Domingo, 22

El apartamento de Bob Martín estaba en el decimoquinto piso de uno de los edificios que habían brotado como hongos en los últimos años al sur de Market Street. Pocos años antes ésa era una zona portuaria insalubre, con almacenes y bodegas; ahora se extendía a lo largo del embarcadero y era uno de los barrios mejor valorados de la ciudad, con restaurantes, galerías de arte, clubes nocturnos, lujosos hoteles e inmuebles residenciales, a pocas cuadras del distrito financiero y Union Square. El inspector había comprado su apartamento cuando el proyecto estaba en la etapa de planificación, antes de que el precio se fuera a las nubes, con una hipoteca que lo mantendría endeudado hasta el fin de sus días. El edificio era una torre impresionante y, según Celeste Roko, una mala inversión, porque se iba a venir abajo en el próximo terremoto. Los planetas no pudieron indicarle, sin embargo, cuándo sería eso. Desde el ventanal de la sala se podía admirar la bahía salpicada de veleros y el Bay Bridge.

Amanda, con plumas ensartadas en el pelo, medias a rayas amarillas y el eterno cárdigan de su abuelo con agujeros en los codos, comía con su padre en taburetes altos frente a la repisa de granito negro de la cocina. Una de las ex novias de Bob Martín, arquitecta de jardines, le decoró el apartamento con incómodos muebles ultramodernos y una selva de plantas, que se murieron de melancolía apenas ella se fue. Sin las plantas, el ambiente resultaba inhóspito como un sanatorio, excepto la habitación de Amanda, llena de cachivaches y con las paredes tapizadas de afiches de grupos musicales y de sus héroes, Tchaikovsky, Stephen Hawking y Brian Greene.

—¿Viene hoy La Polaca? —le preguntó la chica a su padre. Estaba acostumbrada a sus caprichos amorosos, que duraban poco y no dejaban huella, salvo un desastre de plantas muertas.

—Tiene nombre, se llama Karla, lo sabes perfectamente. No vendrá hoy, le han quitado las muelas del juicio.

—Mejor así. No me refiero a las muelas. ¿Qué quiere esa mujer contigo, papá? ¿Una visa americana?

Bob Martín dio un puñetazo sobre el granito de la repisa y se lanzó a una arenga sobre el respeto filial, mientras se sobaba la mano machucada. Amanda siguió comiendo imperturbable.

—¡Siempre le declaras la guerra a mis amigas!

—No exageres, papá… En general las tolero de lo más bien, pero ésta me da tiritones, tiene risa de hiena y corazón de acero. En fin, no vamos a pelear por eso. ¿Cuánto tiempo llevas con ella? Mes y medio, creo. En un par de semanas La Polaca se habrá esfumado y yo estaré más tranquila. No quiero que esa mujer te explote —declaró Amanda.

Bob Martín no pudo evitar una sonrisa, quería a esa hija suya más que nada en este mundo, más que su propia vida. Le desordenó de un manotazo las plumas de indio y se dispuso a servirle el postre. Había que admirar el juicio de Amanda en materia de novias transitorias, que había probado ser bastante más de fiar que el suyo propio. No pensaba decírselo, pero su aventura con Karla ya no daba para más. Sacó el helado de coco del refrigerador y lo sirvió en copas de vidrio negro, escogidas por la arquitecta de jardines, mientras la chica enjuagaba los dos platos de la pizza.

—Estoy esperando, papá.

—¿Qué?

—No te hagas el tonto. Necesito detalles del crimen del psiquiatra —le exigió Amanda, ahogando su helado en sirope de chocolate.

—Richard Ashton. Fue el martes 10.

—¿Seguro?

—Por supuesto que estoy seguro. Tengo los antecedentes en mi escritorio, Amanda.

—Pero no se puede determinar la hora exacta de la muerte, hay un margen de varias horas, según leí en un libro sobre cadáveres. Tienes que leerlo, se llama Tieso, o algo así.

—¡Qué cosas lees, hija!

—Peores cosas de las que te imaginas, papá. El psiquiatra debe de ser importante, porque tú te reservas los mejores casos, no pierdes tiempo con muertos de pacotilla.

—Si a los diecisiete eres tan cínica, prefiero no pensar cómo serás a los treinta —comentó el inspector con un suspiro dramático.

—Fría y calculadora, como La Polaca. Sigue contándome.

Resignado, Bob Martín la llevó a su computadora, le mostró fotografías de la escena y del cuerpo y le dio a leer sus apuntes con el detalle de la ropa de la víctima y el informe médico, que ella ya había fotocopiado con su móvil en su visita anterior.

—Su mujer lo encontró por la mañana. Tendrías que verla, Amanda, es increíble, la mujer más bella que he visto en mi vida.

—Ayani, la modelo. Ha salido en las noticias más que la víctima. Su foto está en todos lados, anda enteramente vestida de luto como esas viudas antiguas, imagínate qué ridiculez —comentó Amanda.

—No es ninguna ridiculez. Tal vez ésa es la costumbre de su país.

—En su lugar, yo estaría contenta de haber enviudado de ese marido tan horroroso y de haber quedado rica. ¿Qué te pareció Ayani? Me refiero a su personalidad.

—Aparte de ser espectacular, tiene mucho control sobre sus emociones. Estaba bastante tranquila el día del crimen.

—¿Tranquila o aliviada? ¿Dónde estaba ella a la hora en que mataron a su marido? —le preguntó Amanda, pensando en la información que le exigirían los jugadores de Ripper.

—Ingrid Dunn calcula que Ashton llevaba muerto entre ocho y diez horas, más o menos, todavía no tenemos los resultados definitivos de la autopsia. Su mujer estaba durmiendo en la casa.

—Qué conveniente…

—El empleado de la casa, Galang, me dijo que ella toma somníferos y tranquilizantes; me imagino que por eso parecía impasible al día siguiente. Y por el trauma, claro.

—No puedes estar seguro de que esa noche Ayani se tomara el somnífero.

—Galang se lo llevó con una taza de chocolate, como siempre, pero no la vio tragárselo, si eso es lo que estás insinuando.

—Ella es la principal sospechosa.

—Eso sería en una película policial. En la vida real me guío por mi experiencia. Tengo olfato para estas cosas, por eso soy buen policía. No hay ninguna prueba contra Ayani y mi olfato me dice…

—No permitas que el físico de la principal sospechosa interfiera con tu olfato, papá. Pero tienes razón, hay que estar abiertos a otras posibilidades. Si Ayani planeaba matar a su marido habría preparado una coartada más creíble que esas pastillas para dormir.