Sábado, 31
La primera en alarmarse por la ausencia de Indiana fue su hija, porque conocía sus hábitos mejor que nadie y le extrañó que ese viernes no llegara a cenar con ella y su abuelo, una costumbre que se mantenía inmutable, con muy pocas excepciones, desde que ella entró en el internado, cuatro años antes. Madre e hija esperaban desde el lunes para verse, especialmente cuando a Amanda le tocaba pasar sábado y domingo con su padre. Sin Alan Keller en su vida, quien en contadas ocasiones la había reclamado un viernes, como para el viaje a Turquía o para asistir a algún espectáculo especial, Indiana carecía de pretextos para ausentarse a la hora de la comida. Terminaba con su último paciente, se montaba en la bicicleta, tomaba Broadway Street, con sus clubes de striptease y bares, seguía por Columbus Avenue, donde estaba la famosa librería City Lights, nido de los beatniks, pasaba frente al notable edificio revestido de cobre de Francis Ford Coppola, continuaba hasta la plaza Portsmouth, en los límites de Chinatown, donde se juntaban los viejos a hacer tai chi y apostar en juegos de mesa, y de allí al edificio de Transamérica, la característica pirámide del perfil de San Francisco. Era la hora en que cambiaba el aspecto del distrito financiero, porque cerraban las oficinas y empezaba la vida nocturna. Pasaba por debajo del Bay Bridge, que conectaba San Francisco con Oakland, frente al nuevo estadio de béisbol, y de allí a su barrio echaba menos de diez minutos. A veces se detenía a comprar alguna golosina para la cena y pronto estaba en casa lista para sentarse a la mesa. Como ella llegaba tarde y el abuelo y Amanda no cocinaban, dependían del repartidor de pizza o de la buena voluntad de Elsa Domínguez, quien por lo general les dejaba algo de comer en el refrigerador. Ese viernes el abuelo y la nieta aguardaron a Indiana hasta las nueve de la noche antes de resignarse a calentar la pizza, tiesa como cartón.
—¿Le habrá pasado algo? —murmuró Amanda.
—Ya llegará. Tu mamá tiene más de treinta años, es normal que de vez en cuando salga con unos amigos a tomarse un trago después de una semana de trabajo.
—¡Pero podría habernos llamado! Cualquiera de esos supuestos amigos podría prestarle un móvil.
El sábado amaneció con un cielo naranja y la primavera anunciándose en los brotes de magnolias y los picaflores suspendidos en pleno vuelo, como diminutos helicópteros, entre las fucsias del jardín. Amanda despertó sobresaltada, con un mal presagio, y se sentó en la cama, temblando por la resaca de una pesadilla en la que Alan Keller trataba de arrancarse la flecha del pecho. Su cuarto estaba iluminado por tenues rayos dorados que pasaban a través de la cortina y Salve-el-Atún, liviana como espuma, dormía su sueño de gata contenta enrollada en la almohada. La chica la tomó en brazos y hundió la nariz en su panza tibia, murmurando un encantamiento para desprenderse de las persistentes visiones nocturnas.
Descalza, con una camiseta de su abuelo por pijama, fue a la cocina a darle leche a la gata y calentarse una taza de chocolate, siguiendo el rastro del olor a café y pan tostado que flotaba en la casa. Blake ya estaba allí, viendo las noticias, con pantuflas y arropado en su vieja bata de franela, la misma que usaba cuando su mujer estaba viva, diecisiete años atrás. Amanda le colocó a la gata en el regazo y subió a la cueva de la bruja por la escalera de caracol, que la unía a la casa principal. Al minuto estaba de regreso en la cocina gritando que en la pieza de su madre no había nadie y la cama estaba sin usar. Era la primera vez desde que el abuelo y la nieta podían recordar que Indiana no iba a dormir sin haber avisado.
—¿Dónde puede haber ido, abuelo?
—No te preocupes, Amanda. Vístete tranquila, te voy a ir a dejar donde tu papá y después voy a pasar por la consulta de Indiana. Estoy seguro de que hay una explicación para esto.
Pero no la había. Al mediodía, después de buscarla en los sitios que ella frecuentaba y de comunicarse sin resultado con sus amigos cercanos, incluso con doña Encarnación, a quien no deseaba alarmar más de la cuenta, y con la temible Celeste Roko, que contestó el teléfono en medio de un masaje sólo porque vio el número del hombre con el cual pensaba casarse, Jackson llamó a Bob Martín y le preguntó si correspondía dar parte a la policía. Su ex yerno le recomendó esperar un poco, porque la policía no se moviliza por la presunta desaparición de un adulto que no va a dormir una noche, y agregó que él haría algunas indagaciones y lo llamaría apenas tuviera noticias. Ambos temían que Indiana estuviera con Ryan Miller. Conociéndola como ellos la conocían, podían enumerar varias razones para justificar ese temor, desde su desatinada compasión, que la impulsaría a socorrer a un fugitivo de la ley, hasta su corazón alborotado, que la haría perseguir otro amor para reemplazar el que acababa de perder. La posibilidad que ninguno de los dos se atrevía a considerar todavía era que Indiana estuviera con Ryan Miller contra su voluntad, en calidad de rehén. Bob Martín supuso que en ese caso lo sabrían muy pronto, cuando sonara el teléfono y el secuestrador planteara sus condiciones. Se dio cuenta de que estaba sudando.
***
El móvil secreto de Pedro Alarcón empezó a vibrar en el bolsillo de su pantalón cuando iba por la mitad de los seis kilómetros que corría diariamente en el parque Presidio, entrenándose para el triatlón en que habría participado con Ryan Miller, si a éste no se le hubiera complicado la agenda. Sólo dos personas podían llamarlo a ese número, su amigo fugitivo y Amanda Martín. Comprobó que era la chiquilla, cambió de dirección y siguió corriendo hacia el café Starbucks más próximo, donde compró un frapuccino, brebaje que no podía compararse a un buen mate, pero servía para despistar a quien lo hubiese seguido hasta allí, le pidió prestado el móvil a otro parroquiano y llamó a Amanda, quien puso a su abuelo al habla. La conversación con Blake Jackson consistió en cuatro palabras: cuarenta minutos, Dolphin Club. Alarcón se fue al trote hasta su coche y de allí al Parque Acuático, tuvo la suerte inesperada de encontrar un lugar donde estacionar y luego caminó al club con su bolsa al hombro y paso liviano, como hacía todos los sábados.
Jackson llegó en taxi hasta la plaza Ghirardelli y caminó al club, mezclado con los turistas y las familias que paseaban aprovechando el día soleado, uno de esos días en que la luz de la bahía es como la de Grecia. Alarcón lo esperaba en el oscuro vestíbulo del club, aparentemente absorto en la hoja cuadriculada donde los miembros del Club Polar anotaban cuánto habían nadado ese invierno. Le hizo una seña a Blake y éste lo siguió a los estrechos camerinos del segundo piso.
—¿Dónde está mi hija? —le preguntó al uruguayo.
—¿Indiana? ¿Cómo quiere que lo sepa?
—Está con Miller, estoy seguro. No ha vuelto a la casa desde ayer y tampoco ha llamado, esto nunca había pasado antes. La única explicación es que está con él y no se ha comunicado con nosotros por precaución, para protegerlo. Usted sabe dónde se esconde Miller, déle un recado de mi parte.
—Si puedo, se lo daré, pero podría jurarle que Indiana no está con él.
—Nada de juramentos, primero hable con su amigo. Usted es cómplice de un fugitivo, culpable de obstrucción a la justicia, etcétera. Dígale a Miller que si Indiana no me llama antes de las ocho de la noche, será usted quien pague las consecuencias.
—No me amenace, Blake. Estoy de su parte.
—Sí, sí, perdóneme, Pedro. Estoy un poco nervioso —balbuceó el abuelo, carraspeando para disimular la angustia que le cerraba la garganta.
—Será difícil hablar con Miller, siempre está moviéndose, pero lo voy a intentar. Espere mi llamada, Blake, lo llamaré desde un teléfono público apenas sepa algo.
Alarcón guió a Blake Jackson por el pasillo que conectaba el Dolphin con su club rival, el South End, para que saliera por una puerta diferente a la que él había usado, y luego se fue a la playa, donde podía hablar en paz. Llamó a su amigo para explicarle la situación y, tal como esperaba, Miller afirmó que no sabía nada de Indiana. Le dijo que la última vez que había hablado con ella fue desde su loft, el viernes 9 de marzo, el día en que fue descubierto el cadáver de Alan Keller. En los días que llevaba oculto había estado mil veces a punto de llamarla, incluso de arriesgarlo todo y presentarse ante ella en la Clínica Holística, porque ese extraño silencio que los separaba se le hacía cada día más intolerable; necesitaba verla, abrazarla, reiterarle que la amaba más que a nadie y a nada en su vida y que jamás renunciaría a ella. Pero no podía convertirla en su cómplice. No tenía nada que ofrecerle, primero debía atrapar al asesino de Alan Keller y limpiar su nombre. Le contó a Alarcón que después de destruir el contenido de sus computadoras y antes de abandonar su loft, llamó a Amanda, porque estaba seguro que Indiana había olvidado el móvil o lo tenía sin batería.
—Estaban juntas y pude hablar con Indiana y le expliqué que no maté a Keller, aunque es cierto que lo había golpeado, y que tendría que esconderme, porque eso me incriminaba.
—¿Qué te respondió?
—Que no le debía explicaciones, porque ella jamás había dudado de mí, y me rogó que acudiera a la policía. Me negué, por supuesto, y le hice prometer que no me delataría. Era el momento menos apropiado para mencionar nuestra relación, Keller llevaba pocas horas muerto, pero no pude evitarlo y le dije que la adoraba y una vez que se aclarara la situación iba a tratar por todos los medios de enamorarla. Nada de eso importa ahora, Pedro. Lo único que importa es rescatarla.
—Lleva ausente sólo unas horas…
—¡Está en grave peligro! —exclamó Miller.
—¿Crees que su desaparición está relacionada con la muerte de Keller?
—Sin duda, Pedro. Y por las características del homicidio de Keller, estoy seguro de que estamos frente al autor de los crímenes anteriores.
—No veo la relación entre Indiana y ese asesino en serie.
—Por el momento yo tampoco la veo, pero créeme, Pedro, esa relación existe. Tenemos que encontrar a Indiana de inmediato. Ponme en contacto con Amanda.
—¿Amanda? La chiquilla está muy alterada con lo que ha pasado, no sé cómo te puede ayudar.
—Ya lo verás.