Lunes, 26

Los crímenes que tenían al inspector Bob Martín en ascuas alcanzaron alguna notoriedad en los medios de comunicación de San Francisco, pero no llegaron a alarmar a la población, porque la existencia de un asesino en serie no trascendió fuera del ámbito cerrado del Departamento de Homicidios. La prensa trató los crímenes separadamente, sin relacionarlos. En el resto del país no tuvieron repercusión. Al público, que escasamente se conmovía cuando un supremacista o un estudiante armado para el Apocalipsis se desmandaba matando inocentes, le interesaban muy poco seis cadáveres en California. El único que los mencionó un par de veces fue un célebre locutor de radio de extrema derecha, para quien los crímenes eran un castigo divino por la homosexualidad, el feminismo y la ecología en San Francisco.

Bob Martín esperaba que la indiferencia nacional le permitiera realizar su trabajo sin intervención de agencias federales y de hecho así fue hasta dos semanas después de que las sospechas recayeran en Ryan Miller, recién entonces se presentaron en su oficina dos agentes del FBI rodeados de tanto secreto, que cabía preguntarse si eran impostores. Por desgracia sus credenciales resultaron legítimas y él recibió instrucciones del Comisionado de darles las mayores facilidades, orden que cumplió a regañadientes. El Departamento de Policía de San Francisco había nacido en 1849, en tiempos de la fiebre del oro, y de acuerdo con un articulista de aquella época, estaba formado por bandidos más temibles que los ladrones, interesados en salvar a sus antiguos amigos de un merecido castigo y no de defender la ley; la ciudad era un caos y habrían de pasar muchos años antes de que se estableciera el orden. Sin embargo, el cuerpo de policía se enderezó en menos tiempo del previsto por el autor del artículo y Bob Martín se sentía orgulloso de pertenecer a él. Su Departamento tenía reputación de ser duro con el crimen e indulgente con ofensas menores y no se le podía acusar de brutalidad, corrupción e incompetencia como a la policía de otras partes, aunque recibía un exceso de quejas por supuesta mala conducta. Muy pocas de esas denuncias tenían fundamento. El problema, según Martín, no residía en la policía sino en las malditas ganas de desafiar a la autoridad que caracterizaban a la población de San Francisco; él confiaba plenamente en la eficiencia de su equipo; por eso lamentó la presencia de los federales, que sólo complicarían la investigación.

Los que se presentaron en la oficina de Bob Martín eran los agentes Napoleon Fournier III, afroamericano de Luisiana, que había trabajado en Narcóticos, Inmigración y Aduanas antes de ser asignado al servicio secreto, y Lorraine Barcott, de Virginia, una celebridad dentro de la Agencia, porque se había destacado por actos de heroísmo en una operación antiterrorista. La agente, con pelo negro y ojos castaños de largas pestañas, resultó ser mucho más atractiva en persona que en fotos. Bob Martín quiso engatusarla con su sonrisa de bigote viril y dientes albos, pero desistió cuando el apretón de mano de la Barcott casi le rompió los dedos; esa mujer había llegado con una misión determinada y no parecía dispuesta a distraerse admirándolo. Le retiró la silla con la galantería aprendida en su familia mexicana y ella se sentó en otra. Petra Horr, que observaba la escena desde el umbral, carraspeó para disimular la risa.

El inspector mostró a los visitantes las carpetas de los seis crímenes y los puso al día de la investigación y de sus propias conclusiones, sin mencionar las aportaciones de su hija Amanda y su ex suegro, Blake Jackson, porque a los recién llegados podía parecerles nepotismo. Eso del nepotismo se lo debía al difunto Alan Keller, a quien le intrigaba la relación incestuosa de la familia de Indiana; antes de oírsela a Keller y de buscarla en el diccionario, él no conocía esa palabreja.

***

Barcott y Fournier comenzaron por asegurarse de que nadie había metido mano en las computadoras de Ryan Miller, que estaban a buen recaudo en la cámara acorazada del Departamento, y después se encerraron a estudiar la evidencia en busca del detalle que revelara una conspiración de los enemigos habituales de Estados Unidos. La única explicación que le dieron a Bob Martín fue que el navy seal colaboraba con una compañía de seguridad privada al servicio del gobierno americano en el Oriente Medio; ésa era la información oficial y no convenía divulgar el resto. Su trabajo era confidencial y abarcaba ciertas áreas grises en las que resultaba necesario actuar al margen de las convenciones para garantizar la eficacia. En una situación tan engorrosa como la de esa región se debía poner en la balanza por una parte la obligación de proteger los intereses americanos y por otra parte los tratados internacionales, que limitaban más allá de lo razonable la capacidad de actuar. El gobierno y las Fuerzas Armadas no podían verse involucrados en ciertas actividades, que la Constitución no permitía y el público no aprobaría; por eso recurrían a contratistas privados. Estaba claro que Miller trabajaba para la CIA, pero esta Agencia no podía actuar en el territorio nacional, que correspondía al FBI. Al par de agentes federales no les interesaban en absoluto la seis víctimas de San Francisco, su tarea consistía en rescatar la información que poseía Ryan Miller antes de que cayera en manos del enemigo, y encontrar al navy seal para que respondiera algunas preguntas y retirarlo de circulación.

—¿Miller comete delitos a nivel internacional? —preguntó Bob Martín, admirado.

—Misiones, no delitos —replicó Fournier III.

—¡Y yo que creía que era sólo un asesino en serie!

—No tiene pruebas de eso y no me gusta su tono sarcástico, inspector Martín —le espetó la Barcott.

—En la carpeta de Keller hay pruebas contundentes contra él —le recordó el inspector jefe.

—Pruebas de que visitó a Alan Keller, pero no de que lo mató.

—Por algo ha escapado.

—¿Ha pensado en la posibilidad de que nuestro hombre haya sido secuestrado? —preguntó la mujer.

—No, francamente no se me había ocurrido —replicó el policía, disimulando a duras penas una sonrisa.

—Ryan Miller es un elemento valioso para el enemigo.

—¿De qué enemigo estamos hablando?

—No podemos revelarlo —dijo Lorraine Barcott.

***

De la oficina del FBI en Washington también mandaron a un especialista en alta computación a analizar los aparatos que se habían confiscado en la vivienda de Miller. El inspector Martín les había ofrecido a Fournier III y Barcott su propia gente para esa tarea, tan expertos como los de Washington, pero le respondieron que el contenido era confidencial. Todo era confidencial.

No habían pasado ni veinticuatro horas desde que llegaron los federales y a Bob Martín ya se le estaba agotando la paciencia. Fournier III demostró ser un tipo obsesivo, incapaz de delegar, que por el afán de enterarse de cada minúsculo detalle retrasaba el trabajo de los demás; con Lorraine Barcott se llevó mal desde el comienzo y sus intentos posteriores de congraciarse con ella fueron infructuosos, esa mujer era inmune a sus atractivos e incluso a la simple camaradería. «No se ofenda, jefe, ¿acaso no ve que la Barcott es lesbiana?», lo consoló Petra Horr.

El especialista en computación se dedicó a analizar los discos duros, tratando de rescatar algo, aunque suponía que Miller sabía muy bien cómo borrar todo el contenido. Entretanto Bob Martín procedió a darles a Fournier III y Barcott un recuento de las batidas que el Departamento de Homicidios venía realizando desde hacía doce días para dar con Miller. La primera semana se habían limitado a solicitar ayuda a la policía del área de la bahía y utilizar a los informantes habituales, pero luego publicaron la fotografía y descripción de Miller en los medios de comunicación y en internet. Desde entonces habían recibido docenas de denuncias de personas que vieron merodeando a un individuo cojo, con pinta de gorila, acompañado de una fiera, pero ninguna dio buen resultado. Por error, un par de mendigos con sus perros fueron detenidos en ocasiones diferentes y puestos en libertad de inmediato. Un veterano de la guerra del Golfo Pérsico se presentó en la comisaría de Richmond diciendo que Ryan Miller era él, pero no lo tomaron en serio porque su perro era de raza jack russell terrier y de sexo femenino.

Habían interrogado a la gente que tenía relación con el fugitivo, como Frank Rinaldi, el administrador del Dolphin Club donde Miller nadaba regularmente; el propietario del inmueble donde vivía; unos muchachos desfavorecidos a quienes entrenaba en natación; Danny D’Angelo del Café Rossini; los inquilinos de la Clínica Holística, y muy especialmente a su amigo más cercano, Pedro Alarcón. Bob Martín había hablado con Indiana, pero sólo se la mencionó de pasada a los del FBI, como una más entre los otros sanadores de la Clínica Holística; nada más lejos de su ánimo que llamar la atención de los agentes sobre alguien de su propia familia. Sabía que ella había tenido un romance breve con Miller, lo cual por algún motivo que él mismo no lograba entender, lo alteraba más que los cuatro años que ella pasó con Alan Keller. Estuvo rumiando qué virtudes de Miller podían atraer a Indiana y decidió que seguramente se acostó con él por lástima; dado su carácter, Indiana no podía rechazar a un mutilado. Había que ver lo tonta que era esa mujer. ¿Cómo sería hacer el amor con una pierna menos? Un acto de circo, las posibilidades eran limitadas, mejor no imaginarlo. Su determinación de aprehender al fugitivo era puro celo profesional, nada que ver con las cochinadas que podría haber hecho con la madre de su hija.

—¿Ese Alarcón es comunista? —preguntó Lorraine Barcott, que había tardado cuarenta segundos en encontrar al uruguayo en la base de datos del FBI de su móvil.

—No. Es profesor de la Universidad de Stanford.

—Eso no quita que pudiera ser comunista —insistió ella.

—¿Todavía quedan comunistas? Pensé que habían pasado de moda. A Alarcón le tenemos intervenido el teléfono y lo estamos vigilando. Hasta ahora, no hemos descubierto nada que lo relacione con el Kremlin y nada ilegal o sospechoso en su vida actual.

Los del FBI hicieron ver al inspector que el presunto fugitivo era un navy seal entrenado para sobrevivir en las más arduas condiciones —ocultarse, eludir al enemigo o enfrentarse a la muerte—, y sería muy difícil atraparlo. Lo único que se conseguía alertando a la población era crear pánico; convenía pues acallar el asunto en los medios de comunicación y continuar la pesquisa de manera discreta, con la ayuda indispensable que ellos le prestarían. Insistieron en la necesidad imperativa de que no se divulgara nada referente a las actividades de Ryan Miller y la empresa de seguridad internacional.

—Mi deber no es proteger los secretos del gobierno, sino continuar esta investigación, resolver los seis crímenes pendientes e impedir que se cometan otros —dijo Bob Martín.

—Por supuesto, inspector —replicó Napoleon Fournier III—. No pretendemos interferir con su trabajo, pero le advierto que Ryan Miller es una persona inestable, con un posible trastorno nervioso, que puede haber cometido los asesinatos que se le atribuyen en un estado mental alterado. En cualquier caso, para nosotros está quemado.

—Es decir, ya no les sirve, se ha convertido en un problema y no saben qué hacer con él. Miller es desechable. ¿Eso es lo que me está diciendo, agente Fournier?

—Usted lo está diciendo, no yo.

—Le recordamos que Miller está fuertemente armado y es violento —agregó Lorraine Barcott—. Ha sido soldado toda su vida, está acostumbrado a disparar primero y preguntar después. Le aconsejo que haga lo mismo, piense en la seguridad de sus agentes y de los civiles.

—No conviene que Miller sea detenido y empiece a hablar, ¿verdad?

—Veo que nos entendemos, inspector jefe.

—Creo que no nos entendemos, agente Barcott. Supongo que los métodos de su Agencia difieren de los nuestros —replicó Martín, picado—. Ryan Miller es inocente mientras no se pruebe lo contrario. Nuestra intención es detenerlo para interrogarlo como sospechoso y trataremos de hacerlo con el menor daño posible para él y para terceros. ¿Está claro?

A la salida de la reunión Petra Horr, que fisgoneaba desde su cubículo, como siempre, cogió al inspector de una manga, lo empujó detrás de la puerta y se empinó para besarlo en la boca. «¡Así se habla! ¡Estoy orgullosa de usted, jefe!» Bob Martín, sorprendido, no alcanzó a reponerse antes de que su asistente desapareciera como el duende que era. Se quedó pegado a la pared con el sabor de ese beso, goma de mascar de canela, y un calor tardío en el cuerpo.