Sábado, 7

Los jugadores de Ripper, incluyendo a Kabel, quien era sólo un humilde esbirro bajo las órdenes de su ama, sin voz en el juego, se habían puesto de acuerdo para juntarse por Skype y a la hora precisa se encontraron frente a sus pantallas, con los dados y naipes reglamentarios en manos de la maestra. Eran las ocho de la tarde para Amanda y Kabel en San Francisco y para Sherlock Holmes en Reno, las once de la noche para sir Edmond Paddington en New Jersey y Abatha en Montreal, y las cinco de la tarde del día siguiente para Esmeralda, que vivía en el futuro, en Nueva Zelanda. Al principio sólo se comunicaban a través de un chat privado en internet, pero cuando empezaron a investigar los crímenes propuestos por Amanda Martín, optaron por la videoconferencia. Estaban tan familiarizados con los personajes creados por cada uno, que antes de comenzar solía producirse una pausa de asombro al verse las caras. Era difícil reconocer a la tumultuosa gitana Esmeralda en aquel chico en silla de ruedas, al célebre detective de Conan Doyle en el niño negro con una gorra de béisbol, y al coronel de las antiguas colonias inglesas en el esmirriado adolescente con acné y agorafobia encerrado en su cuarto. Sólo la muchacha con anorexia de Montreal se parecía a Abatha, la psíquica, un ser esquelético, más espíritu que materia. Los chicos saludaron por turnos a la maestra del juego y le plantearon sus inquietudes sobre la sesión anterior, en que había adelantado muy poco en el caso de Ed Staton.

—Veamos qué hay de nuevo sobre «el crimen del bate fuera de lugar» antes de hablar de los Constante —propuso Amanda—. Según mi papá, Ed Staton no se defendió, no había rastros de lucha ni hematomas en el cadáver.

—Eso puede indicar que conocía al asesino —dijo Sherlock Holmes.

—Pero no explica que Staton estuviera de rodillas o sentado cuando recibió el tiro en la cabeza —dijo la maestra.

—¿Cómo sabemos eso? —preguntó Esmeralda.

—Por el ángulo de entrada de la bala. Le dispararon muy cerca, a unos cuarenta centímetros; la bala quedó dentro del cráneo, no hay orificio de salida. El arma era una pequeña pistola semiautomática.

—Es muy común, compacta, fácil de disimular en un bolsillo o en una cartera de mujer; no es un arma seria. Un criminal curtido usa normalmente armas más letales que ésa —intervino el coronel Paddington.

—Así será, pero le sirvió para eliminar a Staton. Después el asesino lo colocó de través sobre el potro de gimnasia… y ya sabemos qué hizo con el bate de béisbol.

—No sería fácil bajarle los pantalones y subir el cuerpo al potro. Staton era alto y pesado. ¿Por qué lo hizo? —preguntó Esmeralda.

—Un mensaje, una clave, una advertencia —susurró Abatha.

—El bate es un arma corriente. Según las estadísticas, se emplea con frecuencia en casos de violencia doméstica —anotó el coronel Paddington con su pretencioso acento británico.

—¿Por qué el asesino llevó un bate en vez de usar uno de la escuela? —insistió Esmeralda.

—No sabía que en el gimnasio había bates y llevó el que tenía en su casa —sugirió Abatha.

—Eso indicaría una conexión del asesino con Arkansas, o bien se trata de un bate especial —intervino Sherlock.

—¿Permiso para hablar? —pidió Kabel.

—Adelante —dijo la maestra del juego.

—Era un bate común de aluminio, de ochenta centímetros de largo, el tipo que usan estudiantes de secundaria de catorce a dieciséis años. Liviano, fuerte, durable.

—El misterio del bate de béisbol… —murmuró Abatha—. Intuyo que el asesino lo escogió por razones sentimentales.

—¡Ja! ¡Así es que nuestro hombre es un sentimental! —se burló sir Edmond Paddington.

—Nadie practica sodomía por motivos sentimentales —dijo Sherlock Holmes, el único que evitaba eufemismos.

—¿Qué sabes tú de eso? —le preguntó Esmeralda.

—Depende del sentimiento —intervino Abatha.

Los siguientes quince minutos se les fueron discutiendo diversas posibilidades, hasta que la maestra consideró que bastaba de Ed Staton, debían investigar «el doble crimen del soplete», como lo había bautizado, ocurrido el 10 de noviembre del año anterior. Enseguida le ordenó a su esbirro que planteara los hechos. Kabel les leyó sus notas y agregó los adornos necesarios para enriquecer el relato, como buen aspirante a escritor.

En ese escenario, los muchachos comenzaron a jugar. Todos estuvieron de acuerdo en que Ripper había evolucionado a algo mucho más interesante que el juego original y no podían verse limitados por las decisiones de los dados y los naipes, que antes determinaban los movimientos. Decidieron abocarse simplemente a la solución de los casos mediante lógica, excepto Abatha, quien estaba autorizada para emplear métodos psíquicos. Tres de los jugadores se dedicarían al análisis de los homicidios, Abatha recurriría a los espíritus, Kabel investigaría y Amanda se encargaría de coordinar el esfuerzo de los demás y planear la acción.

***

A diferencia de su nieta, que no veía a Alan Keller con buenos ojos, Blake Jackson lo apreciaba y tenía la esperanza de que su aventura amorosa con Indiana llegara al matrimonio. A su hija le vendría bien algo de estabilidad, pensaba, necesitaba un hombre prudente que la cuidara y protegiera, en pocas palabras, otro padre, porque él no iba a durarle eternamente. Keller era sólo nueve años menor que él y seguramente tenía algunas manías que se irían acentuando en la vejez, como le ocurre a todo el mundo, pero comparado con otros hombres del pasado de Indiana, podía ser calificado de príncipe azul. De partida, era el único con quien él podía mantener una conversación de corrido sobre libros o cualquier aspecto de la cultura, los anteriores habían sido todos del tipo atlético, músculos de toro y cerebro del mismo animal, empezando por Bob Martín. Su hija no era gusto de intelectuales; había que agradecer al cielo la oportuna aparición de Keller.

De chica, Amanda solía preguntarle a Blake por sus padres, porque era demasiado lista para tragarse la versión almibarada de su abuela Encarnación. La chiquilla tenía alrededor de tres años cuando Indiana y Bob se separaron, no recordaba la época en que vivió con ellos bajo el mismo techo y le costaba imaginarlos juntos, a pesar de la elocuencia de doña Encarnación. Esa abuela, católica de rosario diario, llevaba quince años sufriendo por el divorcio de su hijo y acudiendo con regularidad al santuario de San Judas Tadeo, patrón de la esperanza en casos difíciles, a prenderle velas para que la pareja se reconciliara.

Blake quería a Bob Martín como el hijo que nunca tuvo. No podía evitarlo, su ex yerno lo conmovía con sus espontáneos gestos de cariño, su dedicación absoluta a Amanda y su leal amistad con Indiana, sin embargo no deseaba que San Judas Tadeo obrara el milagro de la reconciliación. Ese par sólo tenía en común a la hija; separados se llevaban como buenos hermanos, juntos acabarían a golpes. Se habían conocido en la escuela secundaria, ella de quince años y él de veinte. Bob tenía edad sobrada para haberse graduado y a cualquier otro estudiante lo habrían expulsado a los dieciocho años, pero él era el capitán del equipo de fútbol americano, mimado por el entrenador y una pesadilla para los maestros, que lo soportaban por ser el mejor atleta que había tenido la escuela desde su fundación en 1956. Bob Martín, guapo y vanidoso, provocaba amores violentos en las niñas, que lo acosaban con proposiciones apasionadas y amenazas de suicidio, y una mezcla de temor y admiración en los muchachos, que celebraban sus proezas y bromas pesadas, pero se mantenían a sensata distancia, porque en un cambio de humor Bob podía tumbarlos de un papirotazo. La popularidad de Indiana equivalía a la del capitán del equipo de fútbol, con su cara de ángel, cuerpo de mujer formada y la virtud irresistible de ir por la vida con el corazón en la mano. Ella era un modelo de inocencia y él tenía reputación de demonio. Parecía inevitable que se enamoraran, pero si alguien esperaba que ella ejerciera buena influencia sobre él, se llevó un chasco, porque ocurrió lo contrario: Bob siguió siendo el bárbaro de siempre y ella se perdió en el amor, el alcohol y la marihuana.

Al poco tiempo Blake Jackson notó que a su hija la ropa le quedaba estrecha y andaba lloriqueando. La interrogó sin piedad hasta que ella confesó que no menstruaba desde hacía tres o cuatro meses, tal vez cinco, no estaba segura, porque sus ciclos eran irregulares y ella nunca había llevado la cuenta. Jackson se agarró la cabeza con las manos, desesperado; su única disculpa por haber ignorado los síntomas evidentes del embarazo de Indiana, tal como hizo la vista gorda cuando ella llegaba a la casa tambaleándose por el alcohol o flotando en una nube de marihuana, era la grave enfermedad de Marianne, su mujer, que acaparaba toda su atención. Cogió a su hija de un brazo y la arrastró a una serie de visitas, empezando por un ginecólogo, quien confirmó que el embarazo estaba avanzado y ya no se podía pensar en un aborto, luego el director de la escuela y finalmente a confrontar al seductor.

***

La casa de los Martín, en el barrio de la Misión, sorprendió a Blake Jackson, porque esperaba algo mucho más modesto. Su hija sólo le había adelantado que la madre de Bob trabajaba haciendo tortillas y él se había preparado para enfrentarse a una familia de inmigrantes de escasos recursos. Al saber que Indiana llegaría con su padre, Bob se evaporó sin dejar rastro y le tocó a su madre sacar la cara por él. Blake se encontró ante una mujer madura y hermosa, enteramente vestida de negro, pero con las uñas y los labios pintados de rojo encendido, que se presentó como Encarnación, viuda de Martín. Por dentro la casa era acogedora, con muebles sólidos, alfombras gastadas, juguetes tirados en el suelo, fotografías de familia, una estantería con trofeos deportivos y dos gatos gordos echados en el sofá de felpa verde. En una silla presidencial de respaldo alto y patas de león estaba instalada la abuela de Bob, una dama derecha como una estaca, toda de negro, como su hija, con el pelo gris en un moño tan apretado que de frente parecía pelada. Los miró de arriba abajo sin responder a su saludo.

—Estoy desolada por lo que ha hecho mi hijo, señor Jackson. He fallado como madre, no he logrado inculcarle sentido de responsabilidad a Bob. ¿De qué sirven estos trofeos si no se tiene decencia, digo yo? —preguntó retóricamente la viuda, señalando la estantería con las copas del fútbol.

El padre aceptó la tacita de café retinto que trajo una empleada de la cocina y se sentó en el sofá lleno de pelos de los gatos. La hija se quedó de pie, las mejillas rojas, abochornada, sujetándose la blusa a dos manos para taparse la barriga, mientras doña Encarnación procedía a darles una síntesis de la historia familiar.

—Mi madre aquí presente, que Dios la guarde, fue maestra en México, y mi padre, que Dios lo perdone, fue un irresponsable que la dejó al poco de casados para tentar fortuna en Estados Unidos. Ella recibió sólo un par de cartas, luego pasaron meses sin noticias y entretanto nací yo, Encarnación, a sus órdenes. Mi madre vendió lo poco que tenía y emprendió un viaje tras los pasos de mi padre, conmigo en los brazos. Recorrió California albergándose en casas de familias mexicanas que se apiadaron de nosotras, hasta que llegó a San Francisco, donde se enteró que su marido estaba preso por haber liquidado a un hombre en una riña. Fue a visitarlo a la prisión y le pidió que se cuidara, enseguida se arremangó y se puso a trabajar. Aquí como maestra carecía de futuro, pero sabía cocinar.

Jackson pensó que la abuela del solemne sillón no entendía inglés, dado que su hija se refería a ella en tono de leyenda, como si estuviera muerta. Doña Encarnación siguió explicando que había crecido agarrada a las faldas de su madre, trabajando desde niña. Quince años más tarde, cuando el padre cumplió su condena y salió de la prisión, avejentado, enfermo y cubierto de tatuajes, fue deportado, como mandaba la ley, pero su mujer no lo acompañó de vuelta a México, porque para entonces se le había secado el amor y tenía un exitoso negocio de venta de tacos y otros platos populares en el corazón del barrio latino de la Misión. Poco después la niña Encarnación conoció a José Manuel Martín, mexicano de segunda generación, que tenía voz de ruiseñor, una banda de mariachis y ciudadanía americana. Se casaron y él se incorporó al negocio de comida de su suegra. Los Martín alcanzaron a tener cinco hijos, tres restaurantes y una fábrica de tortillas antes de que él muriera de repente.

—La muerte encontró a José Manuel, que Dios lo tenga en su santo seno, cantando rancheras —concluyó la viuda y agregó que sus hijas manejaban los negocios de los Martín y los otros dos hijos trabajaban en sus profesiones, todos eran buenos cristianos, apegados a la familia. Bob, el hijo menor, era el único que le había dado problemas, porque tenía sólo dos años cuando ella enviudó y al chico le había faltado la mano firme del padre.

—Perdóneme, señora —suspiró Blake Jackson—. En realidad no sé para qué hemos venido, porque ya no hay nada que hacer, el embarazo de mi hija está muy avanzado.

—¿Cómo que no hay nada que hacer, señor Jackson? ¡Bob debe asumir su responsabilidad! En nuestra familia nadie anda por allí sembrando bastardos. Perdone la palabra, pero no hay otra y es mejor entenderse con claridad. Bob tendrá que casarse.

—¿Casarse? ¡Pero si mi hija tiene quince años! —exclamó Jackson, poniéndose de pie de un salto.

—En marzo voy a cumplir dieciséis —apuntó Indiana en un susurro.

—¡Tú te callas! —le gritó su padre, que nunca le había levantado la voz.

—Mi madre tiene seis bisnietos, que son también mis nietos —dijo la viuda—. Las dos hemos ayudado a criarlos, tal como haremos con el crío que viene en camino, con el favor de Dios.

En la pausa que siguió a esta declaración, la bisabuela se levantó del trono, avanzó hacia Indiana con paso decidido, la examinó con expresión severa y le preguntó en buen inglés.

—¿Cómo te llamas, hija?

—Indi. Indiana Jackson.

—Ese nombre no me suena. ¿Hay alguna santa Indiana?

—No lo sé. Me pusieron así porque mi mamá nació en el estado de Indiana.

—¡Ah! —exclamó la mujer, perpleja. Se acercó y le palpó el vientre cuidadosamente—. Esto que llevas adentro es una niña. Ponle un nombre católico.

Al día siguiente Bob Martín se presentó en la vieja casa de los Jackson en Potrero Hill con traje oscuro, corbata de funeral y un ramito de flores agónicas, acompañado por su madre y uno de sus hermanos, que lo llevaba cogido del brazo con una zarpa de carcelero. Indiana no apareció, porque había estado llorando la noche entera y se hallaba en un estado lastimoso. Para entonces Blake Jackson se había resignado a la idea del casamiento, porque no había logrado convencer a su hija de que existían soluciones menos definitivas. Había recurrido a todos los argumentos de uso corriente, menos al recurso mezquino de amenazarla con mandar a prisión a Bob Martín por violación de una menor. La pareja se casó discretamente en el Registro Civil, después de prometerle a doña Encarnación que lo haría por la iglesia apenas Indiana, criada por padres agnósticos, fuese bautizada.

Cuatro meses más tarde, el 30 de mayo de 1994 nació una niña, tal como había adivinado la abuela de Bob. Después de varias horas de laborioso esfuerzo, la criatura emergió del vientre de su madre para caer en las manos de Blake Jackson, quien cortó el cordón umbilical con las tijeras que le pasó el médico de guardia. Luego llevó a su nieta, envuelta en una manta rosada y con un gorro metido hasta las cejas, a presentarla a los Martín y a los compañeros de la escuela, que habían acudido en masa con peluches y globos. Doña Encarnación se echó a llorar como si se tratara de un sepelio: era su única nieta, los otros seis contaban poco porque eran varones. Se había preparado durante meses, tenía una cuna de vuelos almidonados, dos maletas de vestidos primorosos y un par de aros de perlas para colocarle en las orejas a la niña apenas se descuidara la madre. Los dos hermanos de Bob llevaban horas buscándolo para que se presentara al nacimiento de su hija, pero era domingo, el flamante padre andaba celebrando una victoria con su equipo de fútbol y no dieron con él hasta el amanecer.

Apenas Indiana salió de la sala de parto y pudo sentarse en una silla de ruedas, su padre la llevó con la recién nacida al cuarto piso, donde la otra abuela agonizaba.

—¿Cómo se va a llamar? —preguntó Marianne en voz casi inaudible.

—Amanda. Significa «la que debe ser amada».

—Muy bonito. ¿En qué idioma?

—En sánscrito, pero los Martín creen que es un nombre católico —le explicó su hija, quien desde muy joven soñaba con la India.

Marianne pudo ver a su nieta muy pocas veces antes de morir. Entre suspiros le dio a Indiana su último consejo. «Vas a necesitar mucha ayuda para criar a la niña, Indi. Cuentas con tu papá y la familia Martín, pero no dejes que Bob se lave las manos. Amanda necesita un padre y Bob es un buen muchacho, sólo le falta madurar». Tenía razón.