Martes, 31

El inspector jefe estaba en su oficina, sentado en su silla ergonómica, un extravagante regalo de sus subalternos cuando cumplió quince años en el Departamento de Policía, los pies sobre el escritorio y las manos en la nuca. Petra Horr entró sin llamar, como siempre, con una bolsa de papel y un café. Antes de conocerla, Bob Martín pensaba que ese nombre tan sonoro no le calzaba a esa mujercita de aspecto infantil, pero después cambió de opinión. Petra tenía treinta años, era muy baja y delgada, con la cara en forma de corazón, frente ancha y mentón puntiagudo, la piel pecosa y el pelo corto, erizado con gel y teñido de negro en la raíz, naranja al medio y amarillo en las puntas, como un gorro de piel de zorro. De lejos parecía una niña y de cerca también, pero apenas abría la boca la ilusión de fragilidad desaparecía. Depositó la bolsa en el escritorio y le pasó el vaso con café a Martín.

—¿Cuántas horas lleva sin echarse nada en el buche, jefe? Le va a dar hipoglucemia. Bocadillo de pollo orgánico en pan integral. Muy sano. Coma.

—Estoy pensando.

—¡Vaya novedad! ¿En quién?

—En el caso del psiquiatra.

—O sea, en Ayani —suspiró Petra teatralmente—. Y ya que la menciona, jefe, le aviso que tiene una visita.

—¿Ella? —preguntó el inspector bajando los pies del escritorio y acomodándose la camisa.

—No. Un joven de lo más chulo. El mozo de los Ashton.

—Galang. Hazlo pasar.

—No. Primero cómase eso, el gigoló puede esperar.

—¿Gigoló? —repitió el inspector, dándole un mordisco al bocadillo.

—¡Ay, jefe! ¡Qué inocente es usted! —exclamó Petra y salió.

Diez minutos más tarde Galang se encontró sentado frente al inspector, con el escritorio de por medio. Bob Martín lo había interrogado un par de veces en la casa de los Ashton, donde el joven filipino usaba pantalón negro y camisa blanca de mangas largas, un discreto uniforme que contribuía, junto a su expresión impenetrable y su actitud sigilosa de felino, a hacerlo invisible. Sin embargo, el hombre que se presentó en el Departamento de Policía nada tenía de invisible: esbelto, atlético, con el cabello negro cogido en una corta cola en la nuca, como un torero, manos cuidadas y sonrisa fácil de dientes muy blancos. Se quitó el impermeable azul marino y, al ver el forro, con el clásico diseño escocés negro y beige, Bob Martín reconoció la marca Burberry, que él jamás podría costear con su salario. Se preguntó cuánto ganaría ese hombre o si alguien le compraba la ropa. Galang, con su porte elegante y su rostro exótico, podía posar para un anuncio de colonia masculina, una fragancia sensual y misteriosa, pensó, pero Petra lo corregiría: para eso posaría desnudo y sin afeitarse.

Martín repasó mentalmente la información disponible: Galang Tolosa, treinta y cuatro años, nacido en Filipinas, inmigró a Estados Unidos en 1995, un año de estudios superiores, trabajó en un Club Med, en gimnasios y un Instituto de Programación Corporal Consciente. Le preguntó a Petra qué carajo era eso y ella le explicó que en teoría se trataba de masaje con atención e intención positiva, que supuestamente producía cambios benéficos en los tejidos del cuerpo. Brujería como la de Indiana, concluyó Bob, cuya idea de masaje era un salón sórdido con muchachas asiáticas en pantaloncitos cortos, con los senos al aire y guantes de goma.

—Disculpe que le quite tiempo, inspector jefe. Venía pasando y pensé venir a conversar con usted —dijo el filipino, sonriendo.

—¿De qué?

—Voy a serle muy franco, inspector. Tengo visa de residente y estoy optando a la ciudadanía estadounidense, no puedo verme envuelto en un caso policial. Me preocupa que el asunto del doctor Ashton me traiga problemas —dijo Galang.

—¿Se refiere al homicidio del doctor Ashton? Hace bien en preocuparse, joven. Usted estaba en la casa, tenía acceso al estudio, conocía los hábitos de la víctima, no tiene coartada y, si escarbamos un poco, seguramente encontraremos un motivo. ¿Desea agregar algo a sus declaraciones previas? —El tono amable del policía contrastaba con la amenaza implícita en sus palabras.

—Sí… Bueno, eso que usted acaba de mencionar: el motivo. El doctor Ashton era un hombre difícil y yo tuve algunos enfrentamientos con él —balbuceó Galang. La sonrisa había desaparecido.

—Explíquese.

—El doctor trataba mal a la gente, sobre todo cuando bebía. Su primera esposa y también la segunda lo acusaron de maltrato en los juicios de divorcio, puede comprobarlo, inspector.

—¿Alguna vez actuó violentamente contra usted?

—Sí, tres veces, pero fue porque yo traté de proteger a la señora.

El inspector dominó su curiosidad y esperó a que el otro continuara a su debido tiempo, observando su expresión facial, sus gestos, sus tics casi imperceptibles. Estaba acostumbrado a las mentiras y a las verdades a medias, se había resignado a la idea de que casi todo el mundo miente, unos por vanidad, para presentarse bajo una luz favorable, otros por temor y la mayoría simplemente por hábito. En cualquier interrogatorio policial la gente se pone nerviosa, aunque sea inocente, y a él le correspondía interpretar las respuestas, descubrir la falsedad, adivinar las omisiones. Sabía por experiencia que las personas ansiosas por complacer, como Galang, no soportan una pausa incómoda y si se les da rienda hablan más de lo que deben.

No esperó mucho: treinta segundos más tarde el filipino le soltó una perorata que tal vez había preparado, pero que se le enredó en la urgencia de parecer convincente. Había conocido a Ayani en Nueva York hacía una década, dijo, eran amigos cuando ella estaba en el apogeo de su carrera, más que amigos eran como hermanos, se ayudaban, se veían casi a diario. Con la crisis económica empezó a faltarles trabajo a los dos y a finales de 2010, cuando ella conoció a Ashton, su situación era prácticamente desesperada. Apenas Ashton y Ayani se casaron, ella lo trajo a San Francisco como mayordomo, un empleo muy por debajo de sus calificaciones, pero él quería alejarse de Nueva York, donde tenía algunos líos de dinero y de otras clases. Su sueldo era bajo, pero Ayani lo compensaba pasándole algo a espaldas de su marido. Para él fue muy duro ver sufrir a su amiga, Ashton la trataba como reina en público y como basura en privado. Al principio la torturaba psicológicamente, en eso era insuperable, y después también la golpeaba. Varias veces él vio a Ayani con magulladuras, que ella trataba de esconder con maquillaje. Galang procuraba ayudarla, pero a pesar de la confianza que se tenían, ella se negaba a mencionar ese aspecto de su matrimonio, le daba vergüenza, como si la violencia de su marido fuera culpa de ella.

—Peleaban mucho, inspector —concluyó.

—¿Por qué peleaban?

—Por cosas sin importancia, porque a él no le gustaba un plato de comida, porque ella llamaba por teléfono a su familia en Etiopía, porque al doctor Ashton le daba rabia que a ella la reconocieran adonde fuera y a él no. Por una parte quería lucirse del brazo de Ayani y por otra pretendía mantenerla encerrada. En fin, por esas cosas.

—¿Y también por usted, señor Tolosa?

La pregunta tomó a Galang por sorpresa. Abrió la boca para negarlo, lo pensó mejor y asintió en silencio, angustiado, frotándose la frente con la mano. Richard Ashton no toleraba su amistad con Ayani, dijo, sospechaba que ella le compraba cosas y le pasaba dinero, sabía que él le guardaba los secretos a ella, desde los gastos y las salidas, hasta las amistades que Ashton le prohibía. El psiquiatra los ponía a prueba a ambos, humillándolo a él delante de Ayani, o maltratándola a ella hasta que él no podía más y lo enfrentaba.

—Mire, inspector, le confieso que a veces me hervía la sangre, apenas podía controlarme para no tumbarlo de un puñetazo. No sé cuántas veces tuve que ponerme en medio para separarlo de su mujer, tenía que empujarlo y sujetarlo, como a un niño malcriado. En una ocasión tuve que encerrarlo en el baño hasta que se calmara, porque persiguió a la señora con un cuchillo de la cocina.

—¿Cuándo fue eso?

—El mes pasado. Recientemente la situación había mejorado; pasaban por un buen momento, estaban en paz y volvieron a hablar del libro que pensaban escribir. Ayani… la señora Ashton estaba contenta.

—¿Algo más?

—Eso sería todo, inspector. Quería explicarle la situación antes de que las empleadas de la casa se lo contaran a su manera. Supongo que esto me hace sospechoso, pero debe creerme, yo no tuve nada que ver con la muerte del doctor Ashton.

—¿Tiene un arma?

—No, señor. No sabría usarla.

—¿Y sabría usar un bisturí?

—¿Un bisturí? No, claro que no.

Cuando Galang Tolosa salió de su oficina, el inspector llamó a su asistente.

—¿Qué opinas sobre lo que escuchaste detrás de la puerta, Petra?

—Que la señora Ashton tenía motivos de sobra para deshacerse de su marido y el mozo para ayudarla.

—¿Crees que Ayani sea el tipo de mujer capaz de electrocutar a su marido con un táser?

—No. Ella le habría puesto una víbora etíope en la cama. Pero creo que Galang Tolosa olvidó mencionar un detalle.

—¿Cuál?

—Que Ayani y él son amantes. ¡Momento, jefe, no me interrumpa! La relación de esos dos tiene muchos matices, son cómplices y confidentes, ella lo protege y él debe de ser el único hombre que la conoce hasta la última fibra y es capaz de darle placer sexual.

—¡Jesús! ¡Qué perversiones se te ocurren, mujer!

—A mí se me ocurren pocas, pero Galang debe de tener un amplio repertorio. Si quiere, le explico exactamente qué tipo de mutilación genital sufrió Ayani a los ocho años: ablación de los labios y el clítoris. No es un secreto, ella misma lo ha dicho. Puedo conseguirle un vídeo, para que vea lo que les hacen a las niñas, con un cuchillo mellado o una hojilla de afeitar oxidada, sin anestesia.

—No, Petra, no será necesario —suspiró Bob Martín.