Sábado, 25

Una vez al año, Amanda incursionaba en la cocina con un propósito más serio que calentar una taza de chocolate en el microondas y emprendía la tarea de preparar una torta de hojaldre y dulce de leche para el cumpleaños de su abuela Encarnación, una bomba de yemas, mantequilla y azúcar. Era su único proyecto culinario, aunque en verdad la faena de galeote le tocaba a Elsa Domínguez: amasar los finos discos de hojaldre y hornearlos. Ella sólo se encargaba de hervir cuatro tarros de leche condensada en una olla para hacer el dulce, armar la torta y ensartar las velitas en el producto terminado.

Encarnación Martín, que seguía pintándose los labios de rojo y el cabello de negro, cumplía invariablemente cincuenta y cinco años desde hacía una década; eso significaba que había tenido su primer hijo a los nueve, pero nadie sacaba esas cuentas cicateras. A la madre de Encarnación tampoco se le calculaba la edad; la bisabuela había permanecido inmune al paso del tiempo, derecha como un álamo, con su moño apretado y sus pupilas de águila capaces de ver el futuro. El cumpleaños de Encarnación se celebraba siempre el último fin de semana de febrero con una parranda en el Loco Latino, una discoteca de salsa y samba, que se cerraba al público para recibir a los invitados de los Martín. La fiesta culminaba con la llegaba de un grupo de mariachis ancianos, miembros de la banda original de José Manuel Martín, el esposo fallecido hacía mucho. Encarnación bailaba hasta que no quedaba un solo hombre en pie para acompañarla, mientras la bisabuela vigilaba desde un trono elevado para que nadie, por borracho que estuviera, perdiese la decencia. A ella se le rendía pleitesía, porque con su fábrica de tortillas, fundada en 1972, prosperó la familia y habían subsistido varias generaciones de empleados, todos inmigrantes de México y Centroamérica.

La torta de dulce de leche, prácticamente indestructible, pesaba cuatro kilos sin contar la bandeja, alcanzaba para noventa personas, porque se cortaba en láminas transparentes, y duraba varios meses congelada. Doña Encarnación la recibía con grandes muestras de aprecio, aunque no comía dulces, porque era regalo de su nieta favorita, la luz de sus ojos, el ángel de su vida, el tesoro de su vejez, como la llamaba en sus arranques de inspiración. Se le solían olvidar los nombres de sus seis nietos varones, pero coleccionaba mechones de pelo y dientes de leche de Amanda. Nada complacía tanto a la matriarca como ver reunidos a sus siete nietos, sus hijos e hijas con sus respectivos cónyuges, incluyendo a Indiana y también a Blake Jackson, por quien sentía secreta debilidad; era el único hombre capaz de reemplazar a José Manuel Martín en su corazón de viuda y tenía la desgracia de que era su consuegro. ¿Incesto o sólo pecado? No estaba segura. Le había prohibido a su hijo Bob que apareciera con alguna de las pindongas con quienes se relacionaba, porque ante Dios todavía estaba casado con Indiana y lo seguiría estando a menos que consiguiera una dispensa del Vaticano. «¿No trajiste a La Polaca?», le preguntó Amanda a su padre en susurros cuando llegó al Loco Latino.

El desfile de platos mexicanos incontaminados por la influencia estadounidense comenzó temprano y a medianoche los invitados seguían comiendo y bailando. Amanda, aburrida con sus primos, unos bárbaros irremediables, logró arrancar a su padre de la pista de baile y a su abuelo de la mesa y llevárselos aparte.

—Los de Ripper estamos bastante avanzados en la investigación de los crímenes, papá —le informó.

—¿Qué nueva tontería se te ha ocurrido ahora, Amanda?

—Ninguna tontería. Ripper es un juego inspirado en uno de los misterios de la historia del crimen, Jack el Destripador, el legendario asesino de mujeres, que operaba en los barrios bajos de Londres en 1888. Existen más de cien teorías sobre la identidad del Destripador, incluso se sospecha de un miembro de la familia real.

—¿Qué tiene eso que ver conmigo? —le preguntó su padre, sudando por el tequila y el baile.

—Nada. No es de ese Jack que quiero hablarte, sino del Destripador de San Francisco. Con los otros jugadores estamos atando cabos, ¿qué te parece?

—Pésimo, Amanda, ya te lo advertí antes. Eso le corresponde al Departamento de Homicidios.

—¡Pero tu Departamento no está haciendo nada, papá! Éste es un asesino en serie, hazme caso —insistió la chica, que había pasado la semana de vacaciones de invierno revisando minuciosamente la información de sus archivos y comunicándose a diario con los de Ripper.

—¿Qué pruebas tiene, señorita destripadora?

—Fíjate en las coincidencias: cinco asesinatos, Ed Staton, Michael y Doris Constante, Richard Ashton y Rachel Rosen, todos en San Francisco, en ninguno hubo señales de lucha, el autor entró sin violar cerraduras, es decir, tenía acceso fácil, sabía abrir varios tipos de cerraduras y posiblemente conocía a las víctimas, o al menos sus hábitos. Se dio tiempo para planear y ejecutar cada homicidio a la perfección. En cada caso llevó el arma del crimen, lo que demuestra premeditación: una pistola y un bate de béisbol, dos jeringas con heroína, un táser o tal vez dos, y el hilo de pescar.

—¿Cómo te enteraste del hilo de pescar?

—Por el informe preliminar de la autopsia de Rachel Rosen, que leyó Kabel. También revisó el informe de Ingrid Dunn sobre Ed Staton, el guardia que balearon en la escuela, ¿te acuerdas?

—Por supuesto que me acuerdo —replicó el inspector.

—¿Sabes por qué no se defendió y por qué recibió de rodillas el tiro de gracia en la cabeza?

—No, pero estoy seguro de que tú lo sabes.

—Los de Ripper pensamos que el asesino usó el mismo táser con que mató a Richard Ashton. Lo paralizó con una descarga, Staton cayó de rodillas y antes de que pudiera reponerse lo ejecutó con el revólver.

—Brillante, hija —admitió el inspector jefe.

—¿Cuánto rato dura el efecto paralizante del táser? —le preguntó Amanda.

—Depende. En un tipo del tamaño de Staton pueden ser unos tres o cuatro minutos.

—Tiempo sobrado para matarlo. ¿Staton estaría consciente?

—Sí, pero confundido, ¿por qué?

—Por nada… Abatha, la psíquica de Ripper asegura que el asesino siempre se da tiempo para hablar con las víctimas. Ella cree que tiene algo importante que decirles. ¿Qué te parece eso, papá?

—Es posible. A ninguna de las víctimas las mató por detrás ni de sorpresa.

—Eso de meterle el mango del bate por… ya sabes a qué me refiero, lo hizo después de que Staton muriera. Eso es muy importante, papá, es otra cosa que los crímenes tienen en común, el autor no torturó a sus víctimas en vida, sino que profanó los cadáveres: a Staton con el bate de béisbol, a los Constante marcándolos como ganado con un soplete, a Ashton con la esvástica y a Rosen colgándola como a un delincuente.

—No te adelantes, la autopsia de Rosen no está concluida.

—Faltan detalles, pero eso ya se sabe. Hay diferencias entre los crímenes, pero las similitudes señalan a un solo autor. Eso de la profanación post mórtem se le ocurrió a Kabel —dijo Amanda, acentuando el latinajo que había sacado de novelas policiales.

—Kabel soy yo —aclaró el abuelo—. Como dice Amanda, la intención del asesino no fue martirizar a las víctimas, sino dejar un mensaje.

—¿Sabes la hora de la muerte de Rachel Rosen? —le preguntó Amanda a su padre.

—El cadáver estuvo colgado un par de días, seguramente murió el martes por la noche, pero no tenemos la hora exacta.

—Parece que todos los crímenes ocurrieron alrededor de la medianoche. Los de Ripper estamos investigando si hay otros casos similares sucedidos en los últimos diez años.

—¿Por qué ese plazo? —preguntó el inspector.

—Algún plazo tenemos que darnos, papá. Según Sherlock Holmes, me refiero a mi amigo de Ripper, no al personaje de sir Arthur Conan Doyle, sería una pérdida de tiempo examinar casos antiguos, porque si se trata de un asesino en serie, como creemos, y coincide con el perfil habitual, tiene menos de treinta y cinco años.

—No hay certeza de que lo sea y si lo fuera, éste no es típico. No hay rasgos comunes entre las víctimas —replicó el inspector.

—Estoy segura de que los hay. En vez de investigar los casos separadamente, ponte a buscar algo común entre las víctimas, papá. Eso nos dará el motivo. Eso es el primer paso de cualquier investigación y en estos casos evidentemente no se trata de dinero, como es lo usual.

—Gracias, Amanda. ¿Qué haría el Departamento de Homicidios sin tu valiosa ayuda?

—Ríete, si quieres, pero te advierto que en Ripper estamos tomando esto en serio. Vas a pasar una tremenda vergüenza cuando nosotros resolvamos los crímenes antes que tú.