Martes, 28

A Alan Keller le cambió la vida aquel día en la oficina de su hermano, cuando se vio despojado de sus privilegios. Mark y Lucille Keller se hicieron cargo de su deuda fiscal y pusieron en marcha la venta de Woodside. Fue innecesario echarlo de la antigua casona, ya que él no veía la hora de escapar. Se había sentido preso durante años y en menos de tres días se trasladó al viñedo de Napa con su ropa, libros, discos, un par de muebles antiguos y sus preciosas colecciones. Lo consideró una solución temporal, porque Mark tenía el ojo puesto en esa tierra hacía tiempo y muy pronto se la quitaría, a menos que sucediera algo inesperado, como la muerte simultánea y repentina de Philip y Flora Keller, pero ésa era una posibilidad remota; sus padres no le harían el favor de morirse a nadie y menos a él. Se dispuso a gozar de su estadía en Napa mientras pudiera, sin angustiarse por el futuro; era la única de sus posesiones que realmente deseaba conservar, más que sus cuadros, jades, porcelanas y huacos de contrabando.

Esa semana de febrero hacía quince grados más en Napa que en San Francisco, los días eran tibios y las noches frías, nubes espectaculares navegaban por un cielo pintado de acuarela, el aire olía al humus de la tierra dormida, donde las viñas se preparaban para echar hojas en la primavera, y predominaba en los campos el amarillo luminoso de la flor de la mostaza. Aunque nada sabía de agricultura o de preparación del vino, Alan tenía pasión de terrateniente, amaba su propiedad, paseaba entre las rectas hileras de cepas, estudiaba las matas, recogía brazadas de flores silvestres, examinaba su pequeña bodega, contaba y volvía a contar las cajas y botellas, aprendía de los escasos trabajadores que estaban podando. Eran campesinos mexicanos itinerantes, habían vivido de la tierra durante generaciones, sus movimientos eran rápidos, precisos y tiernos, sabían cuánto debían podar y cuántos brotes dejar en las plantas.

Alan habría dado todo por salvar esa bendita propiedad, pero con lo que lograra obtener de sus obras de arte y colecciones apenas cubriría las deudas de las tarjetas de crédito, cuyos intereses se le habían ido acumulando a un costo de usura. Sería imposible defender su viñedo de la codicia de su hermano; cuando a Mark se le ponía algo entre ceja y ceja lo llevaba a cabo con salvaje tenacidad. Su amiga Geneviève van Houte, al enterarse de sus apuros, había ofrecido conseguirle socios capitalistas para convertir la viña en un negocio rentable, pero Alan prefería entregársela a Mark; así al menos quedaría en la familia y no a merced de desconocidos. Se preguntaba qué haría cuando la perdiera, dónde viviría. Estaba harto de San Francisco, siempre las mismas caras y fiestas, los mismos chismes demoledores y conversaciones banales, nada lo retenía en esa ciudad, sólo la vida cultural, a la que no pensaba renunciar. Acariciaba la ilusión de vivir en una casa modesta en uno de los pueblos tranquilos del valle de Napa, por ejemplo, en Santa Helena y trabajar, aunque la idea de buscar empleo por primera vez a los cincuenta y cinco años era risible. ¿En qué podría trabajar? Sus conocimientos y habilidades, tan celebrados en los salones, resultaban inútiles para ganarse la vida, él sería incapaz de cumplir un horario o recibir órdenes, tenía problemas con la autoridad, como decía livianamente cuando se tocaba el tema. «Cásate conmigo, Alan. A mi edad, un marido viste mucho más que un gigoló», le propuso Geneviève por teléfono entre carcajadas. «¿Tendríamos un matrimonio abierto o monógamo?», le preguntó Alan, pensando en Indiana Jackson. «¡Pluralista, por supuesto!», replicó ella.

En esa casa de campo, con sus gruesas paredes color calabaza y sus pisos de cerámica colorada, Alan encontraba la quietud de un convento, dormía sin somníferos, disponía de tiempo para redondear ideas, en vez de saltar de un pensamiento a otro en un incesante ejercicio de futilidad. Sentado en un sillón de mimbre en el corredor techado, con la vista perdida en las redondas colinas y los infinitos viñedos, con una copa en la mano y el perro de María, la empleada, echado a los pies, Alan Keller tomó la decisión más importante de su existencia, la que llevaba semanas apremiándolo despierto y soñando dormido, mientras los argumentos de su razón batallaban contra sus sentimientos. Marcó varias veces el número de Indiana sin obtener respuesta, y supuso que ella habría perdido de nuevo el móvil, por tercera vez en los últimos seis meses. Terminó su copa y avisó a María de que partía a la ciudad.

***

Una hora y veinte minutos más tarde, Keller dejó su Lexus en el estacionamiento subterráneo de Union Square y caminó media cuadra a la joyería Bulgari. No entendía el atractivo de la mayoría de las joyas, que costaban caras, había que guardar en una caja fuerte y le echaban años encima a la mujer que las llevaba puestas. Geneviève van Houte compraba joyas como inversión, pensando que en el próximo cataclismo global lo único que mantendría su valor serían los diamantes y el oro, pero se las ponía rara vez, estaban en la bóveda de un banco suizo, mientras ella usaba réplicas de bisutería. Una vez él la había acompañado en Manhattan a la tienda de Bulgari en la Quinta Avenida y había podido apreciar los diseños, la audacia para combinar gemas y la calidad artesanal, pero nunca había entrado al local de San Francisco. El guardia de seguridad, experto en reconocer la clase social de los clientes, le dio la bienvenida sin inquietarse por su aspecto desaliñado y sus zapatones encostrados de barro seco. Lo atendió una mujer vestida de negro, con el pelo blanco y maquillaje profesional.

—Necesito un anillo inolvidable —le pidió Keller, sin mirar nada de lo expuesto en los escaparates.

—¿Diamantes?

—Nada de diamantes. Ella cree que se obtienen con sangre africana.

—Los nuestros son de procedencia certificada.

—Trate de explicárselo a ella —replicó Keller.

La vendedora, como el guardia de la puerta, evaluó rápidamente la distinción del cliente, le pidió que esperara un momento y desapareció tras una puerta, para regresar momentos después con una bandeja negra forrada de seda blanca, donde descansaba un anillo ovalado, exquisito en su sencillez, que a Keller le recordó las austeras joyas del imperio romano.

—Este anillo es de una colección antigua, no encontrará nada parecido en las colecciones recientes. Es una aguamarina del Brasil, corte cabochon, poco usual en esta piedra, engastada en oro mate de veinticuatro quilates. Por supuesto, tenemos gemas mucho más valiosas, señor, pero a mí modo de ver, esto es lo más inolvidable que puedo mostrarle —dijo la vendedora.

Keller comprendió que iba a cometer una extravagancia imperdonable, algo por lo que su hermano Mark podría crucificarlo, pero una vez que su ojo de coleccionista se posó en ese delicado objeto ya no quiso ver otros. Uno de sus Boteros estaba a punto de venderse en Nueva York y con eso debía pagar parte de sus deudas, pero decidió que el corazón tiene sus prioridades.

—Tiene razón, es inolvidable. Me lo llevo, aunque este anillo es demasiado caro para un playboy arruinado como yo y demasiado fino para una mujer que no distingue entre Bulgari y bisutería, como ella.

—Puede pagarlo a plazos…

—Lo necesito hoy mismo. Para eso existen las tarjetas de crédito —replicó Keller con su más cálida sonrisa.

Como disponía de tiempo y conseguir un taxi era poco menos que imposible, se fue andando a North Beach, con la brisa fría en la cara y el ánimo alegre. Entró al Café Rossini rogando que Danny D’Angelo no estuviera de turno, pero éste le salió al encuentro con excesivas muestras de aprecio y reiteradas disculpas por haber vomitado en su Lexus.

—Olvídate, Danny, eso fue el año pasado —dijo Alan, procurando soltarse del abrazo.

—Pida lo que quiera, señor Keller, corre por mi cuenta —anunció Danny prácticamente a gritos—. Nunca podré pagarle lo que hizo por mí.

—Puedes pagarme ahora mismo, Danny. Escápate por cinco minutos y anda a llamar a Indiana. Creo que ha perdido el móvil. Dile que alguien la necesita, pero no le digas que soy yo.

Danny, hombre sin rencores, le había perdonado a Indiana el bochorno del Narciso Club, porque a los dos días ella se presentó arrastrando a Ryan Miller a pedirle disculpas por haber arruinado su noche triunfal. También perdonó al navy seal, pero aprovechó la oportunidad para informarle que la homofobia suele encubrir el miedo de reconocer la homosexualidad en uno mismo y que la camaradería de los soldados tiene toda suerte de connotaciones eróticas: viven en estrecha promiscuidad y contacto físico, unidos por vínculos de lealtad y amor y por la glorificación del machismo, excluyendo a las mujeres. En otras circunstancias Miller lo habría zamarreado por plantear dudas sobre su virilidad, pero aceptó el regaño, porque todavía tenía el cuerpo aporreado por la pelea en el club y el ánimo humilde por la reunión de Alcohólicos Anónimos.

D’Angelo partió con aire conspirador a la Clínica Holística y regresó al poco rato a decirle a Keller que Indiana vendría apenas terminara su última sesión. Le sirvió un café irlandés y un sándwich monumental, que éste no había pedido, pero atacó con hambre. Veinte minutos más tarde Alan Keller vio a Indiana cruzar la calle con el pelo en una cola, bata y zuecos, y el golpe de emoción lo dejó clavado en la silla. Le pareció mucho más hermosa de lo que recordaba, sonrosada, luminosa, un soplo prematuro de la primavera. Al entrar y verlo, ella vaciló, dispuesta a retroceder, pero Danny la pescó del brazo y la llevó hasta la mesa de Keller, quien para entonces había logrado ponerse de pie. Danny obligó a Indiana a sentarse y se apartó lo suficiente para darles sensación de privacidad, pero no tanto como para perderse lo que hablaran.

—¿Cómo estás, Alan? Te ves flaco —lo saludó ella, en tono neutro.

—Estuve enfermo, pero ahora me siento mejor que nunca.

En ese instante Gary Brunswick, el último paciente del martes, entró al Café tras los pasos de Indiana planeando invitarla a comer, pero al verla con otro hombre se detuvo desconcertado. Danny aprovechó la vacilación para empujarlo hacia otra mesa y soplarle en tono confidencial que los dejara solos, porque eso parecía a todas luces una cita de amor.

—¿Qué puedo hacer por ti? —le preguntó Indiana a Keller.

—Mucho. Por ejemplo, puedes cambiarme la vida. Cambiarme a mí, darme vuelta al revés como un calcetín.

Ella lo miró de reojo, desconfiada, mientras él buscaba la cajita de Bulgari, que había desaparecido en sus bolsillos, hasta que por fin la consiguió y se la puso por delante con torpeza de escolar.

—¿Te casarías con un viejo pobre, Indi? —le preguntó, sin reconocer su propia voz, y le contó los acontecimientos recientes a borbotones, tragando aire en el apuro, que estaba feliz de haber perdido todo, aunque eso era exagerado, todavía tenía suficiente, no era cosa de pasar hambre, pero estaba pasando por la peor crisis de su vida; dicen los chinos que crisis es peligro más oportunidad, ésa era su gran oportunidad de empezar de nuevo y hacerlo con ella, su único amor, ¿cómo no lo supo apenas la conoció?, era un imbécil, no podía seguir así, estaba harto de su existencia y de sí mismo, de su egoísmo y cautela. Iba a cambiar, se lo prometía, pero necesitaba su ayuda, no podía hacerlo solo, ambos habían invertido cuatro años en su relación, cómo iban a permitir que fracasara por un malentendido. Le habló de la casita en Santa Helena que iban a comprar, cerca de las termas de Calistoga, el lugar ideal para dedicarse a su aromaterapia, llevarían una existencia bucólica y criarían perros, más lógico que criar caballos. Y siguió desahogándose de lo que llevaba por dentro y tentándola con lo que harían juntos y pidiéndole perdón y rogándole, cásate conmigo mañana mismo.

Agobiada, Indiana estiró la mano a través de la mesa y le tapó la boca.

—¿Estás seguro, Alan?

—¡Nunca he estado más seguro de algo en mi vida!

—Yo no. Hace un mes habría aceptado sin vacilar, pero ahora tengo muchas dudas. Me han pasado algunas cosas que…

—¡A mí también! —la interrumpió Keller—. Algo se me abrió adentro, en el corazón, y me invadió una fuerza desordenada y estupenda. Me es imposible explicarte lo que siento, estoy lleno de energía, puedo vencer cualquier obstáculo. Voy a empezar de nuevo y salir adelante. ¡Estoy más vivo que nunca! Ya no puedo volver atrás, Indiana, éste es el primer día de mi nueva vida.

—Nunca sé si hablas en serio, Alan.

—Totalmente en serio, nada de ironía esta vez, Indi, sólo verdades de novela rosa. Te adoro, mujer. No hay otro amor en mi vida, Geneviève no tiene la menor importancia, te lo juro por lo más santo.

—No se trata de ella, sino de nosotros. ¿Qué tenemos en común, Alan?

—¡El amor, qué otra cosa va a ser!

—Voy a necesitar tiempo.

—¿Cuánto? Tengo cincuenta y cinco años, no me sobra tiempo, pero si eso es lo que quieres, tendré que esperar. ¿Un día? ¿Dos? Por favor, dame otra oportunidad, no te vas a arrepentir. Podríamos irnos al viñedo, que todavía es mío, aunque no por mucho tiempo. Cierra tu consulta por unos días y vente conmigo.

—¿Y mis pacientes?

—¡Por Dios, nadie se va a morir por falta de imanes o aromaterapia! Perdona, no quise insultarte, sé que tu trabajo es muy importante, pero ¡cómo no vas a poder tomarte unos días de vacaciones! Me voy a empeñar tanto en enamorarte, Indi, que tú misma me vas a rogar que nos casemos —sonrió Keller.

—Si llegamos a ese punto, entonces podrás entregarme esto —respondió Indiana y le devolvió la caja de Bulgari, sin abrir.