Jueves, 26

Indiana despertó temprano después de una noche de sueños tormentosos que no lograba recordar. Se frotó unas gotas de neroli, la flor del naranjo, en las muñecas, para serenarse, y bajó a la cocina de su padre a prepararse una tisana de manzanilla con miel y aplicarse hielo en los párpados hinchados. Sentía el cuerpo molido, pero después de la tisana y veinte minutos de meditación se le aclaró la mente y pudo examinar su situación con cierto distanciamiento. Segura de que ese estado zen le iba a durar poco, decidió actuar antes de que volvieran a dominarla las emociones y llamó a Alan Keller para citarlo a la una de la tarde en su banco favorito del parque Presidio, donde solían encontrarse. La mañana transcurrió sin drama, absorta en su trabajo, al mediodía cerró la consulta, pasó a tomarse un capuchino donde Danny D’Angelo y se fue al parque en bicicleta. Llegó con diez minutos de adelanto y se instaló a esperar con la revista en el regazo. Se había disipado por completo el efecto calmante de la manzanilla y el neroli.

Alan Keller apareció puntualmente, sonriendo ante la novedad de que ella lo hubiera llamado, como en los tiempos felices de sus amores, cuando la premura del deseo barría con toda reticencia. Convencido de que su táctica de sorprenderla con el viaje a la India había tenido éxito, se sentó a su lado y trató de abrazarla, bromeando, pero ella se apartó y le pasó la revista. Keller no necesitó abrirla, conocía el contenido, que no lo había preocupado hasta ese instante, porque la posibilidad de que cayera en manos de Indiana era mínima. «Supongo que no crees estos chismes, Indi. Pensé que eras una mujer inteligente, no me desilusiones», dijo en tono liviano. Era la táctica menos acertada.

La media hora siguiente se le fue tratando de convencerla de que Geneviève van Houte era sólo una amiga, que se conocieron cuando él hizo el doctorado en Historia del Arte en Bruselas y se mantenían en contacto por mutua conveniencia: él la introducía en círculos cerrados de la alta sociedad y ella lo respaldaba y asesoraba en sus inversiones, pero jamás habían considerado la posibilidad de casarse, qué idea absurda, esos rumores eran ridículos. Luego procedió a detallar sus vicisitudes financieras más recientes, mientras Indiana lo escuchaba encerrada en un silencio pétreo, porque su realidad se medía dólar a dólar y la de él en cientos de miles.

El año anterior, cuando paseaban de la mano en Estambul, había surgido el tema del dinero y cómo gastarlo. Ella no se había sentido tentada con ninguno de los cachivaches bizantinos del bazar y más tarde, en el mercado de las especias, olió todo lo que estaba a la vista, pero sólo compró unos gramos de cúrcuma. En cambio Keller había pasado la semana regateando por alfombras antiguas y jarrones otomanos y lamentándose después por el precio. En esa ocasión Indiana le preguntó cuánto era suficiente, cuándo se decía basta, para qué acumulaba más cosas y cómo obtenía el dinero sin trabajar. «Nadie se hace rico trabajando», le contestó él, divertido, y le dio una clase sobre la distribución de la riqueza y cómo las leyes y religiones se encargaban de proteger los bienes y privilegios de quienes poseían más, en desmedro de los pobres, para concluir que el sistema era de una injusticia garrafal, pero por suerte él pertenecía al grupo de los afortunados.

En el banco del parque Indiana recordó aquella conversación, mientras él le explicaba cuánto debía en impuestos, tarjetas de crédito y otras cosas, que sus últimas inversiones habían fracasado y que no podría contener por más tiempo a sus acreedores con promesas y con el prestigio de su apellido.

—No sabes lo desagradable que es ser rico sin dinero —suspiró Keller a modo de conclusión.

—Debe de ser mucho peor que ser pobre de frentón. Pero no estamos aquí por eso, sino por nosotros. Veo que nunca me has querido como yo a ti, Alan.

Recuperó la revista, le entregó el sobre del viaje a la India, se colocó el casco y se fue en la bicicleta, dejando atrás a su amante, que se quedó sorprendido y furioso, admitiendo para sus adentros que acababa de decirle a Indiana una verdad a medias: era cierto que no pensaba casarse con Geneviève, pero había omitido decirle que mantenía con ella una amitié amoureuse desde hacía dieciséis años.

***

Keller y la belga se veían poco, porque ella viajaba constantemente entre Europa y varias ciudades de Estados Unidos, pero se juntaban cuando coincidían en el mismo lugar. Geneviève era fina y divertida, podían pasar parte de la noche desafiándose mutuamente en juegos intelectuales cuyas claves sólo ellos conocían, salpicados de ironía y maldad, y si ella se lo pedía, él sabía complacerla en la cama sin cansarse con ayuda de un par de adminículos eróticos, que ella siempre llevaba en su maletín de viaje. Tenían afinidad y pertenecían a esa clase social sin fronteras cuyos miembros se reconocen en cualquier rincón del planeta, habían viajado por el mundo y estaban a sus anchas en un lujo que les parecía natural. Ambos eran melómanos apasionados, la mitad de la música que él poseía se la había regalado Geneviève, y de vez en cuando se encontraban en Milán, Nueva York o Londres para la temporada lírica. Era notable el contraste entre esa amiga, a quien Plácido Domingo y Renée Fleming solían invitar personalmente a sus representaciones, e Indiana Jackson, que nunca había ido a la ópera hasta que él la llevó a escuchar Tosca. En esa ocasión ella no se impresionó con la música, pero acabó sollozando en su hombro con el melodrama.

Fastidiado, Keller decidió que no había violado ningún acuerdo con Indiana, lo suyo con Geneviève no era amor, estaba harto de malentendidos y de sentirse culpable por nimiedades, en buena hora había terminado esa relación que ya se arrastraba demasiado. Sin embargo, al verla alejarse en la bicicleta, se le ocurrió preguntarse cómo habría reaccionado él si la situación hubiera sido al revés y la amistad amorosa fuera de Indiana y Miller. «¡Ándate al diablo, estúpida!», masculló, sintiéndose grotesco. No pensaba verla nunca más, qué escena de tan mal gusto, eso jamás sucedería con una mujer como Geneviève. Quitarse a Indiana de la cabeza, olvidarla, eso era lo que correspondía, y de hecho, ya había empezado a olvidarla. Se secó los ojos con el dorso de la mano y echó a andar a zancadas impetuosas hacia su coche.

Esa noche la pasó en vela vagando por el caserón de Woodside con abrigo y guantes encima del pijama, porque el poco calor de la calefacción se lo tragaban las corrientes de aire que con silbido inquietante se colaban por los resquicios de las maderas. Terminó su mejor botella de vino, mientras rumiaba múltiples razones para despedirse de Indiana definitivamente: lo ocurrido probaba una vez más la estrechez de criterio y vulgaridad de esa mujer. ¿Qué pretendía? ¿Que él renunciara a sus amistades y su círculo social? Las breves escaramuzas con Geneviève eran insignificantes, sólo alguien con tan poco mundo como Indiana podía armar un lío por semejante banalidad. Ni siquiera recordaba haberse comprometido a serle fiel. ¿Cuándo fue eso? Debió de ser en un momento de ofuscación, si lo hizo fue una formalidad, más que una promesa. Eran incompatibles, lo supo desde el principio, y su error fue alimentar las falsas esperanzas de Indiana.

El vino le cayó pésimo. Amaneció con acidez de estómago y dolor de cabeza. Después de dos analgésicos y una cucharada de leche de magnesia se sintió mejor y pudo desayunar café con tostadas y mermelada inglesa. El ánimo le alcanzó para echar una mirada somera al periódico. Tenía planes para ese día y no pensaba cambiarlos. Se dio una ducha larga para borrar los efectos de la mala noche y creyó haber recuperado su habitual ecuanimidad, pero cuando fue a afeitarse comprobó que le habían caído encima diez años más de sopetón y que desde el espejo lo miraba uno de los viejos del cuadro de Tintoretto. Se sentó en el borde de la bañera, desnudo, a examinar las venas azules de sus pies, llamando a Indiana y maldiciéndola.