Martes, 14
A las veinticuatro horas de haber terminado su relación con Indiana, Alan Keller se enfermó y estuvo más de dos semanas con las tripas revueltas y una cagatina comparable a la que había sufrido varios años atrás en un viaje al Perú, cuando temió que le hubiera caído encima una maldición de los incas por apoderarse de tesoros precolombinos en el mercado negro y sacarlos del país de contrabando. Canceló sus compromisos sociales, no pudo escribir su crítica de la exposición del Museo de la Legión de Honor —culto a la belleza en la era victoriana— y tampoco se despidió de Geneviève van Houte antes de que ella partiera a Milán a los desfiles de moda de la temporada. Bajó cuatro kilos y ya no se veía esbelto, sino demacrado. Su estómago sólo soportaba caldo de pollo y gelatina, andaba tambaleándose y sus noches eran un suplicio por el insomnio si no tomaba somníferos, o por horrendas pesadillas, si los tomaba.
Las pastillas lo dejaban en un estado agónico en que se veía atrapado en el tríptico del Jardín de las Delicias de Hieronymus Bosch, que lo había hipnotizado en el Museo del Prado en su juventud y había memorizado en detalle, porque fue tema de uno de sus mejores artículos para la revista American Art. Allí estaba él, entre las criaturas fantásticas del holandés, copulando con bestias ante la mirada hostil de Indiana, torturado con tenedores por su banquero, devorado de a poco por sus hermanos, ridiculizado sin piedad por Geneviève, hundido en excremento, escupiendo escorpiones. Cuando se le pasaba el efecto de las pastillas y lograba despertar, las imágenes del sueño lo perseguían durante el día. No tuvo dificultad para interpretarlas, eran obvias, pero eso no lo libró de ellas.
Cien veces se sorprendió con el teléfono en la mano para llamar a Indiana, con la certeza de que ella correría a socorrerlo, no por haberlo perdonado ni por amor, sino por su congénita necesidad de ayudar a quien lo necesitara, pero logró resistir el impulso. No estaba seguro de nada, ni siquiera de haberla amado. Aceptó el sufrimiento físico como una purga y una expiación, asqueado de sí mismo, de su cobardía para evitar riesgos, de su mezquindad con los sentimientos, de su egoísmo. Se examinó a fondo y a solas, sin poder recurrir a su psiquiatra, porque éste andaba de peregrinación por antiguos monasterios del Japón, y llegó a la conclusión de que había malgastado cincuenta y cinco años en frivolidades, sin comprometerse a fondo con nada ni con nadie. Se había farreado la juventud sin alcanzar ninguna madurez emocional, seguía examinándose el ombligo como un crío, mientras su cuerpo se deterioraba inexorablemente. ¿Cuánta vida le quedaba? Ya había consumido sus mejores años y los restantes, aunque fuesen treinta, serían de inevitable decadencia.
La mezcla de antidepresivos, somníferos, analgésicos, antibióticos y caldo de pollo finalmente surtió efecto y empezó a recuperarse. Todavía andaba tembloroso y con un resabio de huevo podrido en la boca, cuando su familia lo citó para tomar decisiones, como fue informado. Era una novedad de mal agüero, porque jamás lo consultaban para nada. Coincidió con la fiesta de San Valentín, día de los enamorados, que durante cuatro años él le había dedicado a Indiana y ahora no tenía con quién compartir. Supuso que la convocatoria se debía a sus deudas recientes, que de algún modo llegaron a oídos de su familia. Aunque había actuado con sigilo, su hermano supo que había mandado los cuadros de Botero a la galería Marlborough en Nueva York para venderlos. Necesitaba dinero; por eso había hecho evaluar sus jades y así descubrió que valían mucho menos de lo que pagó por ellos; de los mal habidos huacos de los incas ni hablar, sería muy arriesgado tratar de venderlos.
***
El consejo de familia se llevó a cabo en la oficina de su hermano Mark, en el último piso de un edificio en pleno distrito financiero, con vista panorámica de la bahía, un santuario de muebles macizos, alfombras peludas y grabados de columnas griegas, símbolos de la solidez marmórea de ese bufete de abogados, que cobraban mil dólares por hora. Vio a su padre, Philip Keller, tembloroso, encogido y con un mapa de manchas en la piel, vestido de capitán de yate, la sombra del patriarca autoritario que una vez fue; su madre, Flora, con la expresión de inmutable sorpresa que suele otorgar la cirugía plástica, pantalones de cuero acharolado, pañuelo de Hermés para disimular los pliegues del cuello y una sonajera inacabable de pulseras de oro; su hermana Lucille, elegante, flaca y con cara de hambre, como un perro afgano, acompañada por su marido, un tonto solemne que sólo abría la boca para asentir; y finalmente Mark, sobre cuyos hombros de hipopótamo descansaba el pesado fardo de la dinastía Keller.
Alan entendía perfectamente que su hermano mayor lo detestara: él era alto, guapo, con una desafiante cabellera salpicada de canas, atraía a las mujeres, era simpático y culto, mientras que al desafortunado Mark le tocaron los genes horrorosos de algún antepasado remoto. Por todo eso Mark lo odiaba, pero sobre todo porque se había partido el lomo trabajando durante una vida para incrementar el patrimonio familiar, ya que Alan lo único que había hecho era desangrarlo, como farfullaba cuando se le presentaba la ocasión.
En la sala donde se juntó la familia, en torno a una pomposa mesa de caoba pulida como espejo, flotaba un olor a desodorante ambiental de pino mezclado con el persistente perfume Prada de la señora Keller, que revolvió el estómago convaleciente de Alan. Para evitar dudas sobre su posición en la familia, Mark se instaló a la cabecera en un sillón de respaldo alto, con varias carpetas por delante, y puso a los demás en sillas menos dramáticas a ambos lados de la mesa, frente a sendas botellas de agua mineral. Alan pensó que los años, el dinero y el poder habían acentuado el aspecto simiesco de su hermano y ningún sastre, por excelente que fuese, podría disimularlo. Mark era el heredero natural de varias generaciones de hombres con visión financiera y miopía emocional, a quienes la dureza y falta de escrúpulos les marcaba la cara con arrugas de mal carácter y un gesto de permanente arrogancia.
En la infancia, cuando temblaba ante su padre y todavía admiraba a su hermano mayor, Alan quiso ser como ellos, pero esa idea desapareció en la adolescencia, apenas comprendió que estaba hecho de un material distinto y más noble. Años antes, en la fiesta de gala con que los Keller conmemoraron los setenta años de Flora, Alan aprovechó que ella había bebido más de la cuenta y se atrevió a preguntarle si Philip Keller era realmente su padre. «Puedo asegurarte que no eres adoptado, Alan, pero no me acuerdo de quién es tu papá», le contestó su madre, entre hipos y risillas sofocadas.
Mark y Lucille, hartos de soportar los caprichos del menor de la familia, se habían puesto de acuerdo antes de la reunión para apretarle las clavijas de forma definitiva a Alan —los padres fueron invitados sólo para hacer bulto— pero les flaqueó la resolución ante el estado lamentable en que éste se presentó, pálido, desgreñado y con ojeras de Drácula.
—¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo? —le ladró Mark.
—Tengo hepatitis —respondió Alan, por decir algo y porque así de mal se sentía.
—¡Era lo que nos faltaba! —exclamó su hermana, elevando los brazos al cielo.
Pero como los hermanos no eran totalmente desalmados, les bastó intercambiar una mirada y levantar la ceja izquierda, un tic de familia, para decidirse a suavizar un poco su estrategia. El cónclave resultó humillante para Alan, no podía ser de otro modo. Mark comenzó por desahogarse acusándolo de ser una sanguijuela, un playboy, un mantenido que vivía de lo prestado, sin ética de trabajo ni dignidad, y advertirle que la paciencia y los recursos de la familia habían alcanzado su límite. «Basta», dijo, en tono terminante, con una elocuente palmada sobre las carpetas. Sus recriminaciones, intercaladas por intervenciones oportunas de Lucille, duraron unos veinte minutos, en los que Alan se enteró de que las carpetas contenían el detalle de cada céntimo malgastado por él, cada préstamo recibido, cada negocio frustrado, en orden cronológico y debidamente certificados. Por décadas Alan había firmado pagarés convencido de que eran mero formulismo y que Mark los olvidaría con la misma facilidad con que a él se le borraban de la cabeza. Subestimó a su hermano.
En la segunda parte de la reunión, Mark Keller expuso las condiciones que había improvisado con Lucille en el silencioso acuerdo de cejas levantadas. En vez de insistir en que Alan vendiera el viñedo para aplacar a sus acreedores, como era el plan original, admitió el hecho irrefutable de que el valor de la propiedad había disminuido drásticamente desde el colapso económico de 2009 y ése era el momento menos favorable para venderla. En cambio, él la reclamó como colateral para sacar a Alan de sus apuros por última vez. Antes que nada, dijo, Alan debía cancelar su deuda fiscal, que podía conducirlo a la cárcel, lo cual sería un escándalo absolutamente inaceptable para los Keller. Enseguida Mark anunció la intención de deshacerse de la propiedad de Woodside, lo cual sorprendió tanto a Philip y Flora Keller, que no alcanzaron a reaccionar para disentir. Mark explicó que una firma financiera deseaba edificar dos torres residenciales en ese terreno y, dado el desastroso estado del mercado de bienes raíces, no podían rechazar esa generosa oferta. Alan, que había intentado por años librarse de aquel vetusto caserón y echarse al bolsillo la parte correspondiente, escuchó de pie frente al ventanal, admirando el panorama de la bahía con fingida indiferencia.
***
La oveja negra de la familia captó plenamente el desprecio y el resentimiento profundo que sus hermanos sentían por él, así como el alcance de su condena: lo marginaban de la familia, un concepto nuevo e insospechado. Le arrebataban su posición y su bienestar económico, sus influencias, conexiones y privilegios; de un empujón lo relegaban a los palos inferiores del gallinero social. Esa mañana, en menos de una hora y sin que mediara una catástrofe, como una guerra global o el impacto de un meteorito, él había perdido aquello que estimaba ser su derecho por nacimiento.
Alan notó, extrañado, que en vez de estar furioso con sus hermanos o angustiado por el futuro, sentía cierta curiosidad. ¿Cómo sería formar parte de la inmensa masa humana que Geneviève van Houte llamaba la gente fea? Recordó una cita que él mismo usó en uno de sus artículos, refiriéndose a un aspirante a artista, uno de ésos con gran ambición y poco talento: a cada uno le llega el momento de alcanzar su nivel de incompetencia. Se le ocurrió que al salir de la oficina de su hermano tendría que valerse solo y aterrizaría de narices en su propio nivel de incompetencia.
En conclusión, estaba arruinado. La venta de Woodside podía tardar un tiempo y, en todo caso, no le tocaría nada, porque su familia le descontaría el dinero que le había dado a lo largo de su vida, que él llamaba adelantos a su herencia, pero el resto de los Keller consideraba préstamos. Nunca había llevado la cuenta de esas deudas, pero estaban inmortalizadas en las carpetas que en ese momento Mark aplastaba con su gruesa mano de albañil. Supuso que sobreviviría con la venta de sus obras de arte, aunque resultaba difícil calcular cuánto tiempo, porque tampoco llevaba la cuenta de sus gastos. Con suerte obtendría un millón y medio por los Boteros, considerando la comisión de la galería; los pintores latinoamericanos estaban de moda, pero jamás convenía vender en un apuro, como era su caso. Debía mucho dinero a los bancos —el viñedo había sido un capricho caro— y a otros acreedores menores, desde su dentista hasta un par de anticuarios, sin contar las tarjetas de crédito. ¿Cuánto sumaba todo eso? Ni idea. Mark le aclaró que debía desocupar Woodside de inmediato y esa casa, que una hora antes Alan detestaba, ahora le provocaba cierta nostalgia. Pensó, resignado, que al menos no pasaría por la humillación de pedir alojamiento a terceras personas, podía instalarse en el viñedo de Napa por unos meses, hasta que Mark se apoderara de él.
Besó a su madre y a Lucille en las mejillas y se despidió de su hermano y su padre con palmadas en los hombros. Al salir del ascensor y asomarse a la calle, Alan comprobó que en esa hora decisiva el invierno había retrocedido y brillaba en San Francisco un sol de otros climas. Se fue al Clock Bar del hotel Westin St. Francis a tomar un whisky, el primero desde que cayera enfermo, que mucha falta le hacía; el alcohol lo reanimó, despejando dudas y temores. Se peinó con los dedos, contento de tener tan buen pelo, y enderezó los hombros, sacudiéndose un tremendo peso de encima, porque ya no dependía de sus hermanos, había concluido el malabarismo con tarjetas de crédito, la obsesión por salvar las apariencias y el deber de velar por la respetabilidad de su apellido. Su castillo de naipes se había desmoronado y él pasaba a formar parte del montón, pero estaba libre. Se sintió eufórico, liviano y más joven. Sólo Indiana le hacía falta, pero ella también pertenecía al pasado, a lo que se llevó la tormenta.