Domingo, 8
Menos mal que existe internet, pensó Amanda Martín, mientras se preparaba para la fiesta, porque si les preguntaba a otras chicas del colegio quedaría como una idiota. Había oído hablar de raves, delirantes reuniones clandestinas de jóvenes, pero no pudo imaginarlas hasta que las buscó en la red, donde averiguó hasta la forma apropiada de vestirse. Encontró lo necesario entre su ropa, sólo tuvo que arrancarle las mangas a una remera, acortar una falda a tijeretazos irregulares y comprar un tubo de pintura fosforescente. La idea de pedirle permiso a su padre para ir a la fiesta era tan descabellada que no se le ocurrió, jamás se lo daría y si llegaba a enterarse aparecería con un escuadrón de la policía a arruinar la diversión. Le dijo que no necesitaba transporte, que iría al colegio con una amiga, y a él no le llamó la atención que volviera al internado con un atuendo de carnaval, porque ésa era la facha habitual de su hija.
Amanda cogió un taxi, que la dejó a las seis de la tarde en Union Square, donde se dispuso a esperar un rato largo. A esa hora ya debía estar en el internado, pero había tomado la precaución de avisar que llegaría el lunes por la mañana, así evitaba que llamaran a sus padres. Había dejado su violín en el dormitorio, pero no pudo librarse de la pesada mochila. Pasó quince minutos observando la atracción del momento en la plaza: un joven pintado de oro desde los zapatos hasta el pelo, inmóvil como estatua, con quien los turistas posaban para hacerse fotos. Después se fue a dar vueltas por Macy’s, entró en un baño y se dibujó rayas en los brazos con la pintura. Afuera ya estaba oscuro. Para hacer tiempo fue a un sucucho de comida china y a las nueve volvió a la plaza, donde quedaba poca gente, sólo algunos turistas rezagados y mendigos estacionales que llegaban de regiones más frías a pasar el invierno en California, acomodándose para la noche en sus sacos de dormir.
Se sentó debajo de un farol a jugar al ajedrez en su teléfono móvil, arropada con el cárdigan de su abuelo, que le calmaba los nervios. Miraba la hora cada cinco minutos, preguntándose ansiosa si la pasarían a buscar, como le había prometido Cynthia, una compañera de clase que la había martirizado por más de tres años y de pronto, sin explicación, la invitó a la fiesta y además le ofreció transporte a Tiburón, a cuarenta minutos de San Francisco. Incrédula, porque era la primera vez que la incluían, Amanda aceptó de inmediato.
Si al menos Bradley, su amigo de infancia y futuro marido, estuviera con ella, se sentiría más segura, pensaba. Había hablado con él un par de veces a lo largo del día, sin mencionarle sus planes por temor a que intentara disuadirla. A Bradley, como a su padre, era mejor contarle los hechos después del desastre. Echaba de menos al niño que Bradley fue, más cariñoso y divertido que el tipo pedante en que se convirtió cuando empezó a afeitarse. De chicos jugaban a estar casados y otros laboriosos pretextos para satisfacer una curiosidad insaciable, pero apenas él entró en la adolescencia, un par de años antes que ella, esa estupenda amistad dio un giro para lo peor. En la secundaria Bradley se destacó como campeón de natación, consiguió chicas de anatomía más interesante y empezó a tratarla a ella como a una hermana menor; pero Amanda tenía buena memoria, no había olvidado los juegos secretos en el fondo del jardín y estaba esperando ir al MIT en septiembre para recordárselos a Bradley. Entretanto evitaba inquietarlo con detalles como esta fiesta.
En el refrigerador de su madre solía encontrar caramelos y bizcochos mágicos, obsequios del pintor Matheus Pereira, que Indiana olvidaba durante meses, hasta que se cubrían de pelos verdes e iban a dar al tarro de basura. Amanda los había probado para ponerse a tono con el resto de su generación, pero no veía la gracia de andar con la mente en blanco, eran horas perdidas que estarían mejor empleadas jugando a Ripper; sin embargo, esa tarde de domingo, acurrucada en el gastado cárdigan de su abuelo bajo el farol de la plaza, pensó con nostalgia en los bizcochos de Pereira, que la habrían ayudado a dominar el pánico.
A las diez y media Amanda estaba a punto de echarse a llorar, segura de que Cynthia la había engañado por simple maldad. Cuando se corriera la voz de su humillante plantón, sería el hazmerreír de la escuela. No voy a llorar, no voy a llorar. En el instante en que echaba mano del móvil para llamar a su abuelo y pedirle que fuera a buscarla, se detuvo una furgoneta en la esquina de las calles Geary y Powell, alguien asomó medio cuerpo por la ventanilla y le hizo señas.
Con el corazón encabritado, Amanda acudió corriendo. Dentro había tres muchachos envueltos en una nube de humo, volados como cometas, incluso el que manejaba. Uno de ellos desocupó el asiento delantero y le indicó que se sentara junto al chofer, un joven de pelo negro, muy guapo en su estilo gótico. «Hola, soy Clive, el hermano de Cynthia», se presentó, apretando el acelerador a fondo antes de que ella alcanzara a cerrar la puerta. Amanda se acordó de que Cynthia se lo había presentado en el concierto de Navidad que la orquesta del colegio les ofrecía a las familias de las alumnas. Clive llegó con sus padres, de traje azul, camisa blanca y zapatos lustrados, muy diferente al loco de ojeras moradas y palidez sepulcral que tenía al lado en ese momento. A la salida del concierto Clive la felicitó por su solo de violín con una formalidad exagerada, burlona. «Espero volver a verte», le dijo con un guiño al despedirse y ella pensó que le había oído mal, porque hasta ese momento ningún muchacho la había mirado dos veces, que ella supiera. Dedujo que él debía ser la causa de la extraña invitación de Cynthia. Esa nueva versión espectral de Clive y su errática conducta al volante la inquietaron, pero al menos se trataba de alguien conocido a quien podría pedirle que al día siguiente la llevara a tiempo al colegio.
Clive iba dando alaridos de enajenado y bebiendo de una petaca que pasaba de mano en mano, pero logró atravesar el puente del Golden Gate y seguir por la autopista 101 sin estrellar el vehículo ni llamar la atención de la policía. En Sausalito, Cynthia y otra chica subieron al coche, se acomodaron en sus asientos y empezaron a beber del mismo frasco, sin darle ni una mirada a Amanda ni responder a su saludo. Clive le pasó el licor a Amanda con un gesto perentorio y ella no se atrevió a rechazarlo. Con la esperanza de relajarse un poco, se tomó un trago de aquel líquido, que le dejó la garganta ardiendo y los ojos llenos de lágrimas; se sentía torpe y fuera de lugar, como siempre le ocurría en un grupo, y además ridícula, porque ninguna de las otras chicas iba disfrazada como ella. Era tarde para cubrirse los brazos pintarrajeados, porque antes de subirse al auto había puesto el cárdigan de su abuelo en la mochila. Trató de ignorar los cuchicheos sarcásticos en los asientos traseros. Clive tomó la salida de Tiburón y manejó zigzagueando por el largo camino a la orilla de la bahía, luego subió una colina y empezó a dar vueltas en busca de la dirección. Cuando por fin llegaron, Amanda comprobó que se trataba de una residencia privada, aislada de las casas vecinas por un muro de aspecto impenetrable, y que había docenas de coches y motocicletas en la calle. Descendió de la furgoneta con las rodillas temblorosas y siguió a Clive a través de un jardín en penumbra. A los pies de los peldaños que conducían a la puerta, debajo de un arbusto, escondió su mochila, pero se aferró al móvil como a un salvavidas.
En el interior había varias docenas de jóvenes, unos agitándose al son de música estridente, otros bebiendo y algunos tirados en la escalera, entre latas de cerveza y botellas que rodaban por el suelo. Nada de luces láser ni colores psicodélicos, sólo una casa desnuda, sin muebles de ninguna clase, con algunos cajones de embalaje en la sala; el aire era denso como tapioca, irrespirable de humo, y flotaba un olor repugnante, mezcla de pintura, marihuana y basura. Amanda se detuvo, incapaz de moverse, aterrada, pero Clive la apretó contra su cuerpo y comenzó a estremecerse al ritmo frenético de la música, arrastrándola hacia la sala, donde cada uno bailaba por su cuenta, perdido en su propio mundo. Alguien le pasó un vaso de papel con una bebida de piña y alcohol, que ella liquidó de tres tragos, con la boca seca. Empezó a ahogarse de miedo y claustrofobia, como le ocurría en la infancia, cuando se escondía en su improvisada carpa para escapar de los inmensos peligros del mundo, de la contundente presencia de los humanos, de los olores opresivos y los sonidos atronadores.
Clive la besó en el cuello, buscando su boca, y ella le respondió con un golpe del móvil en la cara, que casi le partió la nariz; eso no lo desanimó en su intento. Desesperada, Amanda se desprendió de las manos que indagaban en el escote de la remera y debajo de su corta falda y trató de abrirse paso. Ella, que sólo admitía contacto físico con su familia inmediata y algunos animales, se vio arrastrada, invadida, estrujada por otros cuerpos y se puso a gritar y gritar, pero la música a todo volumen se tragó sus alaridos. Estaba en el fondo del mar, sin aire y sin voz, muriéndose.
***
Amanda, que se jactaba de saber la hora sin necesidad de reloj, no pudo calcular cuánto tiempo estuvo en esa casa. Tampoco supo si volvió a toparse con Cynthia y Clive durante esa noche, ni cómo logró atravesar el gentío y atrincherarse entre varios cajones de embalaje, sobre los cuales habían instalado el equipo de música. Allí se quedó durante una eternidad, encogida adentro de uno de los cajones, doblada en cien partes, como acróbata, tiritando sin control, con los párpados apretados y las manos en los oídos. No se le ocurrió escapar a la calle, ni acudir a su abuelo o llamar a sus padres.
En algún momento llegó la policía con un escándalo de sirenas, rodeó la propiedad e irrumpió en la casa, pero para entonces Amanda estaba tan consternada, que habrían de pasar varios minutos antes de que se diera cuenta de que el bochinche de los jóvenes y la música había sido reemplazado por órdenes, pitidos y gritos. Se atrevió a abrir los ojos y asomarse un poco entre las tablas de su escondite, entonces vio los rayos de luz de las linternas y las piernas de la gente arreada por los uniformados. Algunos trataron de escapar, pero la mayoría obedeció la orden de salir y alinearse en la calle, donde los cachearon en busca de armas o drogas y comenzaron a interrogarlos, separando a los menores de edad. Todos contaron la misma historia: habían recibido una invitación vía texto o facebook de algún amigo, no sabían a quién pertenecía la casa ni que estuviera desocupada y en venta, tampoco pudieron explicar cómo fue abierta.
La muchacha permaneció muda en su escondrijo y nadie buscó entre los cajones, aunque dos o tres policías recorrieron la casa de arriba abajo abriendo puertas y revisando rincones para asegurarse de que no quedaba nadie rezagado. Poco a poco se estableció la calma en el interior, las voces y el ruido llegaban de afuera, entonces Amanda pudo pensar. En silencio y sin la presencia amenazadora de la gente sintió que retrocedían las paredes y podía volver a respirar. Decidió esperar a que todos se fueran para salir del escondrijo, pero en ese momento oyó la voz autoritaria de un oficial dando instrucciones de cerrar la casa y montar guardia hasta que acudiera un técnico a sustituir la alarma.
Hora y media más tarde la policía había arrestado a los intoxicados, había dispersado a otros, después de tomarles los datos, y se había llevado a los menores de edad a la comisaría, donde tendrían que esperar a sus padres. Entretanto un empleado de la compañía de seguridad atrancó puertas y ventanas y restituyó la alarma y el detector de movimiento. Amanda se encontró encerrada en el caserón vacío y oscuro, donde el olor nauseabundo de la fiesta persistía, sin poder desplazarse ni tratar de abrir una de las ventanas, porque se dispararía la alarma. Con la intervención de la policía su situación parecía imposible de resolver: no podía acudir a su madre, que no disponía de coche para ir a buscarla, ni a su padre, que pasaría por la vergüenza de tener que dar la cara a sus colegas por culpa de la estupidez de su hija, y menos a su abuelo, que jamás le perdonaría que hubiera ido a ese lugar sin avisarle. Un solo nombre le vino a la mente, la única persona que la ayudaría sin hacerle preguntas. Marcó el número una y otra vez, hasta que se descargó su móvil, sin obtener más respuesta que el contestador automático. Ven a buscarme, ven a buscarme, ven a buscarme. Después volvió a acurrucarse en su cajón, helada de frío, a esperar que amaneciera, rogando para que acudiera alguien a liberarla.
***
Entre las dos y tres de la madrugada, el teléfono celular de Ryan Miller vibró repetidamente, lejos de su cama, enchufado a la pared mientras se cargaba la batería. Hacía un frío polar en su loft, un espacioso piso habilitado en una antigua imprenta, con paredes de ladrillos, piso de cemento y una red de tubos metálicos en el techo, amueblado con lo esencial, sin cortinas, alfombras ni calefacción. Miller dormía en calzoncillos, tapado con una frazada eléctrica y con una almohada sobre la cabeza. A las cinco de la madrugada, Atila, a quien las noches invernales se le hacían interminables, saltó sobre la cama para advertirle que era hora de comenzar los ritos matutinos.
El hombre, acostumbrado a la vida militar, se levantó de forma automática, aún confundido por las imágenes de un sueño inquietante, y tanteó el suelo junto a la cama en busca de su prótesis, que se colocó en la oscuridad. Atila ladró alegremente, empujándolo a cabezazos, y él respondió al saludo con un par de palmadas en el lomo del perro, luego encendió la luz, se puso una sudadera y calcetines gruesos y fue al baño. Al salir encontró a Atila esperándolo con fingida indiferencia, pero traicionado por el movimiento incontrolable de la cola, una rutina que se repetía idéntica todos los días. «Ya voy, compañero, ten paciencia», le dijo Miller, secándose la cara con una toalla. Midió la comida de Atila y se la puso en el plato, mientras el animal, abandonando toda simulación, iniciaba la exagerada coreografía con que recibía su desayuno, pero sin acercarse al plato hasta que Miller se lo autorizó con un gesto.
Antes de comenzar los lentos ejercicios de Qigong, su media hora diaria de meditación en movimiento, Miller le echó una mirada al teléfono, entonces advirtió las llamadas de Amanda, tantas que no intentó contarlas. Ven a buscarme, estoy escondida, vino la policía, no puedo salir, estoy encerrada, ven a buscarme, no le digas nada a mi mamá, ven a buscarme… Al marcar el número de la niña y comprobar que no había señal, el corazón alcanzó a darle un brinco en el pecho antes de que lo invadiera la calma conocida, la calma aprendida en el entrenamiento militar más duro del mundo. Concluyó que la hija de Indiana estaba en un embrollo, pero nada mortal: no había sido raptada ni se hallaba en verdadero peligro, aunque debía de estar muy asustada si fue incapaz de explicar qué le pasaba o dónde estaba.
Se vistió en cosa de segundos y se instaló frente a sus computadoras. Contaba con las máquinas y programas más sofisticados, similares a los del Pentágono, que le permitían trabajar a la distancia en cualquier parte. Ubicar el área de un celular que había repicado dieciocho veces fue tarea fácil. Llamó al cuartel de policía de Tiburón, se identificó, pidió hablar con el jefe y le preguntó si habían tenido algún problema esa noche. El oficial, creyendo que buscaba a uno de los jóvenes detenidos, le informó de la fiesta y mencionó la dirección, quitándole importancia, porque no era la primera vez que ocurría algo semejante y no hubo vandalismo. Todo estaba en orden, dijo, habían restaurado la alarma y se le había dado aviso a la agencia inmobiliaria encargada de la venta de la casa para que enviaran un servicio de limpieza. Seguramente no habría cargos contra los chicos, pero esa decisión no le correspondía a la policía. Miller le agradeció y un instante más tarde tenía en su pantalla una vista aérea de la casa y el mapa para llegar. «¡Vamos, Atila!», le dijo al perro, que no podía oírlo, pero por la actitud del hombre comprendió que no se trataba de salir a trotar por el barrio: era un llamado a la acción.
Mientras se apresuraba en dirección a su camioneta, llamó a Pedro Alarcón, quien a esa hora probablemente estaba preparando clases y tomando mate. Su amigo mantenía intactas algunas costumbres del Uruguay, su país de origen, como ese brebaje verde y amargo que a Miller le parecía pésimo. Era puntilloso en los detalles: sólo usaba el mate y la bombilla de plata heredados de su padre, hierba importada de Montevideo y agua filtrada, a una temperatura exacta.
—Vístete, te voy a recoger en once minutos, trae lo necesario para desarmar una alarma —le anunció Miller.
—¿Tan temprano, hombre? ¿De qué se trata?
—Entrada ilegal —respondió Miller.
—¿Qué clase de alarma?
—De una casa, no debe de ser complicada.
—Al menos no vamos a robar un banco —suspiró Alarcón.
***
Estaba oscuro y todavía no había comenzado el tráfico del lunes cuando Ryan Miller, Pedro Alarcón y Atila cruzaron el puente del Golden Gate. Las luces amarillentas alumbraban la estructura de hierro rojo, que parecía suspendida en el vacío, y de lejos llegaba el lamento profundo de la bocina del faro, guiando a las embarcaciones en la niebla. Poco más tarde, cuando llegaron a la zona residencial de Tiburón, el cielo empezaba a clarear, ya circulaban algunos coches y los deportistas madrugadores salían a trotar. Pensando que en ese barrio elegante los vecinos recelaban de los extraños, el navy seal estacionó la camioneta a una cuadra de distancia y fingió que paseaba al perro, mientras vigilaba.
Pedro Alarcón se aproximó a la casa con paso firme, como si lo hubiera enviado el dueño, manipuló con un palillo metálico el candado del portón, tarea de niños para ese Houdini capaz de abrir una caja fuerte con los ojos cerrados, y lo abrió en menos de un minuto. La seguridad era la especialidad de Ryan Miller, trabajaba para agencias militares y gubernamentales que lo contrataban para proteger información. Su tarea consistía en introducirse en la mente de alguien que deseaba robar ese material, pensar como el enemigo, imaginar las múltiples posibilidades de hacerlo y luego diseñar el modo de impedirlo. Al ver a Alarcón con su palillo, pensó que cualquiera con destreza y determinación podía quebrar los códigos de seguridad más complicados, ése era el peligro del terrorismo: la astucia de un solo individuo camuflado en la multitud, contra la fuerza titánica de la nación más poderosa del mundo.
Pedro Alarcón era un uruguayo de cincuenta y nueve años, que había salido exiliado de su país en 1976, durante una cruenta dictadura militar. A los dieciocho años se había unido a los tupamaros, guerrilleros de izquierda que llevaban a cabo una lucha armada contra el gobierno del Uruguay, convencidos de que sólo con violencia se podría cambiar el sistema de abuso, corrupción e injusticia imperante. Entre otras formas de lucha ponían bombas, robaban bancos y secuestraban gente, hasta que fueron aplastados por los militares. Muchos murieron peleando, otros fueron ejecutados o acabaron presos y torturados, el resto escapó del país. Alarcón, que se había iniciado en la vida adulta armando bombas caseras y violando cerraduras con los tupamaros, tenía enmarcado un viejo afiche de los años setenta, amarillento por el paso del tiempo, con una fotografía de él y otros tres compañeros por cuya captura los militares habían ofrecido recompensa. En la foto él aparecía como un muchacho pálido de barba y melena larga con expresión sorprendida, muy diferente al hombre de pelo gris, pequeño y enjuto, pura fibra y hueso, sabio e imperturbable, con la habilidad manual de un ilusionista, que Miller conocía.
El uruguayo era profesor de Inteligencia Artificial en la Universidad de Stanford y competía en triatlón con Ryan Miller, veinte años más joven. Aparte del interés por la tecnología y los deportes, ambos eran de pocas palabras, por eso se llevaban bien. Vivían con frugalidad, eran solteros y si alguien les preguntaba, decían que estaban muy curtidos para creer en las lindezas del amor y amarrarse a una sola mujer, habiendo tantas de buena voluntad en este mundo, pero en el fondo sospechaban que estaban solos por simple mala suerte. Según Indiana Jackson, envejecer sin pareja era para morirse de pena y ellos estaban de acuerdo, pero jamás lo habrían admitido.
***
En pocos minutos Pedro Alarcón abrió la cerradura de la puerta principal, descubrió la forma de desconectar la alarma y ambos entraron en la casa. Miller encendió la luz del móvil y sujetó la correa de Atila, que tiraba, acezando, con los colmillos a la vista y un gruñido seco atascado en la garganta, listo para el combate.
En un fogonazo, como tantos que solían golpearlo en los momentos menos oportunos, Ryan Miller se encontró en Afganistán. Una parte de su cerebro podía procesar lo que le ocurría: síndrome post traumático, con su secuela de imágenes retrospectivas, terrores nocturnos, depresión, ataques de llanto o de ira. Había logrado superar la tentación de suicidarse, el alcoholismo y las drogas, que casi lo destruyeron unos años antes, pero sabía que los síntomas podían regresar en cualquier momento, no debía descuidarse jamás, ésos eran sus enemigos ahora.
Oyó la voz de su padre: ningún hombre digno de llevar el uniforme lloriquea por haber cumplido órdenes ni culpa al ejército por sus pesadillas, la guerra es para los fuertes y los valientes, si te asusta la sangre, busca otro empleo. Una parte de su cerebro repasó las cifras que conocía de memoria, 2,3 millones de combatientes americanos en Irak y Afganistán en la última década, 6.179 muertos y 47.000 heridos, la mayoría con daño catastrófico, 210.000 veteranos en tratamiento por el mismo síndrome que sufría él, aunque ese número no reflejaba la epidemia que asolaba a las Fuerzas Armadas; se calculaban en 700.000 los soldados con problemas mentales o daño cerebral. Pero otra parte de la mente de Ryan Miller, la parte que no podía controlar, estaba atrapada en esa noche en particular, esa noche en Afganistán.
El grupo de navy seals avanza en un terreno desértico, aproximándose a una aldea al pie de altas montañas. Las órdenes son allanar casa por casa, desmantelar un grupo terrorista que supuestamente opera en la región y tomar prisioneros para ser interrogados. El objetivo final es el esquivo fantasma de Osama bin Laden. Es una misión nocturna para sorprender al enemigo y minimizar el daño colateral: de noche no hay mujeres en el mercado ni niños jugando sobre el polvo. Es también una misión secreta, que requiere rapidez y discreción, la especialidad de su grupo, entrenado para operar en el calor insufrible del desierto, el hielo ártico, las corrientes submarinas, las cumbres más abruptas, la pestilencia de la selva. Hay luna y la noche está clara, Miller puede divisar el perfil de la aldea a la distancia y al acercarse distingue una docena de casas de barro, un pozo y corrales de animales. Se sobresalta con el balido de una cabra en el silencio espectral de la noche, siente el hormigueo en las manos y en la nuca, la corriente de adrenalina en las arterias, la tensión de cada músculo, la presencia de los otros hombres que avanzan con él y son parte de él: dieciséis camaradas y un solo corazón. Así se lo remachó el instructor en el primer entrenamiento, durante la semana infernal, la famosa hell week, en que debieron sobrepasar el límite del esfuerzo humano, la prueba definitiva que sólo el quince por ciento de los hombres resistió; ésos son los invencibles.
—Hey, Ryan, ¿qué te pasa, hombre?
La voz venía de lejos y repitió su nombre dos veces antes de que él pudiera regresar de aquella aldea en Afganistán a la mansión desocupada en el pueblo de Tiburón, California. Era Pedro Alarcón, sacudiéndolo. Ryan Miller salió del trance, tragó una bocanada de aire, tratando de espantar los recuerdos y concentrarse en el presente. Oyó a Pedro llamando a Amanda un par de veces sin levantar la voz, para no asustarla, y entonces se dio cuenta de que había soltado a Atila. Lo buscó con el rayo de luz y lo vio correteando de un lado a otro con la nariz pegada al suelo, confundido por la mezcla de olores. Estaba entrenado para descubrir explosivos y cuerpos humanos, tanto vivos como muertos, y con dos golpecitos en el cuello él le había indicado que se trataba de buscar a una persona. Miller no lo llamó, porque el perro era sordo, pero corrió a coger la correa y con el tirón Atila se detuvo, alerta, interrogándolo con sus ojos inteligentes. El hombre le hizo seña de quedarse quieto y esperó a que se calmara antes de permitirle continuar su pesquisa. Lo siguió de cerca, sujetándolo con fuerza, porque el animal mantenía una actitud de expectante agresividad, a la cocina, la lavandería y finalmente la sala, mientras Alarcón aguardaba en la puerta principal. Atila lo condujo rápidamente hacia las cajas de embalaje, husmeando entre las tablas, con los dientes a la vista.
Miller alumbró el interior de uno de los cajones, que Atila arañaba, y al fondo vio una figura encogida que lo lanzó de nuevo al pasado y por un instante fueron dos criaturas agazapadas en un agujero, tiritando, una niña de cuatro o cinco años, con un pañuelo amarrado en la cabeza y expresión de terror en sus enormes ojos verdes, abrazada a un bebé. El gruñido de Atila y el tirón de la correa lo devolvieron a la realidad de ese momento, en ese lugar.
***
Agotada de llorar, Amanda se había quedado dormida en el interior del cajón, encogida como un gato para darse algo de calor. Atila identificó de inmediato el olor conocido de la muchacha y se sentó en los cuartos traseros, esperando instrucciones, mientras Miller la despertaba. Ella se enderezó torpemente, acalambrada y encandilada por la luz en la cara, sin saber adónde estaba, y tardó unos segundos en recordar sus circunstancias. «Soy yo, Ryan, todo está bien», le susurró Miller, ayudándola a desdoblarse y salir. Al reconocerlo, ella le echó los brazos al cuello y se aplastó contra el amplio pecho del hombre, que le daba palmaditas de consuelo en la espalda, murmurando una retahíla de palabras cariñosas que nunca le había dicho a nadie, conmovido hasta el alma, como si no fuera esa chiquilla mimada quien lo mojaba con su llanto, sino la otra niña, la de los ojos verdes, y su hermanito, los niños que él debió rescatar del agujero con delicadeza y transportar en brazos, para que no vieran nada de lo que había ocurrido. Envolvió a Amanda en su chaqueta de cuero y, sosteniéndola, atravesaron el jardín, recogieron la mochila que ella había dejado entre las matas, y llegaron hasta la camioneta, donde esperaron a que Pedro Alarcón cerrara la casa.
Amanda estaba congestionada de llanto y con un resfrío que había comenzado un par de días antes y se desencadenó con furia esa noche. Miller y Alarcón consideraron que no estaba en condiciones de ir al colegio, pero como ella insistió, pasaron por una farmacia a comprarle un remedio y alcohol para quitarle la pintura fluorescente de los brazos, luego se fueron a desayunar a la única cafetería que encontraron abierta —piso de linóleo, mesas y sillas de plástico— donde había buena calefacción y un delicioso olor a tocino frito en el aire. Los únicos otros parroquianos eran cuatro hombres con overoles y cascos de construcción. Les tomó el pedido una muchacha de pelo erizado con gel, como un puerco espín, uñas azules y expresión somnolienta, que parecía haber estado allí toda la noche.
Mientras esperaban la comida, Amanda les hizo prometer a sus salvadores que no dirían una palabra a nadie de lo sucedido. Ella, la maestra de Ripper, experta en vencer malhechores y planear peligrosas aventuras, había pasado la noche dentro de un cajón de embalaje, atorada de lágrimas y mocos. Con un par de aspirinas, un tazón de chocolate caliente y panqueques con miel por delante, la aventura que les contó a borbotones resultaba patética; sin embargo Miller y Alarcón no se burlaron de ella ni le ofrecieron consejos. El primero atacó metódicamente sus huevos con salchichas y el segundo hundió la nariz en su taza de café, pobre sustituto del mate, para disimular la sonrisa.
—¿De dónde eres tú? —le preguntó Amanda a Alarcón.
—De aquí.
—Tienes acento de otra parte.
—Es del Uruguay —intervino Miller.
—Es un país chico en Sudamérica —agregó Alarcón.
—Este semestre tengo que hacer una presentación sobre un país de mi elección para la clase de Justicia Social. ¿Te importa que escoja el tuyo?
—Sería un honor, pero mejor buscas uno en África o Asia, porque en el Uruguay nunca pasa nada.
—Por eso mismo me sirve, será fácil. Parte de la presentación es una entrevista a alguien de ese país, posiblemente en vídeo. ¿Puedes hacerlo?
Intercambiaron teléfonos y direcciones electrónicas y quedaron de acuerdo en juntarse a fines de febrero o comienzos de marzo para filmar la entrevista. A las siete y media de ese acontecido amanecer, los dos hombres depositaron a la muchacha frente a la puerta del colegio. Al despedirse, ella les plantó un beso tímido en la mejilla a cada uno, se acomodó la mochila a la espalda y partió cabizbaja, arrastrando los pies.