Lunes, 5
Esmeralda participó en el juego de Ripper desde un hospital de Auckland. Al chico lo estaban sometiendo a un tratamiento con células madre embrionarias, otro paso en su determinación de volver a caminar.
Amanda, en su papel de maestra del juego, había hecho una lista con las claves disponibles de los cinco homicidios que los mantenían ocupados desde enero. Cada jugador tenía en su poder una copia y, después de estudiar los hechos bajo la lupa de su lógica irrefutable, Sherlock Holmes había llegado a ciertas conclusiones diferentes a las de Abatha, que se aproximaba a los problemas por los sinuosos senderos del reino esotérico, del coronel Paddington, que juzgaba la realidad con criterio militar, o de Esmeralda, una gitana callejera para quien no era necesario devanarse los sesos, porque casi todo se aclara solo, basta con hacer las preguntas pertinentes. Los jóvenes estaban de acuerdo en que se trataba de un malhechor tan interesante como Jack el Destripador.
—Comencemos por «el crimen del bate fuera de lugar». Adelante, Kabel —ordenó la maestra.
—Ed Staton estuvo casado brevemente en su juventud. Después no se le conocieron relaciones con mujeres; pero pagaba escoltas masculinas y veía pornografía gay. En la escuela y en su todoterreno no se encontraron ni la chaqueta ni el gorro de su uniforme, aunque los alumnos que estaban en el estacionamiento lo vieron salir y lo reconocieron por el uniforme.
—¿Quiénes eran esos escoltas? —preguntó Esmeralda.
—Dos jóvenes puertorriqueños, pero ninguno de ellos tuvo cita con él esa noche y sus coartadas son sólidas. Los testigos en el estacionamiento no vieron a otra persona en el automóvil en que se fue.
—¿Por qué Staton no usó su propio vehículo?
—Porque la persona que vieron no era Ed Staton —dedujo Sherlock—. Era el asesino, que se puso la chaqueta y el gorro del guardia y salió tranquilamente de la escuela, a plena vista de los tres testigos, a quienes saludó con la mano, se subió en el mismo automóvil en que llegó y se fue. El guardia nunca salió de la escuela, ya que a esa hora estaba muerto en el gimnasio. El asesino llegó a la escuela a la hora en que el estacionamiento estaba lleno de carros y nadie notó el suyo, entró por la puerta principal sin problemas, se escondió dentro y esperó a que todo el mundo se fuera.
—Agredió a Staton en el gimnasio cuando éste hacía su ronda para cerrar las puertas y poner la alarma. Estrategia convencional: atacar por sorpresa. Lo paralizó con un táser y lo ejecutó de un tiro en la cabeza —añadió el coronel Paddington.
—¿Hemos encontrado el enlace entre la Universidad de Arkansas y Ed Staton? —preguntó Esmeralda.
—No. El inspector Bob Martín investigó ese punto. Nadie en esa universidad o en sus equipos atléticos, los Lobos Rojos, conocía a Staton.
—¿Lobos Rojos? Tal vez no se trata de una conexión sino de un código o un mensaje —sugirió Abatha.
—El lobo rojo, Canis rufus, es una de las dos especies de lobos que existen, el otro es más grande, el lobo gris. En 1980 declararon extinta la especie de los rojos en la naturaleza, pero cruzaron a los pocos ejemplares que existían en cautiverio y se ha logrado establecer un programa de crías, se calcula que debe de haber unos doscientos en estado salvaje —les informó Kabel, que había estudiado el tema el año anterior, cuando a su nieta le dio por los licántropos.
—Eso no nos sirve de nada —replicó el coronel.
—Todo sirve —lo corrigió Sherlock Holmes.
La maestra del juego propuso pasar al «doble crimen del soplete» y Kabel mostró la fotografía que había obtenido de las quemaduras en las nalgas de las víctimas, Michael tenía la letra F y Doris la A. También presentó fotos de las jeringas, el soplete y la botella de licor y explicó que el Xanax con que el homicida durmió a los Constante estaba disuelto en un cartón de leche.
—Para que surtiera efecto en un par de tazas, el autor puso por lo menos diez o quince tabletas en el litro de leche.
—Es irracional poner la droga en la leche, porque normalmente se la toman los niños, no los adultos —intervino el coronel.
—Los niños estaban en una excursión en Tahoe. A modo de cena, la pareja siempre comía emparedados de jamón o queso y un tazón de café instantáneo disuelto en leche. Eso me contó Henrietta Post, la vecina que descubrió los cuerpos. El café disimuló el sabor del Xanax —explicó Kabel.
—Es decir, el asesino conocía los hábitos de la pareja —dedujo Sherlock.
—¿Cómo llegó ese licor al refrigerador de los Constante? —preguntó Esmeralda.
—Esa clase de vodka no existe en este país. A la botella le limpiaron prolijamente las huellas dactilares —le explicó Amanda.
—O bien fue manipulada con guantes, como las jeringas y el soplete, eso significa que fue colocada allí a propósito por el asesino —dijo Sherlock.
—Otro mensaje —lo interrumpió Abatha.
—Exacto.
—¿Mensaje de un ex alcohólico a otro?, ¿de Brian Turner a Michael Constante? —preguntó Esmeralda.
—Eso es demasiado sutil para Brian Turner, el tipo es muy primitivo. Si hubiera querido dejar un mensaje habría vaciado un par de botellas de cerveza sobre los cuerpos, no habría buscado un licor desconocido de Serbia para poner en el refrigerador —dijo Kabel.
—¿Creen que el asesino es serbio?
—No, Esmeralda. Pero creo que en cada caso nos dejó una clave para identificarlo. Es tan arrogante y está tan seguro de sí mismo, que se permite jugar con nosotros —dijo el coronel, enojado.
—Mejor dicho, juega con la policía, porque a nosotros no nos conoce de nada —apuntó Amanda.
—Eso quise decir. Ya me entienden.
—No se ha encontrado ninguna conexión entre el sospechoso, Brian Turner, que tuvo una pelea con Michael Constante, y las otras víctimas. La noche de la muerte del psiquiatra, Turner estaba detenido en la cárcel de Petaluma por otra pelea, eso prueba su mal carácter y también prueba que no es nuestro sospechoso —dijo Amanda.
—La noche de la muerte… —balbuceó Abatha y no pudo concluir la frase, se le escabullían las ideas por el hambre y los medicamentos.
La maestra del juego explicó que en «el crimen del electrocutado» los principales sospechosos seguían siendo Ayani y Galang. Su padre había interrogado a las personas que tuvieron contacto con el psiquiatra durante las dos semanas previas a su muerte, especialmente aquellas que estuvieron en el estudio de su casa, estaba investigando si se había perdido un táser entre los policías u otras personas autorizadas para usarlo, y estaba buscando a quienes compraron uno o más de uno en California en los últimos tres meses, aunque el asesino podía haberlo obtenido de muchas otras maneras. El psicólogo criminalista, que estudió El lobo estepario, la novela que le llegó por correo a Ayani junto con los calcetines de su marido, encontró una docena de posibles pistas, pero todas acababan en callejones sin salida, porque es un libro muy complejo que se presta para mil interpretaciones. Había más de sesenta muestras de ADN en el estudio y sólo la de Galang coincidía con un ADN registrado, porque había estado seis meses preso en Florida, en 2006, por posesión de drogas, pero como el hombre trabajaba en la casa de Ashton, naturalmente había huellas suyas por todas partes.
—Y finalmente, en «el crimen de la ajusticiada» tenemos el informe final de la autopsia. La mujer fue agarrotada —dijo la maestra del juego.
—El garrote es un suplicio muy antiguo —les informó Paddignton. Consistía en estrangular a la víctima lentamente, para prolongar la agonía. Por lo general el instrumento era una silla con un poste como respaldo, donde amarraban al condenado con una cuerda, un alambre o una cincha metálica al cuello, que se apretaba con un torniquete por atrás. A veces tenía un nudo delante destinado a aplastar la laringe.
—Algo así usaron con la Rosen: un hilo de pescar de nailon con una bolita, posiblemente de madera —explicó Amanda.
—Una vez colocado, el garrote facilita el trabajo del verdugo, porque basta con dar vuelta al torniquete, no se requiere fuerza física ni destreza. Además la Rosen estaba drogada, no podía defenderse. Hasta una mujercita podría estrangular así a un gigante —siguió Paddington, siempre dispuesto a demostrar sus conocimientos sobre esos temas.
—Una mujer… podría ser una mujer, ¿por qué no? —sugirió Abatha.
—Una mujer podría haber matado a Staton, Ashton y los Constante, pero se requiere fuerza para someter a la Rosen, levantar el cuerpo y colgarlo del ventilador —la rebatió Amanda.
—Depende. Una vez que la Rosen estuvo sobre la cama con la cuerda al cuello, el resto fue cuestión de izarla de a poco —dijo Paddington.
—Además, la mujer estaba drogada cuando la agarrotaron, por eso no se defendió.
—Hum… Garrote. Un método muy exótico… —murmuró Sherlock—. Las víctimas fueron ejecutadas. En cada uno de estos casos el asesino escogió una pena de muerte diferente: coup-de-grace para Staton, inyección letal para los Constante, electrocución para Ashton, garrote o la horca para Rosen.
—¿Creen que esas personas merecían un tipo particular de ejecución? —preguntó Esmeralda.
—Eso lo sabremos cuando tengamos el motivo y la conexión entre las víctimas —replicó Sherlock.