Domingo, 4

Como hacía cada primer domingo del mes, aunque le tocara pasar ese fin de semana con su padre, Amanda dedicaba una hora a cuadrar la primitiva contabilidad de su madre. El ordenador portátil de Indiana tenía seis años y ya era tiempo de modernizarlo o comprar otro, pero su dueña lo estimaba como a una mascota y pensaba usarlo hasta que pereciera de muerte natural, a pesar de que recientemente le daba disgustos. De repente, sin justificación alguna, aparecían al azar en la pantalla escenas de copulación y tortura, mucha carne expuesta, esfuerzo, sufrimiento y nada placentero a la vista. Indiana cerraba de inmediato esas imágenes perturbadoras, pero el problema se repetía tanto, que acabó por ponerle nombre al pervertido que habitaba en su disco duro o entraba por la ventana para inmiscuirse con el contenido de su computadora, lo llamó Marqués de Sade.

Amanda, que se había hecho cargo de la contabilidad desde los doce años y la mantenía al día con rigor de prestamista, fue la primera en comprender que los honorarios de su madre apenas le alcanzaban para mantenerse con una modestia monacal. Ayudar a otros a sanar era un proceso lento, que drenaba la energía y los recursos de Indiana, pero ella no cambiaría ese trabajo por ningún otro; en realidad, no lo consideraba trabajo, sino apostolado. Su objetivo era la salud de los pacientes, no la suma de sus ingresos, y podía vivir con poco, ya que no le interesaba el consumo y medía su felicidad con una fórmula elemental: «Un buen día más otro buen día igual a una buena vida». Su hija se había cansado de repetirle que debía subir sus precios —un inmigrante ilegal cosechando naranjas ganaba más por hora que ella— porque finalmente había entendido que su madre había recibido el mandato divino de mitigar el sufrimiento ajeno y debía obedecerlo, lo cual significaba, en términos prácticos, que siempre sería pobre, a menos que consiguiera un benefactor o se casara con un tipo rico, como Keller. Amanda opinaba que la miseria era preferible a eso.

Aunque no creía en la oración como método eficaz para resolver problemas de orden práctico, la chica había acudido a su abuela Encarnación, quien se mantenía en comunicación directa con san Judas Tadeo, para que sacara a Keller de la vida de su madre. San Judas obraba milagros por un precio justo, pagadero en efectivo en el santuario de Bush Street o mediante un cheque por correo. En cuanto doña Encarnación recurrió a él había aparecido el artículo en la revista, que tantas lágrimas le costó a Indiana, y Amanda creyó que se habían librado del hombre para siempre y que éste sería reemplazado por Ryan Miller, pero la esperanza se le acababa de esfumar con la escapada de su madre y su antiguo amante a Napa. Su abuela tendría que renovar las negociaciones con el santo.

Para doña Encarnación el divorcio era pecado y en el caso de Indiana y su hijo Bob se trataba de un pecado innecesario, porque con un poco de buena voluntad podrían convivir como Dios mandaba. En el fondo se amaban, puesto que ninguno de los dos se había vuelto a casar, y ella esperaba que pronto se rendirían ante esa evidencia y volverían a juntarse. Le parecía objetable que Bob tuviera amigas de dudosa virtud, los hombres son criaturas imperfectas, pero no podía aceptar que Indiana arriesgara su acceso al cielo y su reputación con relaciones extramatrimoniales. Durante años fue víctima de una conspiración familiar para ocultarle la existencia de Alan Keller, hasta que Amanda, en un desatinado arranque de franqueza, se lo contó. La mujer sufrió un disgusto épico, que le duró varias semanas, hasta que su corazón de matriarca pudo más que sus reparos de católica y acogió de vuelta a Indiana, porque errar es humano y perdonar es divino, como le dijo. Le tenía cariño a su nuera, aunque había muchos aspectos de la vida de esa joven que eran susceptibles de ser mejorados: no sólo su forma de criar a Amanda, su vestuario y peinado, sino también su trabajo, que le parecía pagano, y hasta su gusto en materia de decoración interior. En lugar de los muebles de estilo, que ella tuvo a bien ofrecerle, Indiana había llenado su apartamento con mesas, estanterías y armarios, probetas, pesas, embudos, cuentagotas y cientos de frascos de diversos tamaños, donde almacenaba sustancias desconocidas, algunas provenientes de países peligrosos, como Irán y la China. Su vivienda tenía el aspecto de un laboratorio clandestino, como esos de la televisión, donde cocinaban drogas. En un par de oportunidades había acudido la policía a golpear la puerta de su ex nuera, alarmada por el perfume excesivo que flotaba en el aire, como si hubiera muerto una santa. Su nieta había obligado a Blake Jackson —¡qué hombre tan agradable!— a instalar rejillas en las estanterías para evitar que en la eventualidad de un terremoto se desparramaran los aceites esenciales, intoxicando a su madre y posiblemente a los vecinos. Eso fue después de que leyó en un libro de relatos eróticos del Japón que una cortesana del siglo XV envenenó a su amante infiel con perfumes. Doña Encarnación opinaba que alguien debería controlar las lecturas de su nieta.

***

Amanda bendecía las leyes de la genética, porque el don de sanar de su madre no era hereditario. Ella tenía otros planes para su futuro, pensaba estudiar física nuclear o algo por el estilo, alcanzar el éxito profesional, llevar una vida holgada y de paso cumplir con la obligación moral de mantener a su madre y a su abuelo, quienes para entonces serían dos ancianos de unos cuarenta y setenta años respectivamente, si sus cálculos eran correctos.

Su madre gastaba poco, se movía en bicicleta, se cortaba el pelo ella misma dos veces al año con las tijeras de la cocina y se vestía con ropa de segunda mano, porque nadie se fijaba en lo que llevaba puesto, como decía, aunque eso no era cierto, porque a Alan Keller le importaba mucho. A pesar de su frugalidad, el dinero se le hacía poco a Indiana para terminar el mes y debía recurrir a su padre o a su ex marido para salir de apuros. Amanda lo consideraba normal, porque ellos eran de su familia, pero le chocaba que Ryan Miller saliera al rescate, como había ocurrido varias veces. Miller, pero nunca Keller, porque su madre decía que un amante, por generoso que fuera, acababa cobrando la deuda en favores.

Lo único más o menos rentable en la contabilidad de Indiana era la aromaterapia. Se había hecho un nombre con sus aceites esenciales, que compraba al por mayor, vertía en frasquitos oscuros etiquetados con primor y vendía en California y otros Estados. Amanda la ayudaba a envasarlos y los promocionaba por internet. Para Indiana la aromaterapia era un arte delicado, que debía practicarse con prudencia, estudiando las aflicciones y necesidades de cada persona antes de determinar la combinación de aceites más apropiada en cada caso, pero Amanda le había explicado que esa meticulosidad resultaba insostenible desde un punto de vista económico. Fue idea suya comercializar la aromaterapia en hoteles y spas de lujo para financiar la costosa materia prima. Esos establecimientos compraban los aceites más populares y los administraban de cualquier manera, una gota aquí, otra por allá, como si fueran perfumes, sin tomar las precauciones mínimas, averiguar sus propiedades ni leer las instrucciones, a pesar de las advertencias de Indiana de que mal administrados podían ser dañinos, como sería el caso de un epiléptico expuesto al hinojo y el anís, o una ninfómana al sándalo y el jazmín. Su hija opinaba que no había que preocuparse por eso: el porcentaje de epilépticos y ninfómanas en el total de la población era mínimo.

La chica podía nombrar todos los aceites esenciales de su madre, pero no le interesaban sus propiedades, porque la aromaterapia era un arte caprichoso y ella se inclinaba por las ciencias exactas. A su juicio, no existían pruebas suficientes de que el pachuli incitara al romance o el geranio estimulara la creatividad, como aseguraban unos textos orientales muy antiguos, de dudosa autenticidad. El neroli no le apagaba la ira a su padre ni la lavanda impartía sentido práctico a su madre, como debieran. Ella usaba melisa contra la timidez, sin resultado notable, y aceite de salvia para el malestar de la menstruación, que sólo surtía efecto combinado con los analgésicos de la farmacia de su abuelo. Deseaba vivir en un mundo ordenado, con reglas claras, y la aromaterapia, como el resto de los tratamientos de su madre, contribuía al misterio y la confusión.

Había terminado con las cuentas y estaba preparando su mochila para irse al internado, cuando regresó Indiana con un maletín de ropa sucia y un leve color bronceado gracias al sol anémico, pero persistente, del valle de Napa en invierno. La recibió con mala cara.

—¡A qué hora llegas, mamá!

—Perdona, hija, quería estar aquí para recibirte, pero había mucho tráfico y nos atrasamos. Necesitaba estos tres días de vacaciones, estaba muy cansada. ¿Cómo te fue con la contabilidad? Me imagino que me tienes malas noticias, como siempre… Vamos a la cocina y charlamos un rato, voy a hacer té. Todavía es temprano, tu abuelo no te llevará al colegio hasta las cinco.

Trató de besarla, pero Amanda la esquivó y se instaló en el suelo a llamar a su abuelo en el móvil para que se apurara en llegar. Indiana se sentó a su lado, esperó que terminara de hablar y le tomó la cara a dos manos.

—Mírame, Amanda. No puedes irte al colegio enojada conmigo, tenemos que hablar. Te llamé el miércoles para contarte que Alan y yo nos habíamos reconciliado y que íbamos a pasar unos días en Napa. Esto no fue una sorpresa para ti.

—¡Si vas a casarte con Keller, no quiero saberlo!

—Eso de casarnos está por verse, pero si decido hacerlo vas a ser la primera en saberlo, quieras o no. Tú eres lo más importante en mi vida, Amanda, nunca te voy a abandonar.

—¡Apuesto que no le dijiste a Keller lo de Ryan Miller! ¿Crees que no sé que te acostaste con él? Deberías ser más cuidadosa con tu correo.

—¡Has leído mi correspondencia privada!

—Tú no tienes nada privado. Puedo leer lo que se me antoje en tu ordenador portátil, para eso tengo tu contraseña: Shakti. Tú misma me la diste, tal como se la diste al abuelo, a mi papá y a toda California. Sé lo que hiciste con Ryan y leí tus estúpidos mensajes de amor. ¡Mentiras! Le llenaste la cabeza de ilusiones y después te fuiste con Keller. ¿Qué clase de persona eres? ¡No se puede confiar en ti! ¡Y no me digas que soy una mocosa y no entiendo nada de nada, porque sé perfectamente cómo se llama eso!

Por primera vez en su vida, Indiana sintió el impulso de darle una cachetada, pero no alcanzó a iniciar el gesto. Por hábito, trató de interpretar el mensaje, que a menudo las palabras tergiversan, y al ver la angustia de su hija enrojeció, turbada, porque sabía que hubiera debido dar una explicación a Ryan antes de partir con Alan, pero desapareció, ignorando los planes que había hecho para el fin de semana. Si quisiera a Ryan tanto como le hizo creer, o si al menos lo respetara como él merecía, jamás lo habría tratado de esa manera, habría sido franca con él, le habría explicado sus razones. No se atrevió a enfrentarlo y lo justificó con el argumento de que necesitaba tiempo para decidirse entre los dos hombres, pero se fue a Napa porque ya había escogido a Alan Keller, a quien la unía algo más que un amor de cuatro años. Fue con la intención de aclarar algunas cosas y regresó con un anillo en su cartera, que se quitó del dedo al bajarse del coche de Keller, para evitar que su hija lo viera.

—Tienes razón, Amanda —admitió, cabizbaja.

Siguió una larga pausa, ambas sentadas en el suelo, muy cerca, sin tocarse, hasta que la niña avanzó una mano para limpiar las lágrimas de la cara de su madre. Para Indiana, el horror de casarse con alguien a quien su hija detestaba iba aumentando minuto a minuto, y por su parte Amanda pensaba que si Keller iba a ser su padrastro, debía hacer el esfuerzo de tratarlo con cortesía.

En eso estaban cuando las sobresaltó el celular de Amanda. Era Carol Underwater, que recurría a la hija para localizar a la madre, con quien no lograba comunicarse desde el jueves. Indiana cogió el teléfono y le contó que había pasado unos días de relajo en la viña de Napa. En su habitual tono quejoso, Carol se manifestó complacida de que Indiana tuviera tanto a su favor: amor, vacaciones y salud, sobre todo salud, y le deseó de todo corazón que nunca le faltara, porque sin salud no valía la pena vivir, se lo decía por experiencia. Su última esperanza era la radioterapia. Quiso saber los detalles de los días en Napa y cómo la había convencido Keller de volver con él, después de lo que había pasado entre ellos; una traición como ésa era imposible de olvidar. Indiana terminó dándole explicaciones, como si se las debiera, y quedaron en verse el miércoles a las seis y media en el Café Rossini.

—Carol me llamó varias veces para saber de ti y casi alucina cuando le dije que estabas con Keller. Tú debes de ser su única amiga —comentó Amanda.

—¿Por qué tiene tu número de teléfono?

—Para preguntarme por Salve-el-Atún. Ha venido un par de veces a verla. ¿No te lo dijo el abuelo? Carol adora a los gatos.