Lunes, 20
Para eludir a la policía, las peleas de perros se llevaban a cabo en diferentes localidades. Elsa Domínguez le había anunciado al inspector jefe que habría una el tercer lunes del mes, aprovechando el feriado del día de los Presidentes, pero no supo decirle dónde. Bob Martín consiguió que uno de sus informantes lo averiguara y llamó a sus colegas del Departamento de Policía de San Rafael para contarles lo que iba a suceder y ofrecerles su colaboración. A los agentes, que ya tenían suficientes problemas con otros delitos de las pandillas del Canal, no les interesó demasiado el asunto, aunque sabían que las peleas de perros se prestaban a apuestas, borracheras, prostitución y narcotráfico, hasta que Bob Martín les hizo ver la ventaja de que una noticia como ésa saliera en la prensa. El público se ponía más sentimental con los animales que con los niños. Una reportera y un fotógrafo del periódico local estaban dispuestos a acompañarlos en la redada, un incentivo que se le ocurrió a Petra Horr, porque conocía a la periodista y pensó que le interesaría ver lo que ocurría a pocas cuadras de su propia casa.
No todos los dueños de perros de pelea eran curtidos maleantes, algunos eran muchachos negros o inmigrantes latinos y asiáticos sin trabajo, que intentaban ganarse la vida con sus campeones. Para inscribir a un perro novato en una riña había que invertir trescientos dólares, pero una vez que éste se clasificaba, después de vencer a varios contrincantes, el dueño cobraba por hacerlo pelear y además ganaba con las apuestas. El «deporte», como llamaban a esa diversión clandestina, era tan sanguinario que la reportera casi vomitó cuando Petra le mostró un vídeo de una pelea y fotografías de los perros moribundos con las entrañas arrancadas a dentelladas.
Hugo Domínguez y otro muchacho de su edad tenían un prometedor mastín de cuarenta y cinco kilos, un bastardo de rottweiler, criado con carne cruda, sin contacto con otros animales ni afecto humano, al que entrenaban haciéndolo correr durante horas, hasta que las patas no lo sostenían, lo azuzaban para que atacara y lo enloquecían con drogas y chile picante en el recto. Mientras más sufriera el animal, más fiero se volvía. Sus dueños iban a los barrios más pobres de Oakland y Richmond, donde había perros sueltos, ataban a una hembra en celo a un árbol y esperaban a que, atraídos por el olor, se acercaran machos callejeros; entonces los cazaban con una red, los echaban en el maletero de un coche y se los llevaban para que hicieran de sparrings del rottweiler.
Ese lunes se conmemoró a George Washington, nacido en febrero de 1732, y por extensión a todos los presidentes de Estados Unidos, con rebajas en las tiendas, banderas, programas patrióticos en los medios de comunicación y carnavales para los niños en los parques. El día estuvo nublado, oscureció temprano y a las siete y media de la tarde, cuando Bob Martín se sumó a los agentes de San Rafael para iniciar la redada, ya era noche cerrada. Petra Horr iba con su amiga reportera y el fotógrafo, siguiendo de cerca a la caravana de cinco coches, tres de la policía de San Rafael y dos de la de San Francisco, que llegaron en silencio y sin luces a la zona industrial de la ciudad, vacía a esa hora.
Cerca de un antiguo depósito de materiales de construcción, en desuso desde hacía varios años, vieron vehículos estacionados a lo largo de la calle y Bob Martín comprendió que el dato de su informante era acertado. La mayoría de los éxitos de su carrera se los debía a los soplones; sin ellos su trabajo sería muy difícil y por eso los protegía y trataba bien. A una orden suya, dos oficiales tomaron las patentes de los coches, que más tarde podrían identificar, otros se distribuyeron sigilosamente alrededor del depósito, bloqueando las posibles salidas, mientras él encabezaba el grupo de ataque. Planeaban irrumpir por sorpresa, pero los organizadores de la riña tenían vigilancia exterior.
Se oyeron unos gritos de alarma en español y de inmediato se produjo una estampida de hombres que se abalanzaron hacia las salidas, sobrepasando en número y fuerza a la policía, seguidos por unas pocas mujeres jóvenes que chillaban y se defendían a arañazos y patadas. En cuestión de segundos se encendieron los focos de los coches patrulleros y empezó una algarabía de órdenes, insultos, bastonazos y hasta algunos tiros al aire. Aunque lograron detener a una docena de hombres y cinco mujeres, el resto logró escapar.
En una especie de hangar, donde todavía se veían algunas pilas de ladrillos y barras de hierros retorcidos, en una atmósfera densa de humo de cigarrillo, ladridos y olor a sudor humano, sangre y excrementos, había un improvisado ruedo de unos tres metros por tres, con planchas de madera aglomerada de metro veinte de altura, que separaban al público de los animales enrabiados. Para evitar que resbalaran las patas de los perros, una moqueta ordinaria cubría el piso del cuadrilátero, tan ensangrentada como la madera del cerco. En jaulas o atados con cadenas esperaban varios perros que aún no habían participado en las peleas y tirados en un extremo del depósito agonizaban dos animales vencidos. Bob Martín hizo intervenir a la Sociedad Protectora de Animales, que aguardaba con un vehículo y dos veterinarios para acudir a su llamado.
Hugo no intentó escapar de la policía, como si supiera que su suerte estaba echada. Sus sospechas habían comenzado cuando su madre y sus hermanas, que habían aprendido a no meterse en su vida, le rogaron que se quedara en casa esa noche. «Tengo un mal presentimiento», había dicho su madre, pero por el tono solapado y la mirada escurridiza, él supo que era más que un presentimiento, era una traición. ¿Qué sabían las mujeres de su familia? Lo suficiente para hundirlo, estaba seguro. Sabían del rottweiler y habían descubierto su maletín con las jeringas y el resto del equipo, que confundieron con instrumental para drogas y armaron tal escándalo que se vio obligado a explicarles que era material de primeros auxilios. Los dueños de los perros no podían llevar a los heridos a un veterinario, que hubiera identificado las mordeduras, tenían que aprender a coserlos, vendarlos, administrarles fluidos en las venas y antibióticos. Habían invertido tiempo y dinero en sus campeones, debían tratar de salvarlos si cabía esperanza, si no los tiraban al canal o los abandonaban en una autopista, para que parecieran atropellados. Nadie investigaba la muerte de un perro, por destrozado a mordiscos que estuviese. Lo que tal vez su madre y sus hermanas no sabían era que al informar a la policía lo condenaban a muerte a él y se condenaban ellas mismas, porque si los Sureños o los jefes del circuito de peleas de perros, un par de coreanos despiadados, se enteraban de la traición, todos pagarían el precio en sangre, incluso sus pequeños sobrinos. Y los jefes siempre se enteraban de todo.
El inspector encontró a Hugo Domínguez agazapado en un rincón, detrás de unos sacos de gravilla, esperando. Había decidido que la única forma de alejar las sospechas de sí mismo y su familia era que lo arrestaran. En la prisión estaba más seguro que en la calle, allí podía pasar inadvertido al mezclarse con otros latinos, no sería el primer Sureño que caía en San Quintín. Al final de su condena le esperaría la deportación. ¿Qué iba a hacer en Guatemala, un país desconocido y hostil? Unirse a otra pandilla, qué otra cosa podía hacer.
—¿Cuál es tu campeón, Hugo? —le preguntó Bob Martín, cegándolo con el rayo de su linterna.
El muchacho señaló a uno de los encadenados, un animal grande y pesado, marcado de cicatrices, con la piel del hocico recogida, como una quemadura.
—¿Ese perro negro?
—Sí.
—Hace dos semanas, el martes 7 de febrero, tu perro ganó una pelea importante. Te echaste dos mil dólares al bolsillo y los Sureños se llevaron otros tantos, después de pagar comisión a los coreanos.
—Yo no sé nada, polizonte.
—No necesito tu confesión. Las riñas de perros son un delito repugnante, Hugo, pero a ti te servirán de coartada para salvarte el pellejo por algo más serio, el homicidio de Rachel Rosen. Date vuelta y pon las manos atrás —le ordenó Bob Martín, con las esposas listas.
—Dígale a mi madre que nunca se lo perdonaré —dijo el muchacho, con lágrimas de ira.
—Tu madre no tuvo nada que ver con esto, mocoso malcriado. Le vas a partir el corazón a la pobre Elsa.