Domingo, 19

«Hola, me llamo Ryan, soy alcohólico y llevo seis horas sobrio». Así se presentó, imitando a los otros que hablaron antes que él en aquella sala sin ventanas, y un aplauso cálido acogió sus palabras. Momentos antes, Pedro Alarcón lo había conducido con Indiana hasta un edificio coronado por una torre en la esquina de las calles Taylor y Ellis, en pleno Tenderloin.

—¿Qué clase de lugar es éste? —había preguntado Miller, cuando Indiana lo obligó a avanzar hacia la puerta, cogido de un brazo.

—La iglesia Glide Memorial. ¿Cómo puedes haber vivido años en esta ciudad sin conocerla?

—Soy agnóstico. No sé para qué estamos aquí, Indiana.

—Fíjate en la torre, ¿ves que no tiene cruz? Cecil Williams, un pastor afroamericano, fue el alma de Glide por muchos años, pero ya está retirado. En los años sesenta lo mandaron a este lugar, una iglesia metodista moribunda, que él transformó en el centro espiritual de San Francisco. Hizo quitar la cruz, porque es un símbolo de muerte y su congregación celebra la vida. Estamos aquí para eso, Ryan: celebrar tu vida.

Le explicó que Glide era una atracción turística por la música irresistible del coro y su política de brazos abiertos: todos eran bienvenidos, sin distinción de credo, raza o tendencia sexual, cristianos de cualquier confesión, musulmanes y judíos, adictos y mendigos, millonarios de Silicon Valley, drag queens, celebridades del cine y criminales sueltos, nadie era rechazado, y agregó que Glide contaba con cientos de programas para socorrer, hospedar, vestir, educar, proteger y rehabilitar a los más pobres y desesperados. Se abrieron paso a través de una fila ordenada de gente que aguardaba su turno para el desayuno gratuito. Miller se enteró de que Indiana hacía varias horas semanales ayudando en el servicio de desayuno, de siete a nueve, único horario posible para ella, y que la iglesia ofrecía tres comidas diarias cada día del año a miles de necesitados. Eso requería sesenta y cinco mil horas de trabajo voluntario. «Yo sólo aporto unas cien, pero hay tantos voluntarios, que tenemos que ponernos en lista de espera», le dijo.

A esa hora temprana todavía no empezaba a llegar la muchedumbre del servicio dominical. Indiana conocía el camino y llevó a Miller directamente a una pequeña sala interior, donde se reunía el primer grupo del día de Alcohólicos Anónimos. Ya había media docena de personas en torno a una mesa lateral con termos de café y platos de galletas, el resto fue llegando en los siguientes diez minutos. Se sentaron en sillas de plástico formando un círculo, quince en total, gente de diferentes razas, edades y pelajes, la mayoría hombres, casi todos deteriorados en alguna medida por la adicción y uno con huellas de una paliza reciente, como Miller. Indiana, con su aspecto saludable y su actitud alegre, parecía estar allí por error. Miller esperaba una clase o una conferencia, pero en vez de eso, un hombrecillo flaco, con lentes gruesos de miope, facilitó la reunión. «Hola, soy Benny Ephron y soy adicto. Veo algunos rostros nuevos. Bienvenidos, amigos», se presentó, y los demás, por turno, tomaron la palabra para dar sus nombres.

Ayudados por comentarios o preguntas de Ephron, varios contaron sus experiencias, cómo habían comenzado a beber, cómo perdieron el trabajo, la familia, los amigos, la salud, y cómo trataban de rehabilitarse en Alcohólicos Anónimos. Un hombre mostró, ufano, una ficha con el número dieciocho, por la suma de meses de sobriedad, y los otros aplaudieron. Una de las cuatro mujeres del grupo, desaliñada, con mal olor, pésima dentadura y mirada huidiza, confesó que había perdido la esperanza, porque había reincidido muchas veces, y a ella también la aplaudieron por el esfuerzo de presentarse ese día. Ephron le dijo que iba por buen camino, porque el primer paso es admitir que uno carece de control sobre su vida, y agregó que la esperanza se recupera cuando uno se pone en manos de un poder superior. «Yo no creo en Dios», dijo ella, desafiante. «Yo tampoco, pero confío en el poder superior del amor, el amor que puedo dar y el que recibo», dijo el flaco de lentes. «¡A mí nadie me quiere, nadie me ha querido nunca!», replicó la mujer, levantándose torpemente para irse, pero Indiana se le puso por delante y la abrazó. La mujer se debatió unos segundos, tratando de librarse, y enseguida se abandonó sollozando en los brazos de esa joven que la sostenía con firmeza de madre. Así estuvieron, en estrecho abrazo, por un tiempo que a Miller le pareció eterno, insoportable, hasta que la mujer se calmó y ambas volvieron a sus sillas.

Ryan Miller sólo abrió la boca para presentarse, escuchó los testimonios ajenos con la cabeza metida entre los hombros y los codos apoyados en las rodillas, luchando contra las náuseas y el dolor en las sienes. Compartía con esa gente más de lo que él mismo sospechaba hasta la noche anterior, cuando en un momento de distracción o de enojo se empinó el primer trago y volvió a ser por unos instantes el macho poderoso e invencible de sus fantasías juveniles. Como esos hombres y mujeres que lo rodeaban, él también vivía preso en su piel, aterrado del enemigo agazapado en su interior esperando la oportunidad de destruirlo, un enemigo tan sigiloso que casi lo había olvidado. Pensó en el color dorado del whisky, su brillo soleado, el sonido delicioso de los cubos de hielo en el vaso, pensó en el olor almizclado de la cerveza, su dulce efervescencia y la delicadeza de la espuma.

Se preguntó qué había fallado. Llevaba una vida entrenándose para la excelencia, fortaleciendo su disciplina, cultivando el dominio de sí mismo, manteniendo a raya sus debilidades, y entonces, cuando menos lo esperaba, el enemigo salía de su guarida y le saltaba encima. Antes, cuando no le faltaban excusas, como la soledad y el amor desesperanzado, para ceder a la tentación de perderse por un rato en el alcohol, se había mantenido sobrio. No comprendía por qué había cedido ahora, cuando tenía todo lo anhelado. Desde hacía dos semanas se sentía dichoso y completo. Ese domingo bendito en que pudo finalmente abrazar a Indiana cambió su vida, se había abandonado a la maravilla de amarla y del deseo consumado, al milagro de ser querido y estar acompañado, a la ilusión de creerse redimido y curado para siempre de todas sus heridas. «Me llamo Ryan Miller y soy alcohólico», repitió para sus adentros y sintió que le picaban los ojos de lágrimas retenidas y lo venció el impulso de salir escapando de ese lugar, pero la mano de Indiana en su hombro lo mantuvo en su sitio. A la salida, cuarenta y cinco minutos más tarde, algunos lo palmotearon en la espalda amigablemente, despidiéndolo por su nombre. No les contestó.

***

A mediodía Indiana y Ryan fueron de picnic al mismo parque de las secoyas, donde dos semanas antes una tormenta les había brindado el pretexto para hacer el amor. El clima estaba incierto, con momentos de llovizna suave y otros en que se desplazaban las nubes y aparecía el sol tímidamente. Él aportó un pollo crudo, limonada, carbón y un hueso para Atila; del queso, el pan y la fruta se encargó ella. Indiana tenía un canasto antiguo forrado en tela a cuadros blancos y rojos, uno de los pocos legados materiales de su madre, ideal para llevar comida, platos y vasos en esos picnics. No había un alma en el parque, que en verano se llenaba de gente, y pudieron instalarse en su sitio preferido, a pocos pasos del río. Sentados en un grueso tronco y arropados con ponchos, esperaron a que se calentara el carbón para asar el pollo, mientras Atila corría histérico persiguiendo ardillas.

La cara de Miller era una calabaza aporreada y el cuerpo un mapa de machucones negruzcos, pero estaba agradecido, porque de acuerdo con la primitiva justicia inculcada por el cinturón de su padre, el castigo redime la culpa. En su infancia las reglas eran claras: quien comete una maldad o una imprudencia debe pagarla, es una ley inevitable de la naturaleza. Si Ryan hacía alguna diablura sin que su padre se enterara, la exaltación de haber eludido la penitencia le duraba muy poco, pronto lo invadía una sensación de terror y la certeza de que el universo se vengaría. A fin de cuentas, era preferible expiar la falta con unos cuantos correazos, que vivir esperando que se materializara una amenaza pendiente. Maldad o imprudencia… Se preguntaba cuántos actos así había cometido en sus cuatro décadas de existencia y concluía que sin duda varios.

En sus años de soldado, joven, fuerte, en la efervescencia de la aventura o en el fragor de la guerra, rodeado de sus camaradas y amparado por el poder de las armas, nunca examinó su conducta, igual que no cuestionó la impunidad de la que gozaba. El juego sucio está permitido en la guerra, no tenía que rendir cuentas a nadie. Cumplía con honor su compromiso de defender a su país, era un navy seal, uno de los elegidos, los guerreros míticos. Se cuestionó más tarde, durante los meses hospitalizado o en rehabilitación, orinando sangre y aprendiendo a andar con los fierros en el muñón, y decidió que si era culpable de algo, había pagado de sobra al perder una pierna, a sus compañeros y su carrera militar. El precio fue tan alto —cambiar una vida heroica por una vida banal— que se sintió estafado. Se abandonó al consuelo ficticio de la bebida y las drogas duras para combatir la soledad y el asco de sí mismo, languideciendo en un deprimente condominio de Bethesda.

Entonces, cuando la tentación del suicidio se hizo casi irresistible, Atila le salvó la vida por segunda vez. Catorce meses después de aquel día en que salió de Irak amarrado a una camilla y atontado de morfina, el perro fue gravemente herido por una mina a quince kilómetros de Bagdad. Eso sacudió a Miller del letargo en que estaba sumido y lo puso de pie: tenía una nueva misión.

Maggie, su vecina en Bethesda, una viuda de setenta y tantos años con quien había hecho amistad jugando al póquer, acudió a echarle una mano. A ella le debía otro lema de su existencia: quien busca ayuda, siempre la encuentra. Era una vieja recia, con lenguaje y modales de corsario, que había pasado veinte años en prisión acusada de matar a su marido, después de que éste le rompió varios huesos. Esa mujerona, temida por el vecindario, fue la única persona a quien Miller soportaba en ese período turbio de su existencia y ella le respondió con su habitual rudeza y sorprendente bondad. Al principio, antes de que él pudiera valerse solo, le preparaba comida y lo llevaba en su coche a las citas médicas, más tarde lo recogía del suelo cuando lo encontraba empapado en licor o demente por las drogas y lo distraía jugando a las cartas y viendo películas de acción. Cuando supo lo ocurrido a Atila, Maggie decidió que el primer paso para conseguir al perro, si es que sobrevivía, era que Miller sentara cabeza, porque nadie le confiaría un animal heroico a un guiñapo humano como él.

Miller se había negado a recurrir a los programas de rehabilitación de adicciones del hospital militar, tal como había rechazado los servicios de un psicólogo especializado en síndromes postraumáticos y ella estuvo plenamente de acuerdo en que ésos eran recursos de maricas, había otros métodos más cortos y eficaces. Le vació las botellas en el lavabo, le tiró las drogas al excusado; después lo obligó a desnudarse y se llevó toda su ropa, su computadora, su teléfono y su prótesis. Se despidió de él con una señal optimista de los pulgares hacia arriba y lo dejó encerrado con llave, cojo y en pelotas. Miller debió soportar en frío la tortura de los primeros días de abstinencia, tiritando, alucinando, enloquecido de náuseas, angustia y dolor. Intentó en vano echar abajo la puerta a puñetazos y anudar las sábanas para descender por la ventana, pero estaba en un décimo piso. Golpeó la pared que lo separaba del apartamento de Maggie hasta romperse los nudillos y tanto le castañetearon los dientes, que uno se le quebró. Al tercer día cayó extenuado.

Maggie llegó por la noche a visitarlo y lo encontró encogido en el suelo, gimiendo quedamente y más o menos tranquilo. Lo hizo darse una ducha, le dio un plato de sopa caliente, lo metió en la cama y se instaló a vigilarle el sueño con el rabillo del ojo, mientras fingía ver televisión.

Así comenzó la nueva vida de Ryan Miller. Se volcó en la rutina de mantenerse sobrio y la campaña para recuperar a Atila, quien para entonces se había repuesto de sus heridas y había recibido su condecoración. Los trámites habrían desanimado a cualquiera que no estuviese impulsado por una gratitud obsesiva. Ayudado por Maggie escribió cientos de solicitudes a las autoridades militares, realizó cinco viajes a Washington a defender su caso y consiguió una cita privada con el secretario de Defensa, gracias a una carta firmada por sus hermanos del Seal Team 6. Salió de esa oficina con la promesa de que traerían a Atila a Estados Unidos y después de la cuarentena reglamentaria él podría adoptarlo. En esos meses de fastidiosa burocracia fue a Texas, dispuesto a gastar sus ahorros en las mejores prótesis del mundo, empezó a entrenarse para competir en triatlón y descubrió la forma de darle buen uso a los conocimientos adquiridos como militar. Era experto en comunicaciones y en seguridad, tenía conexiones con el alto mando, impecable hoja de servicio y cuatro condecoraciones como prueba de su carácter. Luego llamó a Pedro Alarcón a San Francisco.

***

La amistad de Miller con Alarcón había comenzado cuando tenía veinte años. Después de terminar la secundaria se presentó a los navy seals para probarle a su padre que podía ser tan hombre como él y porque se sentía incapaz de realizar estudios superiores, era disléxico y tenía problemas de atención. En la escuela no había manifestado el menor interés por los estudios, pero había destacado como deportista, era una masa compacta de músculos y creía tener aguante de sobra para cualquier tarea física; sin embargo fue eliminado de los navy seals durante la hell week, la semana más dura del entrenamiento, ciento veinte horas matadoras en las cuales se medía el temple de cada hombre para alcanzar la meta, costara lo que costase. Aprendió que el músculo más fuerte es el corazón y que cuando estaba seguro de haber alcanzado el límite de resistencia al dolor y la fatiga, recién estaba comenzando, podía dar más y más todavía, pero no lo suficiente. A la humillación de haber fracasado se sumó la actitud de profundo desprecio con que su padre recibió la noticia. Para ese hombre, hijo y nieto de militares, que se retiró de la Marina con rango de contralmirante, el que su hijo hubiera sido rechazado ratificaba la mala opinión que siempre tuvo de él. Miller y su padre nunca hablaron del tema, cada uno se encerró en un silencio taimado que habría de separarlos por casi una década.

En los cuatro años siguientes, Miller estudió computación, mientras entrenaba ferozmente para presentarse de nuevo a los navy seal; ya no se trataba de competir con su padre, sino de verdadera vocación, sabía lo que eso significaba y quería dedicarle su vida. En la universidad le fue bien, porque uno de sus profesores se interesó personalmente por él, lo ayudó a manejar la dislexia y su falta de atención y a superar su bloqueo con los estudios, le dio confianza en su capacidad intelectual y lo convenció de que se graduara antes de ingresar a la Marina. Ese hombre era Pedro Alarcón.

En 1995, cuando Miller logró su objetivo de ser un navy seal y el comandante le prendió al pecho su insignia en la Ceremonia del Tridente, a la primera persona que llamó para contárselo fue a su antiguo profesor. Había sobrevivido a la hell week y a eternos meses de duro entrenamiento en agua, aire y tierra, tolerando temperatura extremas, privado de sueño y descanso, forjado por la adversidad y el sufrimiento físico, fortalecido por lazos insolubles de camaradería, y había asumido el compromiso formal de vivir y morir como un héroe. En los dieciséis años siguientes, hasta que fue herido y dado de baja, vio muy poco a Alarcón, pero se mantuvieron en contacto. Mientras él andaba en misiones secretas en los sitios más peligrosos, el uruguayo fue contratado como profesor de Inteligencia Artificial en la Universidad de Stanford. Así se enteró Miller de que su viejo amigo era prácticamente un genio.

Pedro Alarcón aprobó entusiasmado la idea de su amigo de proveer de complejos sistemas de seguridad a las Fuerzas Armadas y opinó que para eso Miller necesitaría tener un pie en Washington y otro en Silicon Valley, único lugar donde se podía desarrollar ese tipo de tecnología. Miller alquiló una oficina a diez minutos del Pentágono, que habría de servirle de base, empacó sus escasas pertenencias y se trasladó con Atila a California. El uruguayo los esperaba en el aeropuerto de San Francisco, dispuesto a ayudarlo desde la sombra, ya que su pasado político era sospechoso.

***

Indiana conocía a grandes rasgos la historia de Miller, incluso la reconciliación con su padre, antes de que éste muriera, pero nada había oído de la misión en Afganistán, que él revivía en sus pesadillas. En el parque de las secoyas, vigilando el pollo, que se asaba con pasmosa lentitud en el aire húmedo del parque, él le contó los hechos de esa noche. Le explicó que matar de lejos, como en cualquier guerra moderna, es una abstracción, un juego de vídeo, no hay riesgo ni sentimientos, las víctimas carecen de rostro, pero en el combate en terreno se ponen a prueba el valor y la humanidad de cada soldado. La posibilidad real de morir o recibir horrendas heridas tiene consecuencias psicológicas y espirituales, es una experiencia única, imposible de transmitir con palabras, sólo la entiende quien ha vivido esa exaltación, mezcla de terror y regocijo. «¿Por qué peleamos? Porque es un instinto primitivo tan poderoso como el de supervivencia», le dijo Miller y agregó que después, en la vida civil, nada es comparable a la guerra, todo parece soso. La violencia no afecta sólo a las víctimas, también afecta a quien la inflige. Lo prepararon para morir y sufrir, podía matar, lo había hecho por años sin llevar la cuenta y sin remordimientos; también podía torturar si era necesario obtener información, pero prefería dejarle esa tarea a otros, a él le revolvía las tripas. Matar en la furia del combate o para vengar a un compañero era una cosa, en esos momentos no se piensa, se actúa a ciegas, impulsado por un odio tremendo, el enemigo deja de ser humano y nada tiene en común con uno. Pero matar civiles, mirándolos a la cara, mujeres, niños… eso era otra cosa.

A comienzos de 2006 los informes de Inteligencia señalaron que Osama bin Laden se ocultaba en la cadena de montañas de la frontera con Pakistán, donde Al-Qaida se había reagrupado después de la invasión americana. La región marcada en el mapa era demasiado vasta para intentar rastrillarla, cientos de cuevas y túneles naturales, inhóspitos montes habitados por grupos tribales, unidos por el islam y por el odio común a los americanos. Los marines habían realizado incursiones en ese paisaje abrupto y seco con pérdidas significativas, porque los combatientes musulmanes aprovechaban su conocimiento del terreno para emboscarlos.

¿Cuántos de esos humildes pastores de cabras, idénticos a sus antepasados de siglos atrás, eran en realidad combatientes? ¿En cuáles de esas casitas color tierra se ocultaban depósitos de armas? ¿Qué transportaban las mujeres bajo sus ropajes negros? ¿Qué sabían los niños? Mandaron a los navy seals, seguros de que Osama bin Laden estaba al alcance de la mano, con la misión secreta de matarlo, y si no lo hallaban, al menos impedir que la población siguiera ayudándolo y obtener información. El fin justificaba los medios, como siempre en la guerra. ¿Por qué esa aldea en particular? No le correspondía a Ryan Miller averiguarlo, sino cumplir la orden sin vacilar; los motivos o la legitimidad del ataque no le incumbían.

Lo recordaba en detalle, lo soñaba, lo revivía inexorablemente. Los navy seals y el perro avanzan sigilosos, las mandíbulas apretadas, con cuarenta y tres kilos a cuestas de protección corporal y equipo, incluyendo municiones, agua, comida para dos días, baterías, torniquetes y morfina, sin contar el arma ni el casco provisto de luz, cámara y audífonos. Llevan guantes y lentes de visión nocturna. Son los elegidos, destinados a las misiones más delicadas y peligrosas. Los habían lanzado de un helicóptero a tres kilómetros de distancia, respaldados por la fuerza aérea y un contingente de marines, pero en esos instantes están solos. Atila había saltado en su mismo paracaídas, abrazado a él mediante un arnés, con bozal, rígido, paralizado, ese salto al vacío es lo único que teme, pero apenas tocaron tierra estuvo listo para la acción.

El enemigo puede hallarse en cualquier parte, oculto en una de esas casas, en las cuevas de las montañas, detrás de ellos. La muerte puede llegar en muchas formas, una mina, un francotirador, un suicida con un cinturón de explosivos. Es la ironía de esta guerra: por una parte el ejército mejor entrenado y pertrechado del mundo, la fuerza aplastante del imperio más poderoso de la historia, y por otro unas tribus fanáticas dispuestas a defender su territorio como sea, a pedradas si faltan municiones. Goliat y David. El primero cuenta con insuperable tecnología y armamento, pero es un paquidermo trabado por el peso de todo lo que carga, mientras que su enemigo es liviano, ágil, astuto y conoce el país. Ésta es una guerra de ocupación, a la larga insostenible, porque no se puede someter a un pueblo rebelde indefinidamente. Es una guerra que se puede ganar a fuego en el terreno, pero destinada a fracasar en el aspecto humano y ambas partes lo saben, sólo es cuestión de tiempo. Los americanos evitan en lo posible el daño colateral, porque cuesta caro: con cada civil muerto y cada casa destruida aumenta el número de combatientes y el furor de la población. El enemigo es escurridizo, invisible, desaparece en las aldeas, mezclado con pastores y campesinos, demuestra un valor demente y los navy seals respetan el valor, también en ese enemigo.

***

Ryan Miller va adelante, con Atila a su lado. El perro lleva chaleco blindado, gafas especiales, audífonos para recibir instrucciones y una cámara en la cabeza para transmitir imágenes. Es un animal joven y juguetón, pero cuando tiene puesto el chaleco de servicio se transforma en una fiera acorazada, mitológica. No se sobresalta con el fuego de metralla, granadas o explosiones, sabe distinguir el ruido de las armas americanas de las del enemigo, el motor de un camión amigo y el de un helicóptero de rescate, está entrenado para detectar minas y emboscadas. No se mueve del lado de Miller, en caso de peligro inminente se apoya contra él para prevenirlo y si lo ve caer, lo protege a costa de la propia vida. Es uno de los dos mil ochocientos perros de combate del ejército americano en el Oriente Medio. Miller entiende que no debe tomarle afecto, Atila es un arma, es parte del material de combate, pero antes que nada es su camarada, se adivinan mutuamente el pensamiento, comen y duermen juntos. Miller lo bendice en silencio y le da un par de golpecitos en el cuello.

A Atila se le tensan los músculos del cuerpo, se le eriza el pelo, se le recoge el hocico y aparece entera su extraña dentadura con colmillos de titanio. Será el primero en cruzar el umbral, es carne de cañón. Avanza cauteloso y decidido, ahora sólo puede detenerlo la voz de Miller en los audífonos. Agachado, silencioso, invisible entre las sombras, Ryan Miller lo sigue abrazado a su M4, el arma más versátil en combate próximo. Ya no piensa, está preparado, su atención se fija en el objetivo, pero con los sentidos otea la periferia, sabe que sus compañeros se han dispersado en abanico en torno a la aldea para un asalto simultáneo. El enemigo, atacado por sorpresa, no alcanzará a darse cuenta de lo que ocurre, una acción relámpago.

La primera casa al sur le toca a Miller. En el resplandor pálido de la luna menguante la distingue apenas, chata, cuadrada, de tierra y piedra, integrada al terreno como una protuberancia natural del suelo. Lo sobresalta el balido de una cabra, que interrumpe por segunda vez la quietud de la noche. Está a diez metros de la puerta y se detiene, le parece oír el llanto de un niño, pero enseguida vuelve el silencio. Se pregunta cuántos terroristas se ocultan en esa vivienda de pastores, toma aire, llena los pulmones, le hace un gesto al perro, que lo mira atento detrás de sus gafas redondas, y ambos echan a correr hacia la casa. En el mismo instante sus compañeros irrumpen en la aldea entre gritos, estallidos, maldiciones. El navy seal suelta una ráfaga contra la puerta y enseguida la abre de una patada. Atila entra primero y se detiene, pronto a atacar, esperando instrucciones. Miller viene detrás, con sus lentes de visión nocturna, analiza la situación y calcula el espacio, la distancia de las paredes, el techo tan bajo que debe agacharse, registra automáticamente el suelo de tierra compacta, un brasero con restos de carbón, cacharros de cocina colgando encima de un fogón apagado, tres o cuatro taburetes de madera. La vivienda tiene una sola habitación y a primera vista parece vacía. Grita en inglés que no se muevan y Atila a su lado, gruñe. Todo sucede tan rápido, que después el hombre no podrá reconstruir lo ocurrido; en momentos inesperados surgirán imágenes dislocadas en su memoria con el impacto de puñetazos, en sus pesadillas volverá a vivir los sucesos de esa noche una y mil veces. Nunca podrá ordenarlos ni entenderlos.

El soldado vuelve a gritar en su idioma; percibe un movimiento a su espalda, se vuelve, aprieta el gatillo, una ráfaga, alguien cae con un gemido ahogado. Un súbito silencio sigue al estruendo anterior, una pausa terrible en la cual el soldado se sube las gafas y enciende su linterna, el rayo de luz barre la habitación, deteniéndose en un bulto en el suelo, Atila brinca hacia adelante y lo atrapa en sus fauces. Miller se aproxima, llama al perro y debe repetir la orden para que le obedezca y suelte a su presa. Patea ligeramente el cuerpo para cerciorarse de que ha muerto. Una pila de trapos negros, el rostro curtido de una mujer mayor, una abuela.

***

Ryan Miller maldice. Daño colateral, piensa, pero no está seguro: algo salió mal. Se dispone a retirarse, pero con el rabillo del ojo percibe algo en el otro extremo de la habitación, disimulado en la sombra, se vuelve rápidamente y su linterna revela a alguien agazapado contra la pared. Se enfrentan a pocos pasos de distancia, él le ordena a gritos que no se mueva, pero la persona se alza con un sonido ronco, como un sollozo, y él ve que tiene algo en la mano, un arma. No vacila, aprieta el gatillo y el impacto de las balas levanta al enemigo del suelo y su sangre le salpica la cara. Permanece inmóvil, esperando, con la sensación de hallarse muy lejos, observando la escena en una pantalla, indiferente. Y de pronto lo agobia una súbita fatiga y siente el sudor y el hormigueo en la piel que sigue a la descarga de adrenalina.

Por fin el soldado decide que ya no hay peligro, se acerca. Es una mujer joven. Las balas no le han tocado la cara, es joven y muy bella, con una masa de pelo ondulado y oscuro que se desparrama en torno a la cabeza, tiene los ojos abiertos, grandes ojos claros enmarcados por pestañas y cejas negras, viste una ligera túnica, parece ropa de dormir, está descalza y en el suelo, cerca de su mano abierta, hay un cuchillo ordinario de cocina. Bajo la túnica ensangrentada se distingue el vientre muy abultado y él comprende que está encinta. La mujer lo mira a los ojos y Miller ve que le quedan instantes de vida y que nada puede hacer por ella. Los ojos claros se nublan. El soldado siente la boca llena de saliva y se dobla tratando de controlar las náuseas.

Han transcurrido apenas dos o tres minutos entre el momento en que Miller pateó la puerta y todo concluyó. Debe seguir adelante, allanar el resto de la aldea, pero antes debe asegurarse de que no hay nadie más en la casa. Oye gruñir a Atila, lo busca con la linterna y se da cuenta que el perro está detrás del fogón, donde hay una pequeña cámara, un espacio sin ventanas, con paja en el suelo, que sirve de despensa de alimentos; ve trozos de carne seca ahumada colgando de unos ganchos, un saco de algún grano, tal vez arroz o trigo, un par de vasijas de aceite, y unos tarros de duraznos en almíbar, seguramente adquiridos de contrabando, porque son similares a los de la cantina de la base americana.

Atila está dispuesto a atacar y Miller le ordena retroceder, mientras examina con la luz las paredes irregulares de barro, luego separa con un pie la paja y comprueba que el suelo no es de tierra como el resto de la vivienda, sino de tablas. Supone que debajo puede haber cualquier cosa, desde explosivos hasta la entrada a una cueva de terroristas, y sabe que debe pedir refuerzos antes de seguir indagando, pero está alterado, y sin una intención clara pone una rodilla en el suelo y trata de soltar las tablas con una mano, aferrado a su M4 con la otra. No necesita forcejear mucho, tres de las tablas se desprenden juntas, es una portezuela.

Se levanta de un salto y apunta al hoyo, seguro de que alguien se oculta allí, gritando en inglés que salga, pero no hay respuesta; con el dedo en el gatillo dirige el rayo de la linterna y entonces los ve. Primero la niña, con un pañuelo amarrado en la cabeza, que lo mira con los mismos ojos de su madre, encogida en un hueco donde apenas cabe, luego al niño que sostiene en brazos, un bebé de uno o dos años, con un chupete en la boca. «Joder, joder, joder», murmura el soldado como una oración, y se arrodilla junto al hueco con una punzada en el pecho que apenas le permite respirar; adivina que la madre escondió a los niños y les ordenó quedarse quietos y mudos, mientras ella se preparaba para defenderlos con un cuchillo mellado de cocina.

El navy seal permanece de rodillas, atrapado en la mirada hipnótica de esa niña grave, que envuelve a su hermanito en un abrazo, protegiéndolo con su cuerpo. Ha oído toda clase de historias, el enemigo es despiadado, convierte a mujeres en terroristas suicidas y utiliza niños como escudos. Debe verificar si la niña y el bebé están bloqueando la entrada a un túnel o a un depósito de explosivos, debe obligarlos a salir del hoyo, pero no puede hacerlo. Por último se levanta, se lleva un dedo enguantado a los labios para indicarle a la niña que guarde silencio, cierra la tapa, la cubre con paja y sale tambaleándose.

***

La misión en la aldea de Afganistán fue un fracaso, pero aparte de los americanos y los afganos sobrevivientes, nadie se enteró. En el caso de que ese lugar remoto hubiera sido un nido de terroristas, alguien debió haberles avisado con tiempo y pudieron desmantelar las instalaciones y desaparecer sin dejar huellas. No se hallaron armas ni explosivos, pero el hecho de que sólo hubiera ancianos, mujeres y niños se consideró prueba suficiente de que las sospechas de la CIA eran justificadas. El asalto dejó un saldo de cuatro heridos afganos, uno de gravedad, y las dos mujeres muertas en la primera casa. Oficialmente el ataque a la aldea nunca ocurrió, no se llevó a cabo ninguna investigación y si alguien hubiera preguntado, la hermandad de los navy seals habría ofrecido una sola versión, pero nadie lo hizo. Ryan Miller habría de cargar solo con el peso de sus acciones; sus compañeros no le pidieron explicaciones, partiendo de la base que hizo lo indicado dadas las circunstancias y disparó en defensa propia o por precaución. «Los otros tomaron la aldea con un mínimo de daño, sólo yo perdí el control», le confesó Miller a Indiana. Sabía que el combate es caótico, los riesgos son inmensos. Podía ser herido, terminar con daño cerebral o inválido, morir peleando, ser apresado por el enemigo, torturado y ejecutado, carecía de ilusiones respecto a la guerra, no había entrado en esa profesión pensando en el uniforme, las armas y la gloria, sino por vocación. Estaba preparado para morir y matar, orgulloso de pertenecer a la nación más espléndida de la historia. Jamás había sentido flaquear su lealtad, tampoco había cuestionado las instrucciones recibidas ni los métodos empleados para obtener la victoria. Asumía que tendría que matar civiles, era inevitable, en cualquier guerra moderna perecían diez civiles por cada soldado; en Irak y Afganistán la mitad del daño colateral era causado por ataques terroristas y la otra mitad por fuego americano. Sin embargo, el tipo de misión que le había tocado a su equipo nunca había incluido enfrentamiento con mujeres y niños desarmados.

Después de esa noche en la aldea, Miller no tuvo tiempo de analizar lo ocurrido, porque de inmediato su grupo fue enviado en otra misión, esta vez en Irak. Barrió esos sucesos al rincón más polvoriento y olvidado de la mente y siguió con su vida. La niña de los ojos verdes no habría de penarle hasta un año más tarde, cuando despertó de la anestesia en un hospital de Alemania y ella estaba sentada en una silla metálica, silenciosa y seria, con su hermanito en el regazo, a pocos pasos de su cama.

Indiana Jackson lo escuchó tiritando bajo su poncho en la fría humedad del bosque, sin hacer preguntas, porque durante el relato ella también estuvo en esa aldea aquella noche, entró a la casa detrás de Miller y Atila, y una vez que ellos se fueron se metió en el hueco bajo las tablas y se quedó con los niños, abrazándolos hasta que terminó el asalto y vinieron otras mujeres, recogieron los cuerpos de la abuela y la madre, los llamaron y los buscaron hasta que dieron con ellos y pudieron extraerlos de su refugio y comenzar el largo duelo por los muertos. Todo ocurre simultáneamente, no existe el tiempo, no hay límites en el espacio, somos parte de la unidad espiritual que contiene las almas que se encarnaron antes, las de ahora y las de mañana, todos somos gotas del mismo océano, se repitió calladamente, como tantas veces lo había dicho y lo había sentido en la meditación. Se volvió hacia Miller, sentado a su lado en el tronco, con la cabeza gacha, y vio que tenía las mejillas húmedas con las primeras gotas de lluvia o tal vez de lágrimas. Estiró la mano para secárselas en un gesto tan íntimo y triste, que el hombre suspiró con un quejido.

—Estoy jodido, Indi, jodido por dentro y por fuera. No merezco el amor de nadie y menos el tuyo.

—Si crees eso, estás más jodido de lo que piensas, porque lo único que va a sanarte es el amor, siempre que le des cabida. Tú eres tu propio enemigo, Ryan. Empieza por perdonarte, si no te perdonas vas a vivir siempre prisionero del pasado, castigado por la memoria, que siempre es subjetiva.

—Lo que hice es real, no es subjetivo.

—Es imposible cambiar los hechos, pero puedes cambiar tu forma de juzgarlos —dijo Indiana.

—Te quiero tanto que me duele, Indi. Me duele aquí, en el centro del cuerpo, como si una lápida me aplastara el pecho.

—El amor no duele, hombre. Eso que te aplasta son heridas de guerra, remordimientos, culpa, todo lo que has visto y has tenido que hacer, nadie sale ileso de una experiencia así.

—¿Qué voy a hacer?

—De partida, vamos a dejar que los cuervos se coman este pollo, que sigue crudo, y nosotros nos iremos a la cama a hacer el amor. Eso siempre es buena idea. Estoy congelada y empieza a llover en serio, necesito estar arropada en tus brazos. Enseguida vas a dejar de correr, Ryan, porque no se puede escapar de ciertos recuerdos, siempre te alcanzan, debes reconciliarte contigo mismo y con la niñita de ojos verdes, llámala para que venga a oír tu historia, pídele perdón.

—¿Llamarla? ¿Cómo?

—Con el pensamiento. Y de paso puedes llamar también a su madre y su abuela, que deben de andar por aquí, flotando entre las secoyas. No sabemos cómo se llama esa niña, pero sería más fácil hablarle si tuviera nombre. Digamos que se llama Sharbat, como la muchacha de ojos verdes que salió en aquella famosa portada del National Geographic.

—¿Qué le puedo decir? Sólo existe en mi cabeza, Indi. No puedo olvidarla.

—Ella tampoco puede olvidarte a ti, por eso viene a visitarte. Imagínate lo que fue esa noche para ella, agazapada en un hoyo, temblando de terror ante un extraterrestre gigantesco y una fiera monstruosa dispuestos a destrozarla. Y después vio a su madre y su abuela ensangrentadas. Nunca podrá exorcizar esas imágenes terribles sin tu ayuda, Ryan.

—¿Cómo voy a ayudarla? Eso pasó hace varios años, al otro lado del mundo —dijo él.

—Todo está conectado en el universo. Olvídate de las distancias y del tiempo, haz cuenta que todo sucede en un presente eterno, en este mismo bosque, en tu memoria, en tu corazón. Habla con Sharbat, pídele perdón, explícale, dile que irás a buscarla a ella y a su hermanito y tratarás de ayudarlos. Diles que si no los encuentras, ayudarás a otros niños como ellos.

—Tal vez no pueda cumplir esa promesa, Indi.

—Si tú no puedes, entonces iré yo por ti —replicó ella y tomándole la cara a dos manos lo besó en la boca.