Domingo, 1

El inspector jefe, vestido con la ropa que usaba para el gimnasio, y acompañado por su hija, que se negó a quedarse atrás y llevaba a Salve-el-Atún en su bolso, partió hacia North Beach. Desde el coche llamó a Petra Horr, le contó lo ocurrido, consciente de que los domingos su asistente estaba libre y no tenía obligación de atenderlo, y le pidió que le consiguiera los nombres y teléfonos de todos los sanadores de la Clínica Holística, así como los de los pacientes de Indiana y de Pedro Alarcón, que estaban registrados en el Departamento de Homicidios desde que empezó la búsqueda de Miller. Diez minutos más tarde estacionó en doble fila frente al edificio verde con ventanales color caca de pollo. Encontró la puerta principal abierta, porque varios practicantes atendían los fines de semana. Seguido por Amanda, que había retrocedido a la infancia —iba cabizbaja, chupándose el dedo, con la capucha de la parka metida hasta los ojos, a punto de echarse a llorar—, el inspector subió a saltos los dos pisos y trepó por la escalera de mano que conducía al ático de Matheus Pereira a pedirle la llave de la consulta de Indiana.

El pintor, que a todas luces había sido arrancado del lecho, se presentó desnudo, salvo una toalla deshilachada en la cintura para tapar sus vergüenzas; tenía las rastas de la cabeza disparadas como las serpientes de Medusa y la expresión vacía de quien ha fumado algo más que tabaco y no recuerda el año en que vive, pero el desaliño no le restaba gallardía a ese hombre de ojos líquidos, labios sensuales, bello como una escultura en bronce de Benvenuto Cellini.

El ático del brasileño habría podido estar sin llamar la atención en un barrio miserable de Calcuta. Pereira lo había alzado poco a poco sobre la azotea del inmueble, entre el depósito de agua potable y la escalera exterior de incendios, con la misma libertad con que producía sus obras de arte. El resultado era un organismo vivo, de formas cambiantes, compuesto básicamente de cartón, plástico, planchas de zinc y paneles de aglomerado, con piso de cemento en unas partes, de linóleo mal colocado en otras y algunas alfombras harapientas. Por dentro la vivienda era un enredo de espacios deformes, que cumplían diversos propósitos y podían modificarse en un abrir y cerrar de ojos quitando un trozo de hule, moviendo un biombo o simplemente reorganizando las cajas y cajones que constituían la mayor parte del mobiliario. Bob Martín la definió a la primera ojeada como una guarida de hippie, sofocante, inmunda y sin duda ilegal, pero debió admitir para sus adentros que tenía encanto. La luz del día, tamizada a través de las planchas de plástico azul, daba al ambiente un aspecto de acuario, los grandes cuadros de colores primarios, que en el hall del edificio resultaban agresivos, en ese ático parecían infantiles, y el desorden y la mugre, que en otra parte serían repulsivos, allí se aceptaban como una extravagancia del artista.

—Sujétese la toalla, Pereira, mire que ando con mi hija —le ordenó Bob Martín.

—Hola, Amanda —saludó el pintor, bloqueando el paso para que los visitantes no vieran la plantación de marihuana detrás de una división hecha con cortinas de ducha.

Bob Martín ya la había visto, tal como había olido el inconfundible tufillo dulzón que impregnaba el ático, pero no se dio por aludido, ya que se encontraba allí por otro asunto. Le explicó las razones de su intempestiva visita y Pereira le contó que había hablado con Indiana el viernes por la tarde, cuando ella salía.

—Me dijo que se iba a ver con unos amigos en el Café Rossini y se iría a su casa cuando hubiera menos tráfico.

—¿Mencionó el nombre de los amigos?

—No me acuerdo, la verdad es que le presté poca atención. Ella fue la última en salir del edificio. Cerré la puerta principal a eso de las ocho o tal vez eran las nueve… —replicó vagamente Pereira, poco dispuesto a darle información al policía, porque creía que Indiana debía andar en alguna travesura y él no pensaba facilitarle a su ex marido la tarea de encontrarla.

Pero la actitud del inspector indicaba que era mejor cooperar, al menos en apariencia, y se colocó sus eternos vaqueros, cogió un manojo de llaves y los condujo a la oficina número 8. Abrió la puerta y a pedido de Martín, que no sabía qué iba a encontrar adentro, se quedó esperando en el pasillo con Amanda. En la consulta de Indiana todo estaba en orden, las toallas en una pila, las sábanas limpias sobre la cama de masaje, los frascos de aceites esenciales, los imanes, las velas y el incienso listos para ser encendidos el lunes y la plantita que había llevado de regalo el brasileño en el marco de la ventana, con señales de haber sido regada recientemente. Amanda vio desde el pasillo la computadora portátil sobre la mesa de la recepción y le preguntó a su padre si podía abrirla, porque sabía la contraseña. Bob Martín le explicó que podían estropear las huellas dactilares y bajó a su coche a buscar guantes y una bolsa de plástico. En la calle se acordó de la bicicleta y se dirigió al costado del edificio, donde había una reja de hierro para estacionarla. Comprobó con un escalofrío que allí estaba, encadenada, la de Indiana. Sintió un sabor de bilis en la garganta.

***

Ese día Danny D’Angelo no trabajaba en el Café Rossini, pero Bob Martín pudo interrogar a un par de empleados, que no estaban seguros de haber visto a Indiana, porque la tarde del viernes el local había estado lleno. El inspector hizo circular una fotografía de Indiana, que Amanda tenía en el móvil, entre el personal de la cocina y los parroquianos que se deleitaban a esa hora con café italiano y la mejor pastelería de North Beach. Había varios clientes asiduos que la conocían, pero no recordaban haberla visto el viernes. Padre e hija estaban a punto de irse, cuando se les acercó un hombre de pelo rojizo con la ropa arrugada, que había estado escribiendo en un bloc amarillo en una de las mesas del fondo.

—¿Por qué buscan a Indiana Jackson? —les preguntó.

—¿La conoce?

—Digamos que sí, aunque no hemos sido presentados.

—Soy el inspector jefe de Homicidios, Bob Martín, y ésta es mi hija Amanda —dijo el policía mostrándole su insignia.

—Samuel Hamilton Jr., investigador privado.

—¿Samuel Hamilton? ¿Como el célebre detective de las novelas de Gordon? —preguntó el inspector.

—Era mi padre. No era detective sino periodista, y me temo que sus proezas fueron algo exageradas por el autor. Eso fue en los años sesenta. Mi viejo ya murió, pero por muchos años vivió del recuerdo de sus glorias pasadas, o mejor dicho, de sus glorias noveladas.

—¿Qué sabe usted de Indiana Jackson?

—Bastante, inspector, incluso sé que estuvo casada con usted y es la madre de Amanda. Permítame explicarle. Hace cuatro años me contrató el señor Alan Keller para vigilarla. Para mi desgracia, buena parte de mis ingresos provienen de personas celosas que sospechan de sus parejas, ése es el aspecto más tedioso y desagradable de mi trabajo. No pude darle ninguna información interesante al señor Keller, quien suspendió la vigilancia, pero cada tantos meses volvía a llamarme con otro ataque de celos. Nunca se convenció de que la señorita Jackson le era fiel.

—¿Sabe que Alan Keller fue asesinado?

—Sí, por supuesto, ha salido en todos los medios de comunicación. Lo siento por la señorita Jackson, que lo quería mucho.

—La estamos buscando, señor Hamilton. Está desaparecida desde el viernes. Parece que el último en verla fue un pintor que vive en la Clínica Holística.

—Matheus Pereira.

—El mismo. Dice que la vio por la tarde y que ella venía aquí a encontrarse con unos amigos. ¿Puede ayudarnos?

—Yo no estaba aquí el viernes, pero puedo darle una lista de las amistades que la señorita Jackson ha frecuentado en los últimos cuatro años. Tengo la información en mi casa, vivo cerca de aquí.

***

Media hora más tarde llegó Samuel Hamilton con una gruesa carpeta y su computadora portátil al Departamento de Policía, entusiasmado porque por primera vez en meses tenía algo interesante entre manos, algo más que perseguir gente que violaba la libertad bajo fianza, espiar parejas con un telescopio y amenazar a pobres diablos que no pagaban la renta o los intereses de un préstamo. Su trabajo era un fastidio, no tenía nada de poético ni novelesco, como el de los libros.

Petra Horr había renunciado a su día libre y se encontraba en la oficina tratando de animar a Amanda, que se había acurrucado en el suelo, muda y encogida a la mitad de su tamaño normal, abrazada al bolso de Salve-el-Atún. Esa mañana la asistente estaba en su baño tiñéndose el cabello de tres colores cuando recibió la llamada de su jefe y apenas se dio tiempo para enjuagárselo y vestirse de prisa antes de salir disparada en su motocicleta. Sin el gel que normalmente mantenía sus pelos erizados, y vestida con pantalones cortos, camiseta desteñida y zapatillas de gimnasia, Petra representaba unos quince años.

El inspector ya había citado al personal del laboratorio forense para que tomaran las huellas de la computadora de Indiana y después fueran a la Clínica Holística a recopilar pruebas. Amanda iba sumiéndose más y más en el refugio de su capuchón a medida que escuchaba las instrucciones de su padre, a pesar de que Petra Horr le explicó que eran medidas básicas para reunir información y no significaban que algo grave le había sucedido a su madre. Amanda le respondió con quejidos, chupándose el pulgar frenéticamente. Al comprobar que la chiquilla iba retrocediendo en edad con el paso de las horas y temiendo que terminara en pañales, Petra cogió el teléfono por iniciativa propia y llamó al abuelo. «No sabemos nada todavía, señor Jackson, pero el inspector jefe está dedicado por entero a buscar a su hija. ¿Podría venir al Departamento? Su nieta se sentiría mejor si usted estuviera aquí. Voy a mandar un coche patrulla a buscarlo. Hoy es la maratón del día de los Inocentes y el tráfico está cortado en muchas calles».

Entretanto Samuel Hamilton había desplegado sobre el escritorio de Bob Martín el copioso contenido de su carpeta, que contenía el historial completo de la vida privada de Indiana: notas sobre sus idas y venidas, transcripciones de conversaciones telefónicas interceptadas y docenas de fotografías, la mayoría a cierta distancia, pero bastante claras al ser ampliadas en la pantalla. Allí figuraban los miembros de su familia, clientes de su consulta, incluido el caniche, amigos y conocidos. Bob Martín experimentó una mezcla de repulsión por la forma como ese hombre había espiado a Indiana, de desprecio por Alan Keller, que lo había contratado, de interés profesional por ese valioso material y de inevitable angustia al ver expuesta ante sus ojos la intimidad de esa mujer por quien sentía un afecto ferozmente protector. Las fotografías lo conmovieron hasta los huesos: Indiana en la bicicleta, atravesando la calle con su bata de enfermera, de picnic en un bosque, abrazada a Amanda, conversando, hablando por teléfono, comprando en el mercado, cansada, alegre, dormida en el balcón de su apartamento sobre el garaje de su padre, acarreando una torta descomunal para doña Encarnación, discutiendo con él en la calle, con los brazos en jarra, enojada. Indiana, con su aire de vulnerabilidad e inocencia, con su frescura de muchacha, le pareció tan bella como a los quince años, cuando él la sedujo detrás de las graderías del gimnasio de la escuela con la misma pachorra e inconsciencia con que hacía todo en aquella época, y se odió por no haberla amado y cuidado como merecía y por haber perdido la oportunidad de formar con ella un hogar amable, donde Amanda hubiera florecido.

—¿Qué sabe de Ryan Miller? —le preguntó a Hamilton.

—Aparte de que lo buscan por la muerte del señor Keller, sé que tuvo un romance con la señorita Jackson. Duró muy poco y sucedió cuando ella y el señor Keller habían roto, de modo que no fue una infidelidad y no se lo mencioné al señor Keller. Me cae bien la señorita, es una buena persona, no hay muchas de ésas en el mundo.

—¿Cuál es su opinión sobre Miller?

—El señor Keller tenía celos de medio mundo, pero de Miller en especial. Perdí cientos de horas vigilándolo. Sé algunas cosas sobre su pasado y conozco sus hábitos, pero la forma en que se gana la vida es un misterio. Estoy seguro de que cuenta con algo más que su pensión de veterano, vive bien y viaja fuera del país. Su apartamento está resguardado por medidas de seguridad extremas, posee varias armas, todas legales, y va dos veces por semana a ejercitar su puntería a un campo de tiro. No se separa nunca de su perro. Aquí tiene muy pocos amigos, pero está en contacto con sus camaradas, otros navy seals del mismo equipo, Seal Team 6. Rompió hace un par de meses con su amante, Jennifer Yang, chino-americana, soltera, treinta y siete años, ejecutiva de un banco, que se presentó en la consulta de Indiana Jackson y la amenazó con tirarle ácido a la cara.

—¿Cómo es eso? Indiana nunca me lo dijo —lo interrumpió Martín.

—En ese momento Indiana y Miller eran sólo amigos. Supongo que Miller le había mencionado a Indiana que tenía esa novia, por llamarla de alguna manera, pero no se la había presentado, de modo que cuando Jennifer Yang llegó a la consulta dando gritos destemplados, Indiana pensó que la mujer se había equivocado de puerta. Matheus Pereira bajó del ático al oír el escándalo y sacó a la Yang del edificio.

—¿Esa mujer tiene antecedentes policiales?

—Nada. Lo único raro en su conducta es que todos los años participa en la feria sadomasoquista de la calle Folsom. Tengo un par de fotos de ella recibiendo azotes sobre el chasis de un Buick antiguo. ¿Le interesan?

—Sólo si volvió a molestar a Indiana.

—No. En su lugar, inspector, yo no perdería tiempo con Jennifer Yang. Sigamos con Ryan Miller, voy a resumir lo máximo que pueda. Su padre llegó muy alto en la Marina, donde tenía reputación de ser riguroso y hasta cruel con sus subalternos; su madre se suicidó con la pistola de servicio del padre, pero en la familia siempre se dijo que fue un accidente. Miller ingresó en la Marina siguiendo los pasos del padre, excelente hoja de servicio, medallas al valor, fue dado de baja porque perdió una pierna en Irak en 2007, recibió la condecoración correspondiente, pero pronto se perdió en drogas, alcohol… en fin, lo usual en estos casos. Se rehabilitó y trabaja para el gobierno y el Pentágono, pero no sabría decirle en qué, posiblemente espionaje.

—La noche del 18 de febrero Miller fue arrestado por violencia en un club. Tres personas terminaron en el hospital por culpa suya. ¿Lo considera capaz de haber matado a Keller?

—Podría haberlo hecho en un arrebato de cólera, pero no de esa forma. Es un navy seal, inspector. Se habría enfrentado a su rival y le habría dado oportunidad de defenderse, jamás habría usado veneno.

—Lo del veneno no se ha publicado, ¿cómo lo sabe?

—Es mi trabajo, sé muchas cosas.

—Entonces tal vez sabe dónde se esconde Miller.

—No me he puesto a buscarlo, inspector, pero si lo hago, seguramente lo encontraré.

—Hágalo, señor Hamilton, necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir.

***

Bob Martín cerró la puerta de su oficina para que Amanda no lo oyera y confesó a Samuel Hamilton su sospecha de que Miller podía haber secuestrado a Indiana.

—Mire, inspector, desde que supe que la policía buscaba a Miller me dediqué a seguir a la señorita Jackson, por la posibilidad de que se encontraran. Tengo poco trabajo en este momento, me sobra tiempo. La he vigilado tantas veces que la considero casi una amiga. Miller está enamorado de ella y pensé que intentaría acercársele, pero que yo sepa, no se han comunicado —dijo Hamilton.

—¿Por qué lo dice?

—Usted conoce a la señorita mejor que yo, inspector: es transparente. Si estuviera ayudando a Miller no podría disimularlo. Además, sus hábitos no han variado. Tengo experiencia en esto, sé cuando una persona está ocultando algo.

Mientras Bob Martín revisaba los expedientes del detective privado, Blake Jackson llegó apurado y sin aliento a la pequeña oficina de Petra Horr, donde encontró a su nieta hecha un nudo en el suelo, con la frente en las rodillas, tan disminuida que parecía una pila de trapos. Se sentó a su lado, sin tocarla, porque sabía cuán inaccesible podía ser la chica, y esperó en silencio. Cinco minutos más tarde, que a Petra le parecieron horas, Amanda sacó una mano entre los pliegues de su ropa y tanteó en el aire buscando la de su abuelo.

—Salve-el-Atún necesita aire, comida y hacer sus necesidades. Vamos, preciosa, tenemos mucho que hacer —le dijo el abuelo en el tono de calmar a un animal asustado.

—Mi mamá…

—A eso me refiero, Amanda. Hay que encontrarla. Cité a los de Ripper para que nos juntemos dentro de dos horas. Todos están de acuerdo en que esto tiene prioridad y ya están en acción. Vamos, levántate, niña, ven conmigo.

El abuelo la ayudó a ponerse de pie, le acomodó un poco la ropa, cogió el bolso de la gata y en el momento en que se iba con ella de la mano, Petra, que estaba hablando por teléfono, los detuvo con un gesto.

—En el laboratorio ya tienen las huellas de la computadora y la van a traer en un momento.

Un agente subió la computadora portátil en la misma bolsa de plástico en que la había colocado Bob Martín unas horas antes y les entregó el informe del laboratorio; sólo figuraban las huellas dactilares de Indiana. El inspector retiró el aparato de la bolsa y todos se reunieron en torno a su escritorio, mientras Amanda, que estaba tan familiarizada con el contenido como su dueña, procedía a abrirlo con guantes de goma. Al sentirse útil había salido de la parálisis en que estaba atrapada y se había quitado el capuchón de la cara, pero su expresión desolada no cambió. Indiana, muy torpe en lo referente a aparatos mecánicos o electrónicos, usaba un porcentaje mínimo de la capacidad de su computadora para comunicarse, llevar el historial y los tratamientos de cada paciente, su contabilidad y muy poco más. Leyeron los correos de los últimos veintitrés días, desde la muerte de Alan Keller, y sólo encontraron correspondencia banal con los destinatarios habituales. Bob le pidió a Petra que los copiara, debían estudiarlos en busca de cualquier detalle revelador. De pronto la pantalla se volvió negra y Amanda masculló una maldición, porque ya le había tocado ese problema.

—¿Qué pasa? —preguntó el inspector.

—El Marqués de Sade. Es el pervertido personal de mi mamá. Prepárense, porque van a ver las porquerías que le manda este desgraciado.

No había terminado de decirlo cuando regresó la imagen a la pantalla, pero en vez de los turbios actos de crueldad y sexo que Amanda esperaba apareció un vídeo de un paisaje de invierno, iluminado por la luna, en algún lugar al norte del mundo, un claro en un bosque de pinos, nieve, hielo, y el sonido del viento. Segundos más tarde se destacó entre los árboles una figura solitaria, que al principio parecía sólo una sombra, pero al avanzar sobre la nieve se definió como la silueta de un perro grande. El animal husmeó el suelo, andando en círculos, luego se sentó, alzó la cabeza hacia el cielo y saludó a la luna con un interminable aullido.

La escena duró menos de dos minutos y los dejó a todos desconcertados, excepto a Amanda, quien se puso de pie tambaleándose, con los ojos desorbitados y un grito ronco atravesado en la garganta. «El lobo, la firma del asesino», alcanzó a balbucear antes de doblarse y vomitar sobre la silla ergonómica de su padre.

***

En más de una ocasión me has dicho que confías en tu buena suerte, Indiana, crees que el espíritu de tu madre vela por tu familia. Eso explica que no hagas planes para el futuro, no ahorres ni un céntimo, vivas al día, alegremente, como una chicharra. Incluso te has librado de las aprensiones de cualquier madre normal, das por supuesto que Amanda saldrá adelante por sus propios méritos o con la ayuda de su padre y su abuelo; hasta en eso eres irresponsable. Te envidio, Indiana. A mí no me favorece la suerte ni cuento con ángeles guardianes, me gustaría creer que el espíritu de mi madre me cuida, pero ésas son niñerías. Me cuido sin ayuda de nadie. Tomo precauciones, porque el mundo es hostil y me ha tratado mal.

Estás muy quieta, pero sé que me oyes. ¿Estás tramando algo? Olvídalo. La primera vez que despertaste, el sábado por la noche, estaba tan oscuro, húmedo y frío, y era tan absoluto el silencio, que pensaste que estabas muerta y sepultada. No estabas preparada para el miedo. Yo, en cambio, conozco bien lo que es el miedo. Habías dormido veinticuatro horas y estabas confundida, desde entonces creo que has tenido pocos momentos de lucidez. Te dejé gritar y gritar por un rato, para que comprendieras que nadie vendría a ayudarte, y cuando oíste el eco de tu voz rebotando en la inmensidad de esta fortaleza, el pánico te cerró la boca. Por precaución tengo que amordazarte cuando salgo, aunque no quisiera hacerlo, porque el pegamento de la cinta adhesiva te va a irritar la piel. Es posible que en mi ausencia recuperes la conciencia por momentos y vuelvas a perderla, es efecto del medicamento que te estoy dando para que estés cómoda, es por tu bien. Es sólo benzodiazepina, nada dañino, aunque tengo que darte una dosis alta. Las únicas complicaciones podrían ser convulsiones o un paro respiratorio, pero eso sucede rara vez. Eres fuerte, Indi, y yo sé mucho de esto, llevo años estudiando y experimentando. ¿Te acuerdas cómo llegaste hasta aquí? Seguramente no recuerdas nada. La ketamina que te administré el viernes produce amnesia, es normal. Es una droga muy útil, la CIA ha hecho experimentos con ella para interrogatorios, resulta menos problemática que la tortura. Personalmente aborrezco la crueldad, la vista de sangre me da mareos, ninguno de los malhechores ejecutados por mí sufrieron más de lo indispensable. En tu caso los somníferos son convenientes, te ayudan a pasar las horas, pero mañana empezaré a reducirte la dosis para evitar riesgos y para que podamos conversar. Todavía te oigo murmurar algo de un mausoleo, crees que estás enterrada, aunque te he explicado la situación. El dolor del vientre se te va a pasar, también te estoy dando analgésicos y antiespasmódicos, me preocupo de tu bienestar. Te repito que ésta no es una pesadilla, Indiana, tampoco estás loca. Es normal que no sepas lo que te ha pasado en los últimos días, pero pronto recordarás quién eres y empezarás a echar de menos a tu hija, a tu padre, tu vida anterior. La debilidad también es normal y pasará, ten paciencia, pero no vas a mejorar si no comes. Debes comer un poco. No me obligues a tomar medidas desagradables. Tu vida ya no te pertenece, tu vida es mía y yo estoy a cargo de tu salud, yo decidiré cómo y cuánto vas a vivir.