesta tu silencio, porque el propósito de tenerte aquí es que podamos conversar y lleguemos a entendernos. Pareces uno de esos monjes tibetanos que se escapan del mundo meditando; dicen que algunos pueden controlar el pulso, la presión, los latidos del corazón, incluso pueden morir a voluntad. ¿Será cierto? Ésta es tu oportunidad de poner en práctica los métodos que les recomiendas a tus pacientes: meditar, relajarse, en fin, la jerigonza New Age que tanto te gusta. Puedo traerte imanes y aromaterapia, si quieres. Y ya que estás meditando, aprovecha para pensar en las razones por las cuales estás aquí, en lo caprichosa y malvada que eres. Estás arrepentida, lo sé, pero es tarde para echar pie atrás, puedes prometerme que comprendes tus errores y vas a enmendarte, puedes prometerme lo que se te antoje, pero yo tendría que ser idiota para creerte. Y te aseguro que no lo soy.