Sábado, 4

Bob Martín no tenía horario y a veces trabajaba dos días seguidos sin dormir. Para él no existían feriados ni vacaciones, pero se las arreglaba para estar con su hija el mayor tiempo posible durante los fines de semana que le correspondían con ella. En semanas alternas, su ex suegro dejaba a la chica en su apartamento o en su oficina el viernes por la noche, después de que ella hubiera cenado con su madre, luego la recogía el domingo para llevarla al internado, en caso de que él no pudiera hacerlo. Desde su divorcio, quince años atrás, había acarreado tantas veces con su hija a la escena de algún delito, por no tener con quién dejarla, que toda la policía de San Francisco la conocía. Lo más cercano a una amiga que la chica tenía era Petra Horr, a quien le sonsacaba la información policial que él trataba de ocultarle. Según Indiana, él era culpable del morboso interés por el crimen que manifestaba la niña, pero Bob creía que se trataba de una vocación de nacimiento; Amanda terminaría siendo abogada, investigadora, policía, o en el peor de los casos, delincuente. Triunfaría a ambos lados de la ley. Ese sábado, le había permitido dormir hasta tarde, mientras él iba al gimnasio y a dar una vuelta por su oficina, luego la recogió al mediodía para llevarla a comer a su lugar favorito, el Café Rossini, donde se hartaba de carbohidratos y azúcar. Ése era otro punto de controversia con Indiana.

Amanda lo esperaba vestida con un sarong enrollado en el cuerpo en forma poco tradicional y con chanclas. Como él le hizo ver que estaba lloviendo, se puso una bufanda y un gorro boliviano de lana que le tapaba las orejas con dos trenzas multicolores. La chiquilla acomodó a Salve-el-Atún en un bolso de Guatemala, regalo de Elsa Domínguez, donde habitualmente transportaba a la gata. El animalito era de una discreción admirable: acurrucado en la bolsa, podía aguantar horas sin chistar en sitios que le estaban vedados. En el Café Rossini, todos menos el dueño conocían el contenido del bolso, pero Danny D’Angelo les había advertido que si denunciaban a Salve-el-Atún se las tendrían que ver con él. El mesero los recibió con su habitual exageración y no necesitó preguntar qué iban a comer, porque siempre era lo mismo: omelette de queso y café para el inspector, selección de pastelería y un tazón de chocolate caliente con un cerro de crema para la hija. Les trajo el pedido y se excusó por no poder conversar con ellos un rato; el local estaba lleno y había gente en la calle esperando mesa, como ocurría los fines de semana.

—El abuelo vio el informe de la autopsia de Richard Ashton, papá. Tú no me dijiste nada de la esvástica. ¿Sabes algo más sobre el caso que no me hayas contado?

—Para tu tranquilidad, hija, la belleza de Ayani no ha interferido con mi olfato de policía, como temías. Ayani encabeza la lista de sospechosos. La hemos interrogado a fondo y también a los empleados de la casa. La novedad es que aparecieron los calcetines perdidos.

—¡No me digas!

—Sí, de la forma más extraña. Fíjate que la señora Ashton recibió por correo un paquete con un libro y los calcetines de su marido. El paquete pasó por muchas manos en el correo, pero el contenido no tiene huellas digitales, fue manipulado con guantes o bien lo limpiaron meticulosamente.

—¿Qué clase de libro? —preguntó la chica.

—Una novela, El lobo estepario, del autor suizo-alemán Hermann Hesse, un clásico publicado en 1928, anterior al nazismo. Uno de los psicólogos del Departamento lo está estudiando en busca de alguna clave, que debe de existir. Si no, ¿para qué se lo iban a enviar a Ayani?

—¿Crees que una sola persona puede haber cometido los tres crímenes?

—¿A cuáles te refieres?

—Los únicos interesantes que tenemos entre manos, papá: Staton, los Constante y Ashton.

—¡Qué dices, chiquilla! No tienen nada en común.

—Los tres ocurrieron en San Francisco.

—Eso no significa nada. Los asesinos en serie escogen siempre al mismo tipo de víctima, en general tienen una motivación sexual y repiten su método. En estos crímenes las víctimas son muy diferentes, el modo de operar varía y el arma usada tampoco es la misma. Tengo a todo el Departamento investigándolos.

—¿Separadamente? Alguien debería verlos en conjunto.

—Ése soy yo. Pero estos casos no están ligados, Amanda.

—Hazme caso y no pierdas de vista la posibilidad de un asesino en serie, papá. Este tipo de crimen es muy raro.

—En eso tienes razón. La mayoría de los homicidios que nos toca resolver son por disputas entre pandilleros, riñas, drogas. El último asesino en serie de por aquí es Joseph Nasso, acusado de matar mujeres entre 1977 y 1994. Tiene setenta y ocho años, lo van a juzgar en el condado de Marin.

—Sí, tengo todo eso en mi archivo. Nasso rechazó un abogado, va a defenderse solo. No se arrepiente de lo que hizo, está orgulloso —dijo Amanda—. Si estos homicidios fueron cometidos por la misma persona, creo que también está orgulloso y dejó señales o pistas para marcar su territorio.

—¿Eso dice el manual? —se burló el inspector.

—Espera, lo tengo aquí —dijo ella, leyéndole la información que encontró en su móvil—. Escucha: en general los asesinos en serie en Estados Unidos son hombres blancos, entre veinticinco y treinta y cinco años, aunque también hay de otras razas, de clase media o baja, actúan solos, buscan gratificación psicológica, han sufrido de negligencia o abuso sexual y emocional en la infancia, han tenido problemas con la ley, como robo o vandalismo. Son pirómanos y sádicos, torturan animales. Tienen baja autoestima, carecen por completo de empatía hacia sus víctimas, es decir, son psicópatas. A veces son locos que sufren alucinaciones, creen que Dios o el Diablo los ha mandado a eliminar homosexuales, prostitutas o gente de otra raza o religión. La motivación sexual, a la que te referiste, incluye tortura y mutilación de las víctimas, eso les da placer. Por ejemplo, Jeffrey Dahmer pretendía convertir los cadáveres de los hombres y los muchachos que asesinaba en zombis, les perforaba el cráneo y les echaba ácido, incluso practicaba canibalismo para…

—¡Basta, Amanda! —exclamó Bob Martín, lívido.

—Una sola cosa más, papá…

—¡No! Ya sé todo eso, lo estudiamos en la Academia, pero a ti no te incumbe.

—Por favor, óyeme. Hay algo que no me calza. La mayoría de los asesinos en serie tienen bajo coeficiente intelectual y poca educación. Yo creo que en este caso el tipo es brillante.

—También podría ser una mujer, aunque no es frecuente —dijo Bob Martín.

—Muy cierto, podría ser mi madrina.

—¿Celeste? —preguntó su padre, sorprendido.

—Para cumplir su profecía y probar que los astros no se equivocan —argumentó la chica con un guiño.

***

El inspector jefe esperaba que esa obsesión de su hija por el crimen pasaría pronto, como había pasado la de dragones, calabozos y vampiros. Eso aseguraba la psicóloga Florence Levy, que había atendido a Amanda en la infancia y a quien él acababa de consultar por teléfono. Según ella, era sólo otra manifestación de la curiosidad insaciable de la niña, otro de sus juegos intelectuales. Como padre, le preocupaba ese nuevo pasatiempo de Amanda, pero como detective comprendía mejor que nadie la fascinación por el crimen y la justicia.

Indiana sostenía que no hay «bueno» ni «malo»; la maldad es una distorsión de la bondad natural, una expresión del alma enferma. Para ella el sistema judicial era una forma de venganza colectiva con la que la sociedad castigaba a los transgresores, los encarcelaba y tiraba lejos la llave, sin intentar redimirlos, aunque admitía de mala gana que existían algunos criminales incurables a quienes había que encerrar para evitar que hicieran daño a otras personas. La ingenuidad de su ex mujer lo exasperaba. En teoría a él no deberían importarle las tonterías que ella pudiera discurrir, pero plantaba sus ideas absurdas en la cabeza a Amanda y no la protegía como se debía, ni siquiera tomaba las precauciones mínimas de cualquier madre normal. Indiana seguía siendo la misma niña romántica que se enamoró de él a los quince años. Cuando nació Amanda ambos eran un par de mocosos, pero desde entonces él había madurado, adquirido experiencia, se había curtido, se había convertido en un hombre admirable en algunos aspectos, como decía Petra Horr cuando se tomaba más de dos cervezas; en cambio Indiana seguía estancada en una pubertad eterna.

En mi profesión me toca ver demasiados horrores, pensaba, qué ilusión puedo tener respecto a los seres humanos, son capaces de cometer las peores atrocidades, hay poca gente decente en este jodido mundo, con razón las cárceles están llenas a reventar, aunque es cierto que la carne de prisión son los pobres, drogadictos, alcohólicos y delincuentes de poca monta, mientras que los mafiosos, los especuladores, las autoridades corruptas y, en fin, la flor y nata del crimen a gran escala, a ésos rara vez les echan el guante, para qué me voy a engañar, pero igual debo hacer mi trabajo; ciertos delitos me sacan de quicio, me dan ganas de hacer justicia por mi propia mano, pedofilia, prostitución infantil, tráfico humano y para qué hablar de violencia doméstica. ¿Cuántas mujeres he visto asesinadas por amantes o maridos? ¿Cuántos niños golpeados, violados, abandonados? Y cada vez hay menos seguridad en las calles de San Francisco. Las prisiones son el negocio privado más rentable de California y sin embargo el delito va en aumento. Para Indiana eso es prueba definitiva de que el sistema no funciona, pero ¿cuál es la alternativa? Sin ley y orden reinaría el terror en la sociedad. Miedo. La raíz de la violencia es el miedo. Supongo que existen algunos seres que han alcanzado un estado superior de conciencia, como el Dalai Lama, y nada temen, pero yo no conozco a ninguno y creo que vivir sin miedo es estúpido, el colmo de la imprudencia. No digo que el Dalai Lama sea estúpido, por supuesto, sus razones tendrá ese santo monje para andar siempre sonriendo, pero yo, como padre y policía, estoy plenamente consciente de la violencia, la perversidad y el vicio y debo preparar a mi hija para eso. ¿Cómo hacerlo sin destruir su inocencia?

Pero a ver, seamos realistas, concluyó. ¿De cuál inocencia estoy hablando? A los diecisiete años Amanda estudia con detalle horrendos asesinatos, como si planeara cometerlos.