Martes, 3
Celeste Roko, la célebre astróloga de California, madrina de Amanda, hizo por televisión la profecía del baño de sangre en septiembre de 2011. Su programa diario de horóscopos y consultas astrológicas se transmitía temprano, antes del pronóstico meteorológico, y se repetía después del noticiario vespertino. Roko era una mujer de cincuenta y tantos años, muy bien llevados gracias a retoques de cirugía plástica, carismática en la pantalla y gruñona en persona, considerada elegante y guapa por sus admiradores. Se parecía a Eva Perón, con unos cuantos kilos más. El estudio de televisión contaba con una fotografía ampliada del puente del Golden Gate en un falso ventanal y un gran mapa del sistema solar con planetas que se iluminaban y movían por control remoto.
Psíquicos, astrólogos y otros practicantes de artes ocultas tienden a predecir el futuro en víspera del Año Nuevo, pero la Roko no podía esperar tres meses para advertir a la población de San Francisco lo que se le venía encima. El anuncio era de tal calibre que atrapó el interés del público, circuló como un virus por internet y provocó comentarios irónicos en la prensa local y titulares alarmistas en los tabloides, que especularon con futuros desmanes en la prisión de San Quintín, guerra entre pandillas latinas y negras y otro terremoto apocalíptico en la falla de San Andrés. Sin embargo, Celeste Roko, que proyectaba un aire de infalibilidad con su trayectoria de psicoanalista jungiana y su impresionante historial de pronósticos acertados, aseguró que se trataba de homicidios. Eso produjo un suspiro colectivo de alivio entre los creyentes de la astrología, porque era la menos truculenta de las fatalidades que se temían. Existe una posibilidad entre veinte mil de morir asesinado en el norte de California y eso es algo que suele ocurrirles a otras personas, rara vez a uno mismo.
El mismo día de la profecía, Amanda Martín y su abuelo decidieron desafiar a Celeste Roko. Estaban hartos de la influencia que la madrina ejercía en la familia con el pretexto de conocer el futuro. Era una mujer impetuosa y poseedora de esa certeza inconmovible que caracteriza a quienes reciben mensajes provenientes del universo o de Dios. Nunca consiguió dirigirle el destino a Blake Jackson, que era inmune a la astrología, pero lograba bastante con Indiana, que la consultaba antes de tomar decisiones y se guiaba por los dictados del horóscopo. En varias ocasiones las lecturas astrales interfirieron con los mejores planes de Amanda; los planetas decidían, por ejemplo, que no era el momento propicio para que le compraran una patineta, pero en cambio sí lo era para tomar clases de ballet, y ella terminaba llorando de humillación con un tutú rosado.
Al cumplir trece años, Amanda descubrió que su madrina no era infalible. Los planetas ordenaron que ella debía ir a una escuela secundaria pública, pero su formidable abuela paterna, doña Encarnación Martín, insistió en que se apuntara a un colegio católico privado. Por una vez Amanda estaba del lado de su madrina, porque la idea de una escuela mixta resultaba menos aterradora que las monjas, pero doña Encarnación derrotó a Celeste Roko con el cheque de la matrícula, sin sospechar que las monjas eran liberales y feministas, usaban pantalones, se peleaban con el Papa y en la clase de ciencias enseñaban el uso apropiado de condones con ayuda de una banana.
Amanda, azuzada por su escéptico abuelo, que rara vez osaba enfrentarse a Celeste cara a cara, dudaba que hubiera relación entre las estrellas del firmamento y la suerte de los seres humanos; la astrología era tan improbable como la magia blanca de su madre. La profecía les brindó al abuelo y la nieta la oportunidad de desprestigiar a los astros, porque una cosa es predecir que la semana es propicia para la correspondencia epistolar y otra cosa es un baño de sangre en San Francisco; eso no se da todos los días.
Cuando Amanda, el abuelo y los compinches de Ripper transformaron ese juego en un método de investigación criminal no imaginaron en qué se metían. Veinte días después del anuncio de la astróloga ocurrió el homicidio de Ed Staton, que podía atribuirse a la casualidad, pero como tuvo características inusuales —el bate en aquel sitio— Amanda decidió iniciar un archivo con la información publicada en los medios, la que logró sonsacarle a su padre, quien conducía la investigación a puerta cerrada, y la que obtuvo su abuelo por sus propios medios.
***
Blake Jackson, farmacéutico de profesión, amante de la literatura y escritor frustrado hasta que pudo dar forma de relato a los turbulentos sucesos anunciados por Celeste Roko, describió a su nieta Amanda en su libro como estrambótica de aspecto, tímida de carácter y magnífica de cerebro, una forma florida de hablar que lo distinguía entre sus colegas farmacéuticos. La crónica de esos hechos fatídicos terminó siendo más extensa de lo que él se había propuesto, aunque sólo abarcaba unos meses y algún flash back, como los llaman. La crítica fue despiadada con el autor, acusándolo de realismo mágico, un estilo literario pasado de moda, pero nadie logró probar que hubiera tergiversado los acontecimientos en aras de lo esotérico, cualquiera podía verificarlos en el Departamento de Policía de San Francisco y en la prensa del momento.
En enero de 2012, Amanda Martín tenía diecisiete años y estaba en el último año de la secundaria, contaba con padres divorciados, Indiana Jackson, sanadora, y Bob Martín, inspector de policía, con una abuela mexicana, doña Encarnación, y un abuelo viudo, el mencionado Blake Jackson. En el libro de Jackson también figuraban otras personas que aparecían y desaparecían, sobre todo desaparecían, a medida que el autor avanzaba en la escritura. Amanda era hija única y muy consentida, pero el abuelo creía que apenas se graduara de la secundaria y fuera lanzada sin preámbulos al mundo, ese problema se resolvería solo. Era vegetariana porque no cocinaba; cuando tuviera que hacerlo adoptaría una dieta menos complicada. Fue lectora voraz desde muy corta edad, con los peligros que esa costumbre conlleva. Los asesinatos habrían ocurrido de todos modos, pero ella no se habría visto involucrada si no hubiera leído novelas policiales de autores escandinavos con tanto ahínco que se le desarrolló una reprobable curiosidad por la maldad en general y el homicidio premeditado en particular. Su abuelo estaba lejos de aprobar la censura, pero le inquietaba que ella leyera esos libros a los catorce años. Amanda lo calló con el argumento de que él también las estaba leyendo y Blake debió limitarse a prevenirla contra el pavoroso contenido, con el predecible resultado de que el interés de ella por devorarlos se redobló. El hecho de que el padre de Amanda, Bob Martín, fuera el jefe del Departamento de Homicidios de San Francisco contribuyó a la perniciosa afición de la chiquilla, porque se enteraba de cuanta fechoría ocurría en la ciudad, un lugar idílico que no invitaba al crimen, pero si éste proliferaba en países tan civilizados como Suecia o Noruega, no se podía esperar que San Francisco, fundado por aventureros codiciosos, predicadores polígamos y mujeres de virtud negociable, atraídos por la fiebre del oro a mediados del mil ochocientos, quedara exento.
La chica estaba interna en una escuela para niñas, una de las últimas en un país que había optado por el revoltijo de géneros, donde se las arregló para sobrevivir cuatro años en estado de invisibilidad entre sus compañeras, pero no así entre las maestras y las pocas religiosas que quedaban. Sacaba buenas notas, pero las hermanas, santas mujeres, nunca la vieron estudiar y sabían que pasaba buena parte de la noche insomne frente a su computadora, ocupada en misteriosos juegos y lecturas. Se cuidaban de preguntarle qué leía con tanto gusto, porque sospechaban que era lo mismo que ellas saboreaban a escondidas. Eso explicaría la morbosa fascinación de la chica por armas, drogas, venenos, autopsias, formas de tortura y de disponer de cadáveres.
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Amanda Martín cerró los ojos, respiró a pleno pulmón el aire límpido de esa mañana de invierno; por la fragancia picante de los pinos supo que el coche avanzaba por la avenida del parque y por el olor a excremento, que pasaban frente a las caballerizas. Calculó que eran las ocho y veintitrés minutos; dos años antes había renunciado al reloj para cultivar el hábito de adivinar la hora, igual como calculaba temperaturas y distancias, y también afinó el paladar para identificar ingredientes sospechosos en la comida. Catalogaba a la gente a través del olfato: Blake, su abuelo, olía a bondad, una mezcla de chaleco de lana y manzanilla; Bob, su padre, a reciedumbre: metal, tabaco y loción de afeitar; Bradley, a sensualidad, es decir, a sudor y cloro; Ryan Miller olía a confianza y lealtad, olor a perro, el mejor olor del mundo. Y en cuanto a Indiana, su madre, olía a magia, porque estaba impregnada de las fragancias de su oficio.
Una vez que el Ford del 95 del abuelo, con los ronquidos asmáticos del motor, dejó atrás las caballerizas, Amanda calculó tres minutos y dieciocho segundos y abrió los ojos frente a la puerta de la escuela. «Llegamos», afirmó Jackson, como si ella no lo supiera. El abuelo, que se mantenía en forma jugando al squash, levantó la mochila llena de libros y subió al segundo piso con agilidad, mientras su nieta lo hacía penosamente con el violín en una mano y la computadora portátil en la otra. El piso estaba vacío, el resto de las internas se incorporaría al anochecer para comenzar las clases al día siguiente, después de las vacaciones de Navidad y Año Nuevo. Otra de las manías de Amanda consistía en ser la primera en llegar a todas partes para reconocer el terreno antes de que aparecieran los enemigos potenciales. Le molestaba compartir su pieza con otras alumnas: la ropa tirada, el bochinche, el olor a champú, barniz de uñas y golosinas rancias, el incesante parloteo y los dramas sentimentales de envidias, chismes y traiciones de los que ella estaba excluida.
—Mi papá cree que el homicidio de Ed Staton es una vendetta entre homosexuales —dijo Amanda a su abuelo antes de despedirse.
—¿En qué basa su teoría?
—En el bate de béisbol metido… ya sabes dónde —le recordó ella, enrojeciendo ante el recuerdo del vídeo que había visto en internet.
—No adelantemos conclusiones, Amanda. Todavía hay demasiadas incógnitas en el aire.
—Exactamente. Por ejemplo, ¿cómo entró el asesino?
—Ed Staton debía cerrar puertas y ventanas y conectar la alarma cuando terminaban las actividades en la escuela. Como ninguna cerradura fue forzada, es de suponer que el autor del hecho se escondió en la escuela antes de que Staton la cerrara —aventuró Blake Jackson.
—De haber sido homicidio premeditado, el asesino habría matado a Staton antes de que se fuera, porque no podía saber que iba a regresar.
—Tal vez no fue premeditado, Amanda. Alguien entró a la escuela con intención de robar y el guardia lo sorprendió en el acto.
—Según mi papá, en los años que lleva en el Departamento ha visto delincuentes que se asustan y reaccionan con violencia, pero nunca le ha tocado uno que se quede en la escena del crimen y se dé tiempo para ensañarse con la víctima de esa manera.
—¿Qué más dice Bob?
—Ya sabes cómo es mi papá, tengo que extraerle la información a tirones. Opina que no es tema para una chiquilla de mi edad. Es un troglodita.
—Algo de razón tiene: esto es un poco sórdido, Amanda.
—Es de dominio público, salió en la televisión y si te da el estómago puedes ver en internet lo que filmó una niña con el móvil cuando descubrieron el cuerpo.
—¡Vaya! ¡Qué presencia de ánimo! Los chicos de hoy ven tanta violencia, que ya nada les espanta. En mi tiempo… —comentó Blake Jackson con un suspiro.
—Éste es tu tiempo. Me carga cuando hablas como viejo. ¿Averiguaste lo del reformatorio para muchachos, Kabel?
—Tengo que trabajar, no puedo dejar la farmacia tirada, pero lo haré apenas pueda.
—Apúrate o tendré que cambiar de esbirro.
—Hazlo, a ver quién te aguanta.
—¿Me quieres, abuelo?
—No.
—Yo tampoco —dijo ella y le echó los brazos al cuello.
***
Blake Jackson hundió la nariz en la mata de pelo crespo de su nieta, aspirando su olor a ensalada —le había dado por lavárselo con vinagre— y pensó que dentro de pocos meses ella partiría a la universidad y él no estaría cerca para protegerla; todavía no se había ido y ya la estaba echando de menos. Recordó en vertiginosa sucesión las etapas de esa corta vida, a la niña arisca y desconfiada, encerrada durante horas bajo una carpa improvisada con sábanas, donde sólo entraban el amigo invisible que la acompañó por varios años, llamado Salve-el-Atún, su gata Gina y él, si tenía la suerte de ser invitado a tomar té de mentira en tacitas enanas de plástico. «¿A quién habrá salido esta mocosa?», había preguntado Blake Jackson cuando Amanda lo venció al ajedrez a los seis años. No podía ser a Indiana, que flotaba en la estratosfera predicando paz y amor medio siglo después de los hippies, y menos a Bob Martín, quien por esos entonces todavía no había leído un libro completo. «No te preocupes, hombre, muchos niños son geniales en la infancia y después se pasman. Tu nieta descenderá al nivel de idiotez general cuando le estallen las hormonas», le aconsejó Celeste Roko, que se presentaba en su casa en cualquier momento sin anunciarse y a quien Blake temía como a Satanás.
Por una vez la astróloga se equivocó, porque en la adolescencia Amanda no se pasmó y el único cambio notable provocado por las hormonas fue en su apariencia. A los quince años pegó un estirón y alcanzó una estatura normal, le pusieron lentes de contacto, le quitaron los frenillos, aprendió a domar la melena crespa y emergió una muchacha delgada, de facciones delicadas, con el cabello oscuro de su padre y la piel traslúcida de su madre, sin la menor conciencia de ser bonita. A los diecisiete años todavía arrastraba los pies, se mordía las uñas y se vestía con hallazgos de las tiendas de ropa usada, que modificaba según la inspiración del momento.
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Después de que su abuelo la dejara, Amanda se sintió dueña del espacio por algunas horas. Le faltaban tres meses para graduarse en esa escuela, donde había sido feliz, excepto por el trasiego del dormitorio, y para irse a Massachusetts, al MIT, donde estudiaba Bradley, su novio virtual, quien le había hablado del Media Lab, paraíso de imaginación y creatividad, justamente lo que ella deseaba. Era el hombre perfecto: un bicho raro como ella, con sentido del humor y nada feo, que le debía a la natación sus espaldas anchas y su saludable bronceado, y a los productos químicos de las piscinas su pelo color verde limón. Podía pasar por australiano. Amanda había decidido casarse con él en un futuro remoto, pero no se lo había anunciado todavía. Por el momento se comunicaban por internet para jugar al go, hablar de temas herméticos y comentar libros.
Bradley era un fanático de la ciencia ficción, que a Amanda la deprimía, porque por lo general el planeta se cubría de ceniza y las máquinas controlaban a la humanidad. Ella, que había leído muchas de esas novelas entre los ocho y once años, optaba por la fantasía, que sucedía en épocas ficticias, cuando la tecnología era mínima y la distinción entre héroes y villanos sumamente clara, un género que Bradley consideraba infantil y adictivo. Él se inclinaba por el pesimismo contundente. Amanda no se atrevía a confesarle que se había devorado los cuatro volúmenes de Crepúsculo y los tres de Millenium, porque él no perdía tiempo con vampiros ni psicópatas.
Los dos jóvenes intercambiaban románticos correos electrónicos, salpicados de ironía para evitar cursilerías, y besos virtuales, nada demasiado atrevido. En diciembre las hermanas habían expulsado del colegio a una alumna que subió a la internet un vídeo de sí misma masturbándose despatarrada y desnuda; a Bradley no le llamó la atención en absoluto, porque un par de novias de sus amigos habían hecho circular escenas semejantes. A Amanda le sorprendió que su compañera de clase estuviera completamente depilada y no hubiera tomado la precaución de cubrirse la cara, pero más le sorprendió la drástica reacción de las hermanas, que tenían reputación de ser muy tolerantes.
Para hacer tiempo antes de chatear con Bradley, Amanda se dedicó a clasificar la información recopilada por su abuelo sobre «el crimen del bate fuera de lugar» y otras noticias de sangre, que coleccionaba desde que su madrina diera la voz de alerta por televisión. Los jugadores de Ripper seguían dándole vueltas a diversos interrogantes respecto a Ed Staton, pero ella ya estaba planeando otro tema para el próximo juego: los asesinatos de Doris y Michael Constante.
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Matheus Pereira, un pintor de origen brasileño, era otro de los enamorados de Indiana Jackson, pero en su caso se trataba de amor platónico, porque el arte lo consumía hasta los huesos. Sostenía que la creatividad se alimenta de energía sexual y puesto a elegir entre la pintura y seducir a Indiana, quien no parecía dispuesta a la aventura, escogió lo primero. Además, la marihuana lo mantenía en un estado de permanente placidez que no se prestaba a iniciativas galantes. Eran buenos amigos, se veían casi a diario y se protegían mutuamente en caso de necesidad. A él solía molestarlo la policía y a ella algunos clientes que se propasaban o el inspector Martín, que se creía con derecho a averiguar en qué andaba su ex mujer.
—Me preocupa Amanda; ahora está obsesionada con crímenes —comentó Indiana al artista, mientras lo masajeaba con esencia de eucalipto para aliviarle la ciática.
—¿Se ha aburrido de los vampiros? —le preguntó Matheus.
—Eso fue el año pasado. Esto es más grave, son crímenes verdaderos.
—La niña salió a su padre.
—No sé en qué anda, Matheus. Eso es lo malo con internet. Cualquier pervertido puede meterse con mi hija y yo ni me enteraría.
—Nada de eso, Indi. Éstos son unos mocosos que se divierten jugando. El sábado vi a Amanda en el Café Rossini; estaba desayunando con tu ex marido. Ese tipo me tiene ojeriza, Indiana.
—No es cierto. Bob te ha salvado de la cárcel en más de una ocasión.
—Porque tú se lo has pedido. Te estaba contando de Amanda. Estuvimos conversando un poco y me explicó en qué consiste el juego, parece que se llama Ripper, o algo así. ¿Sabías que a uno de los muertos le metieron un bate de béisbol…?
—¡Sí, Matheus, lo sé! —lo interrumpió Indiana—. Justamente a eso me refiero. ¿Te parece normal el interés de Amanda por algo así de macabro? Otras chicas de su edad andan pendientes de actores de cine.
Pereira vivía en la azotea de la Clínica Holística, en un agregado sin permiso municipal, y para fines prácticos era el administrador del edificio. El ático, que él llamaba su estudio, recibía espléndida luz para pintar y cultivar, sin fines de lucro, plantas de marihuana destinadas a su consumo personal, que era mucho, y el de sus amigos.
A fines de la década de los noventa, después de pasar por varias manos, el inmueble fue adquirido por un inversionista chino con buen ojo comercial, que tuvo la idea de crear un centro de salud y serenidad, como otros que prosperan en California, tierra de optimistas. Pintó el exterior y puso el letrero de Clínica Holística en la fachada, para distinguirlo de las pescaderías de Chinatown; el resto lo hicieron los inquilinos, que fueron ocupando los apartamentos del segundo y tercer piso, todos practicantes de artes y ciencias curativas. Los locales del primer piso, que daban a la calle, eran un estudio de yoga y una galería de arte respectivamente. El primero también ofrecía clases de danza tántrica, muy populares, y el segundo, con el nombre inexplicable de Oruga Peluda, exhibía obras de artistas locales. Viernes y sábados por la noche la galería se animaba con músicos aficionados y vino áspero en vasos de papel, gratis. Quien anduviese en busca de drogas ilegales podía conseguirlas en la Oruga Peluda a precio de ganga, bajo las narices de la policía, que toleraba ese tráfico de hormiga mientras fuera discreto. Los dos pisos superiores estaban ocupados por pequeños consultorios compuestos de una sala de espera, donde apenas cabían un escritorio escolar y un par de sillas, y otra habitación destinada a los tratamientos. El acceso a los consultorios del segundo y tercer piso estaba limitado por la falta de ascensor, grave inconveniente para algunos pacientes, pero eso tenía la ventaja de excluir a los más achacosos, que de todos modos no se habrían beneficiado demasiado con la medicina alternativa.
El pintor había vivido en ese inmueble durante treinta años sin que ninguno de los sucesivos dueños hubiera logrado desalojarlo. El inversionista chino ni siquiera lo intentó, porque le convenía que alguien se quedara después de las horas de oficina. En vez de pelearse con Matheus Pereira, lo nombró superintendente, le entregó un duplicado de las llaves de todas las oficinas y le ofreció un sueldo simbólico para que atrancara la puerta principal por la noche, apagara las luces, sirviera de contacto con los inquilinos y lo llamara en caso de desperfectos o emergencias.
Los cuadros del brasileño, inspirados en el expresionismo alemán, se exhibían de vez en cuando en la Oruga Peluda sin éxito de ventas y decoraban el hall de entrada del edificio. Esas angustiosas figuras distorsionadas, hechas a brochazos iracundos, chocaban con los vestigios de art déco y con la misión de la Clínica Holística de brindar bienestar físico y emocional a los clientes, pero nadie se atrevía a proponer que las quitaran por temor a herir al artista.
—La culpa es de tu ex marido, Indi. ¿De dónde crees que saca Amanda el gusto por el crimen? —dijo Matheus al despedirse.
—Bob está tan preocupado como yo por esta nueva tontería de Amanda.
—Peor sería que anduviera drogada…
—¡Mira quién habla! —se rió ella.
—Exacto. Soy una autoridad en la materia.
—Mañana, entre dos clientes, te puedo dar un masaje de diez minutos —le ofreció ella.
—Me has atendido gratis durante años, mujer. Te voy a regalar uno de mis cuadros.
—¡No, Matheus! De ninguna manera puedo aceptarlo. Estoy segura de que un día tus cuadros serán muy valiosos —dijo Indiana, procurando disimular el pánico en la voz.