Domingo, 15

Alan Keller pertenecía a una familia influyente desde hacía más de un siglo en San Francisco, primero por su fortuna y luego por antigüedad y vinculaciones. Tradicionalmente, los Keller habían donado sumas importantes al Partido Demócrata en cada elección, tanto por ideal político como por la ventaja de obtener conexiones, sin las cuales sería muy difícil ser alguien en la ciudad. Alan era el menor de los tres hijos de Philip y Flora Keller, una pareja de nonagenarios que aparecía con regularidad en las páginas sociales, dos momias algo deschavetadas y decididas a vivir para siempre. Sus descendientes, Mark y Lucille, manejaban los bienes de la familia excluyendo al menor, a quien consideraban el artista del lote por ser el único capaz de apreciar la pintura abstracta y la música atonal.

Alan no había trabajado ni un solo día en su vida, pero había estudiado historia del arte, publicaba sesudos artículos en revistas especializadas y de vez en cuando asesoraba a conservadores de museos y coleccionistas. Había tenido amores cortos, nunca se casó y la idea de reproducirse y contribuir al exceso de población del planeta no le preocupaba, porque el número de sus espermatozoides era tan bajo, que podía considerarse insignificante. No necesitaba una vasectomía. En vez de criar hijos prefería criar caballos, pero no lo hacía porque era un pasatiempo muy caro, como le informó a Indiana a poco de conocerla, y agregó que la Orquesta Sinfónica se beneficiaría de su herencia, si es que quedaba algo después de su muerte, ya que pensaba disfrutar de la vida sin fijarse en gastos. Eso era inexacto: estaba obligado a controlar sus gastos, que siempre sumaban más que sus ingresos, como le machacaban sus hermanos a cada rato.

Su falta de talento para los negocios se prestaba a bromas de los amigos y reproches de su familia. Se arriesgaba en aventuras comerciales fantasiosas, como una viña en Napa, adquirida por capricho después de haber recorrido en globo los viñedos de Borgoña. Era buen catador y la viticultura se había puesto de moda, pero ignoraba lo más elemental de ella, de modo que su escasa producción apenas se distinguía en el mundillo competitivo de esa industria y dependía de administradores poco fiables.

Estaba orgulloso de su propiedad, cercada de rosas, con una casa estilo hacienda mexicana, donde lucía su colección de obras de arte latinoamericano, desde figuras incaicas de barro y piedra, mal habidas en el Perú, hasta un par de pinturas de formato mediano de Botero. En su casa de Woodside tenía el resto. Era un coleccionista perseverante, capaz de cruzar el mundo para conseguir una pieza única de porcelana francesa o jade chino, pero rara vez necesitaba hacerlo, para eso contaba con varios proveedores.

Vivía en una mansión campestre construida por su abuelo cuando todavía Woodside era zona rural, varias décadas antes de que se convirtiera en refugio de millonarios del Silicon Valley que llegó a ser en los años noventa. El caserón impresionaba por fuera, pero por dentro estaba decrépito, nadie se había ocupado de darle una mano de pintura o reemplazar las cañerías desde hacía cuatro décadas. Alan Keller deseaba venderlo, porque el terreno era muy valioso, pero sus padres, dueños legítimos, se aferraban a esa propiedad por razones inexplicables, ya que jamás iban de visita. Alan les deseaba muchos años más de vida, pero no podía menos que calcular cuánto mejoraría su situación si Philip y Flora Keller optaran por descansar en paz. Cuando se vendiera la casa y él recibiera su parte, o cuando heredara, pensaba comprar un ático moderno en San Francisco, más conveniente para un soltero de sociedad como él que esa añosa mansión rural, donde ni siquiera podía ofrecer un cóctel por temor a que se deslizara una rata entre los pies de los invitados.

Indiana no conocía esa residencia ni el viñedo de Napa, porque él no se los había mostrado y a ella le daba pudor insinuarle que lo hiciera. Suponía que en el momento oportuno él tomaría la iniciativa. Amanda decía, cuando se tocaba el tema, que Keller se avergonzaba de su madre y la perspectiva de tener a ese hombre de padrastro no le gustaba nada. Indiana no le hacía caso, su hija era demasiado joven y celosa para apreciar las cualidades de Alan Keller: sentido del humor, cultura, refinamiento. No tenía por qué decirle que además era un amante experto; Amanda todavía creía que sus padres eran asexuados, como las bacterias. La chiquilla admitía que Keller, a pesar de su avanzada edad, era agradable a la vista; se parecía a un actor inglés con buen pelo y buen porte que fue sorprendido en Los Ángeles retozando con una prostituta en un coche, cuyo nombre siempre se le olvidaba porque no salía en las películas de vampiros.

Gracias a su amante, Indiana había ido a Estambul y estaba aprendiendo a apreciar la buena cocina, el arte, la música y las películas antiguas en blanco y negro o las extranjeras, que él debía explicarle porque ella no alcanzaba a leer los subtítulos. Keller era un compañero entretenido, que no se molestaba cuando lo confundían con su padre y que le daba libertad, tiempo y espacio para dedicarles a su familia y a su trabajo, le abría horizontes, era un amigo exquisito en los detalles, pendiente de halagarla y darle placer. Otra mujer se habría preguntado por qué la excluía de su círculo social y no la había presentado a ningún miembro del clan Keller, pero Indiana, carente de toda malicia, lo atribuía a los veintidós años de diferencia de edad entre ellos. Creía que Alan, tan considerado, deseaba evitarle el fastidio de mezclarse con gente mayor y a su vez se sentía fuera de lugar en el ambiente juvenil de ella. «Cuando tú tengas sesenta años, Keller será un anciano de ochenta y dos con marcapasos y Alzheimer», le hizo ver Amanda, pero ella confiaba en el futuro: podría ser que para entonces él estuviera como un pimpollo y fuese ella quien sufriera del corazón y padeciera demencia senil. La vida está llena de ironías, mejor gozar lo que se tiene ahora, sin pensar en un mañana hipotético, pensaba.

***

El amor de Alan Keller con Indiana había transcurrido sin mayores altibajos, aislado de los sinsabores cotidianos y protegido de la curiosidad ajena, pero en los últimos meses a él se le habían complicado las finanzas y su salud estaba deteriorándose, eso interfería con las rutinas de su existencia y la placidez de su relación con Indiana. Su incompetencia para manejar dinero le producía cierto orgullo, porque lo diferenciaba del resto de su familia, pero no podía seguir ignorando sus malas inversiones, las pérdidas que daba su viñedo, la caída de sus acciones y el hecho de que su capital en obras de arte era inferior a lo imaginado. Acababa de descubrir que su colección de jades no era tan antigua ni tan valiosa como le hicieron creer. Además, en su revisión médica anual le habían detectado un posible cáncer de próstata, que lo sumió en estado de terror durante cinco días, hasta que su urólogo lo salvó de esa agonía con nuevos exámenes de sangre. El laboratorio debió admitir que los resultados previos se habían confundido con los de otro paciente. Al cumplir cincuenta y cinco años, las dudas de Keller respecto a su salud y virilidad, dormidas desde que conoció a Indiana y volvió a sentirse joven, habían vuelto a molestarlo. Estaba deprimido. Faltaba en su pasado algo que pudiera destacarse en su epitafio. Había recorrido dos terceras partes del trayecto de su vida, calculaba los años que le quedaban hasta convertirse en una réplica de su padre, temía el deterioro físico y mental.

Se le habían acumulado deudas y era inútil recurrir a sus hermanos, que administraban los fondos familiares como si fueran los únicos dueños y le restringían el acceso a su parte con el argumento de que él sólo producía gastos. Les había rogado que vendieran la propiedad de Woodside, ese dinosaurio imposible de mantener, y la respuesta era que no fuera mal agradecido, disponía gratis de la casa. Su hermano mayor se había ofrecido a comprarle la viña en Napa para ayudarlo a salir a flote, como decía, pero Alan sabía que sus motivos estaban lejos de ser altruistas: pretendía apoderarse de la propiedad a precio de ganga. Con los bancos le había ido mal, su crédito estaba seco y ya no bastaba jugar al golf con un gerente para resolver el asunto de forma amistosa, como antes de la crisis económica. De pronto su existencia, envidiable hasta hacía poco, se había complicado y se sentía atrapado como una mosca en una telaraña de inconvenientes.

Su psiquiatra le diagnosticó una crisis existencial pasajera, frecuente en los hombres de su edad, y le recetó testosterona y más píldoras para la ansiedad. Con tantas preocupaciones había descuidado a Indiana y ahora los celos lo acosaban sin darle respiro, lo cual también era normal, según el psiquiatra, a quien no le había confesado que volvió a contratar a Samuel Hamilton Jr., el detective privado.

No quería perder a Indiana. La idea de quedarse solo o de empezar de nuevo con otra mujer lo desalentaba, no tenía edad para citas románticas, estrategias de conquista, escaramuzas y concesiones en materia sexual, un fastidio. Su relación con ella era cómoda, incluso tenía la suerte de ser detestado por Amanda, aquella mocosa malcriada. Eso lo eximía de responsabilidades hacia ella. Pronto Amanda se iría a la universidad y su madre podría dedicarle más tiempo a él, pero Indiana andaba distraída y distante, ya no tomaba la iniciativa para las citas de amor ni estaba disponible cuando a él se le antojaba, tampoco mostraba la admiración de antaño, lo contradecía y aprovechaba cualquier excusa para discutir. Keller no deseaba una mujer sumisa, eso lo habría aburrido a muerte, pero tampoco podía andar pisando huevos para evitar una confrontación con su amante; para peleas tenía suficiente con sus empleados y parientes.

El cambio de actitud de Indiana era culpa de Ryan Miller, no cabía otra explicación, aunque su investigador privado le había asegurado que no existían razones concretas para tal acusación. Bastaba ver a Miller, con su nariz quebrada y su pinta de bruto, para adivinar que era peligroso. Imaginaba a ese gladiador en la cama con Indiana y le daba náuseas. ¿Lo limitaría el muñón de la pierna? Quién sabe, más bien podía ser un capital a su favor: las mujeres son curiosas, se excitan con las cosas más raras. No podía plantearle sus sospechas a Indiana, los celos eran indignos de un hombre como él, humillantes, algo que escasamente podía discutir con su psiquiatra. Según Indiana, el soldado era su mejor amigo, lo cual de por sí resultaba intolerable, porque ese papel le correspondía a él, pero estaba seguro de que una amistad platónica entre un hombre como Miller y una mujer como ella era imposible. Necesitaba saber qué ocurría cuando estaban solos en la oficina número 8, en sus frecuentes paseos al bosque, o en el loft de Miller, donde ella no tenía por qué ir.

Los informes de Samuel Hamilton Jr. eran demasiado vagos. Había perdido confianza en ese hombre, quizá estuviera protegiendo a Indiana. Hamilton había tenido la desfachatez de darle consejos, le dijo que en vez de espiar a Indiana tratara de reconquistarla, como si a él no se le hubiera ocurrido, pero ¿cómo hacerlo con Ryan Miller de por medio? Debía encontrar la manera de alejarlo o eliminarlo. En un momento de debilidad se lo había insinuado al detective, seguramente él tenía contactos y por el precio adecuado podía encontrar un gatillo alegre, uno de esos pandilleros coreanos, por ejemplo, pero Hamilton fue terminante. «No cuente conmigo, si quiere un asesino a sueldo, consígalo usted». Resolver el asunto a tiros no pasaba de ser una humorada, nada más lejos de su forma de ser y además, si de balazos se tratara, Miller era de cuidado. ¿Qué haría si tuviera pruebas irrefutables de la infidelidad de Indiana? La pregunta era como un moscardón zumbando en su oído, no lo dejaba en paz.

Debía reconquistar a Indiana, como dijo el detective. Ese término le erizaba la piel, «reconquistarla», como en las telenovelas, pero en fin, algo debía hacer, no podía quedarse de brazos cruzados. A su psiquiatra le aseguró que podía seducirla, como hizo al principio de su relación, podía ofrecerle mucho más que ese amputado, la conocía mejor que nadie y sabía hacerla feliz, no en vano había pasado cuatro años refinándole los sentidos y dándole el placer que ningún otro hombre sabría darle y mucho menos un soldado tosco como Miller. El psicoanalista lo escuchaba sin opinar y a Keller sus propios argumentos, repetidos en cada sesión, le sonaban cada vez más huecos.

***

El domingo a las seis de la tarde, en lugar de esperar a Indiana en una suite del hotel Fairmont para cenar en privado, ver una película y hacer el amor, como acostumbraban, Keller decidió sorprenderla con un cambio. La recogió en la casa de su padre y la llevó a ver «Maestros de Venecia», en el museo De Young, cincuenta cuadros prestados por un museo de Viena. No había querido ver la exposición en medio de una multitud y gracias a su amistad con el director del museo consiguió una visita guiada cuando el De Young estaba cerrado. Silencioso y sin visitantes, el moderno edificio parecía un templo futurista de vidrio, acero y mármol, con grandes espacios geométricos llenos de luz.

El guía que le asignaron resultó ser un joven con mal cutis y con un texto memorizado, a quien Keller hizo callar de inmediato con su autoridad de historiador del arte. Indiana llevaba un vestido azul, estrecho y corto, que revelaba más de lo que cubría, su mismo chaquetón color arena de siempre, que se quitó adentro del museo, y sus gastadas botas de imitación piel de reptil que Keller había intentado en vano reemplazar por algo más presentable, pero que ella insistía en usar porque le resultaban cómodas. El guía quedó boquiabierto al saludarla y no se recuperó en el resto de la visita. A las preguntas de ella balbuceaba respuestas poco convincentes, perdido en los ojos azules de esa mujer que le pareció deslumbrante, mareado con su aroma pecaminoso de almizcle y flores, excitado por sus crespos amarillos, desordenados como si acabara de salir de la cama, y por el bamboleo desafiante de su cuerpo.

Si no estuviera pasando por un bajón emocional, a Keller le habría divertido una reacción como la del guía, que le había tocado presenciar con cierta frecuencia en el pasado. Normalmente le gustaba ir acompañado por una mujer que otros deseaban, pero en esa ocasión no estaba de humor para distracciones, porque se proponía recuperar la admiración de Indiana. Molesto, se interpuso entre ella y el guía y cogiéndola del brazo con más firmeza de la necesaria, la condujo de cuadro a cuadro, describiéndole la época del Cinquecento y la importancia de Venecia, una república independiente que ya llevaba mil años de existencia como centro comercial y cultural cuando esos maestros pintaron sus obras, y le demostró, señalando los detalles en los cuadros, cómo la invención del óleo había revolucionado la técnica de la pintura. Ella era una alumna aplicada, dispuesta a absorber lo que él quisiera enseñarle, desde el Kama Sutra hasta la forma de comer una alcachofa y con mayor razón los temas de arte.

Una hora más tarde se encontraron en la última sala ante un enorme lienzo, que Keller deseaba mostrarle a Indiana de forma especial: Susana y los viejos de Tintoretto. El cuadro estaba expuesto solo en una pared y había un asiento donde pudieron instalarse y observarlo con calma, mientras él contaba que el tema de Susana había sido interpretado por varios pintores del Renacimiento y el Barroco. Era la pornografía de la época: se prestaba para mostrar el desnudo femenino y la lujuria masculina. Los hombres ricos encargaban los cuadros para colgarlos en sus aposentos y por una propina el pintor le ponía a Susana la cara de la amante del mecenas.

—Según la leyenda, Susana era una virtuosa mujer casada, que fue sorprendida por dos viejos libidinosos cuando estaba bañándose junto a un árbol en su jardín. Como ella rehusó sus insinuaciones, los viejos la acusaron de tener amores con un joven. La pena por adulterio femenino era la muerte —dijo Keller.

—¿Femenino solamente? —le preguntó Indiana.

—Por supuesto. Ésta es una historia bíblica y por lo tanto machista, que figura en el Libro de Daniel de la versión griega de la Biblia.

—¿Y qué pasó entonces?

—El juez interrogó separadamente a los ancianos, que no pudieron ponerse de acuerdo sobre el tipo de árbol bajo el cual estaba la bella. Uno dijo que se trataba de un alerce y el otro de un roble, o algo así. Quedó en evidencia que mentían y de ese modo se restituyó la reputación de la noble Susana.

—Espero que los chismosos fueran castigados —apuntó Indiana.

—Según una versión de la historia, fueron ejecutados, pero en otra versión sólo recibieron una reprimenda. ¿Cuál prefieres, Indiana?

—Ni tanto ni tan poco, Alan. No apruebo la pena de muerte, pero hay que hacer justicia. ¿Qué te parece cárcel, una multa y que le pidieran perdón públicamente a Susana y su marido?

—Eres muy indulgente. A Susana la habrían ejecutado si no hubiera probado su inocencia. Lo justo sería que ese par de vejetes cachondos recibieran un castigo equivalente —alegó Keller por llevarle la contra, ya que tampoco era partidario de la pena de muerte salvo en casos muy particulares.

—Diente por diente, ojo por ojo… Con ese criterio estaríamos todos tuertos y con dentadura postiza —replicó ella, de buen talante.

—En fin, la suerte de los mentirosos no es lo que importa ¿verdad? —dijo Keller, dirigiéndose por primera vez al guía, quien asintió, mudo—. Los ancianos lujuriosos son casi irrelevantes, están en la parte oscura del lienzo. El foco de interés es Susana, sólo ella. Observe la piel de esa joven, cálida, suave, iluminada por el sol de la tarde. Fíjese en su cuerpo mórbido y su postura lánguida. No se trata de una doncella, sabemos que es casada, que ha sido iniciada en los misterios de la sexualidad. Tintoretto logra el equilibrio preciso entre la doncella inocente y la mujer sensual, ambas coexisten en Susana en ese momento fugaz, antes de que el paso del tiempo imprima su marca en ella. Ese instante es mágico. Mírela, hombre, ¿no le parece que la lascivia de los viejos es justificable?

—Sí, señor…

—Susana está segura de su atractivo, ama su cuerpo, es perfecta como un durazno recién sacado de la rama, todo fragancia, color y sabor. La bella no imagina que ya ha comenzado el inevitable proceso de madurar, envejecer y morir. Fíjese en los tonos del cabello, oro y cobre, en la gracia de las manos y el cuello, en la expresión abandonada de su rostro. Es obvio que viene de hacer el amor y está recordando, complacida. Sus movimientos son lentos, desea prolongar el placer del baño, del agua fresca y la brisa tibia del jardín, se acaricia, siente el leve temblor de sus muslos, de la húmeda y palpitante hendidura entre sus piernas. ¿Se da cuenta de lo que digo?

—Sí, señor…

—A ver, Indiana, dime ¿a quién te recuerda la Susana del cuadro?

—No tengo idea —replicó ella, extrañada del comportamiento de su amante.

—¿Y a usted, joven? —le preguntó Keller al guía, con una expresión de inocencia que contrastaba con el sarcasmo de su tono.

Las cicatrices de acné del guía se encendieron como cráteres en su rostro de adolescente pillado en falta y clavó los ojos en el suelo, pero Keller no pensaba dejarlo escapar.

—Vamos, hombre, no sea tímido. Examine el cuadro y dígame a quién se parece la hermosa Susana.

—En realidad, señor, no sabría decirle —balbuceó el pobre tipo, listo para salir corriendo.

—¿No sabe o no se atreve a decirlo? Susana se parece mucho a mi amiga Indiana, aquí presente. Mírela. Tendría que verla en el baño, desnuda como Susana… —dijo Keller, poniendo un brazo posesivo en los hombros de su amante.

—¡Alan! —exclamó ella y, apartándolo de un empujón, salió de la sala con pasos rápidos, seguida de cerca por el tembloroso guía.

***

Keller alcanzó a atrapar a Indiana en la puerta del edificio y llevarla a su automóvil, entre ruegos y disculpas, tan desconcertado como ella por lo que había hecho. Fue un impulso absurdo y se arrepintió apenas lo hubo dicho. No supo qué le pasó, un arranque de locura, porque en su sano juicio no cometería una vulgaridad semejante, tan ajena a su carácter, le dijo.

El cuadro, fue culpa del cuadro, pensó. El contraste entre la juventud y hermosura de Susana y el aspecto repulsivo de los hombres que la espiaban le provocó escalofríos. Se vio a sí mismo como uno de esos viejos rijosos, loco de deseo por una mujer inalcanzable que él no merecía, y sintió un amargo sabor de bilis en la garganta. La pintura no lo sorprendió, la había visto en Viena y reproducida en sus libros de arte, pero en la luz y el silencio del museo solitario lo golpeó como si hubiera enfrentado su propia calavera en el espejo. Desde una distancia de casi quinientos años, Tintoretto le revelaba sus más oscuros terrores: decadencia y muerte.

Se quedaron discutiendo en el estacionamiento, vacío a esa hora, hasta que Keller logró convencer a Indiana de que fueran a cenar para hablar con tranquilidad. Terminaron en una discreta mesa de rincón en uno de sus restaurantes favoritos, un local pequeño, escondido en un pasaje de la calle Sacramento, con un original menú italiano y excelente carta de vinos. Después del primer vaso de un dolcetto piamontés y con el ánimo apaciguado, ella le hizo ver cuán degradada se sintió en el museo, expuesta como una buscona ante los ojos del guía.

—No te creía capaz de tanta crueldad, Alan. En los años que llevamos juntos nunca me mostraste ese lado tuyo. Me sentí castigada y creo que ese pobre joven también.

—No lo tomes así, Indi. ¿Cómo voy a querer castigarte? Al contrario, no sé cómo premiarte por todo lo que me das. Pensé que te halagaría la comparación con la bella Susana.

—¿Con esa gorda?

Keller se echó a reír, ella se contagió y la ingrata escena del museo perdió de súbito su gravedad. Keller había reservado para el postre la sorpresa que le tenía preparada: un viaje de dos semanas a la India en las condiciones que ella escogiera, un sacrificio que él estaba dispuesto a hacer por amor, a pesar de sus recientes dificultades económicas y de que la miseria milenaria de la India lo asustaba. Podrían alojarse en alguno de los palacios de los maharajás, convertidos en hoteles de lujo, con camas de pluma y seda, con sirvientes privados, o dormir en el suelo de un ashram entre escorpiones, como ella quisiera, le ofreció. El deleite espontáneo de Indiana disipó su temor de que el disgusto del museo hubiera arruinado la sorpresa: la mujer lo besó con exageración, ante la mirada divertida del mozo que traía los platos. «¿Estás tratando de hacerte perdonar algo?», le preguntó Indiana, radiante, sin sospechar cuán profético sería ese comentario.