Domingo, 11
El cuerpo de Alan Keller esperaba en el depósito para ser examinado por Ingrid Dunn, mientras los hermanos del difunto, Mark y Lucille, intentaban por todos los medios a su alcance acallar el escándalo de lo ocurrido, que olía a gángsteres y bajos fondos. Quién sabe en qué andaba metido el artista de la familia. Indiana, más tranquila gracias a una combinación de aromaterapia, tisana de canela y meditación, comenzaba a planear una ceremonia conmemorativa para ese hombre que tanto había significado en su vida, ya que no habría un funeral en el futuro inmediato. Con ocasión del diagnóstico equivocado de cáncer de próstata, Keller había hecho un documento notarial especificando que no deseaba ser conectado a soporte vital, que quería ser incinerado y sus cenizas fueran dispersadas en el océano Pacífico. No se puso en el caso de pasar por el denigrante proceso de una autopsia y permanecer congelado en el depósito durante meses hasta que se aclararan definitivamente las circunstancias de su fallecimiento.
El equipo criminalista que el inspector Bob Martín puso a disposición del teniente McLaughlin se dejó caer en masa en Napa y recogió una cantidad inusual de evidencias en la escena del crimen y los alrededores. En la tierra blanda y húmeda del patio y el jardín encontraron marcas de neumáticos y zapatos, en la puerta recogieron pelos de animal que no coincidían con los del labrador de los Pescadero, en el timbre, la puerta y la sala había varias huellas dactilares, que una vez que fueran descartadas las de los habitantes de la casa, podrían ser identificadas. En el piso de cerámica las pisadas de calzado sucio habían dejado impresiones claras, que fueron identificadas como botas de combate muy usadas, del tipo que se podía adquirir en cualquier tienda de excedentes del ejército y estaban de moda entre los jóvenes. No hallaron signos de entrada forzada y Bob Martín dedujo que Keller conocía al asesino y le abrió la puerta. Las manchas indicaban que la mayor parte de la sangre en la camisa de la víctima provenía de la nariz, tal como suponía el inspector jefe, y había fluido por efecto de la gravedad cuando el hombre estaba vivo.
En su primera evaluación Ingrid Dunn indicó que Keller llevaba un buen rato muerto cuando recibió el flechazo, porque no había manchas de sangre proyectada. La flecha, o más bien el virote, había sido disparado de frente, a una distancia aproximada de un metro y medio, con una ballesta de pistola, como las que se usan para deporte y caza, un arma pequeña en comparación con otros modelos, pero difícil de ocultar por su forma. Si la víctima hubiera recibido ese impacto en vida, habría sangrado profusamente.
La descripción que hizo María Pescadero de la persona que llegó a la viña la tarde del crimen preguntando por Alan Keller le resultó tan familiar a Bob Martín como si le hubiera mostrado una fotografía de Ryan Miller, a quien no estimaba en absoluto, porque era evidente que estaba enamorado de Indiana. María mencionó una camioneta negra con suspensión alta y ruedas de camión, un extraño perro cubierto de peladuras y cicatrices, un hombre alto y fornido, con el pelo cortado a lo militar, que cojeaba. Todo coincidía.
Indiana reaccionó con absoluta incredulidad ante la sugerencia de que Miller hubiera estado en la casa de Keller, pero debió aceptar la evidencia y no pudo impedir que su ex marido consiguiera una orden de registro del loft y lanzara a la mitad de su Departamento a la caza del sospechoso, que había desaparecido. Según Pedro Alarcón y varios socios del Dolphin Club, que fueron interrogados, Ryan Miller viajaba con frecuencia por trabajo, pero no pudieron explicarle dónde había dejado a su perro o su camioneta.
Al enterarse de lo ocurrido, Elsa Domínguez se instaló en la casa de los Jackson a cuidar a la familia, cocinar platos reconfortantes y atender a las visitas que desfilaron para darle el pésame a Indiana, desde sus colegas de la Clínica Holística hasta Carol Underwater, que llegó con una tarta de manzana y se quedó sólo cinco minutos. Opinó que Indiana no estaba en condiciones de volver a trabajar al día siguiente y se ofreció para avisarles por teléfono a los pacientes. Todos estuvieron de acuerdo con ella y Matheus Pereira quedó encargado de poner un aviso en la puerta de la oficina número 8 explicando que estaba cerrada por duelo y se reabriría la semana entrante.
Blake Jackson había acompañado a su ex yerno los últimos dos días y tenía material suficiente para alimentar el morbo de los participantes de Ripper, mientras su nieta padecía el suplicio de los remordimientos. Más de una vez la chica se había entretenido planeando una muerte lenta para el amante de su madre y había movilizado las fuerzas sobrenaturales de san Judas Tadeo para que lo eliminara, sin imaginar que el santo lo tomaría al pie de la letra. Estaba esperando al fantasma de Keller, que acudiría de noche a vengarse. También contribuía al peso de su culpa la inevitable excitación que ese nuevo crimen le provocaba, otro desafío para Ripper. Para entonces la nieta y el abuelo se sabían derrotados por la astrología: el baño de sangre profetizado por Celeste Roko era un hecho innegable.